Hacía calor a finales de marzo, tanto como en pleno
verano cuando la hierba vira al amarillo y los pantanos se quedan sin agua, la
tierra se resquebraja como una piel fina y ajada, y los animales huyen
hacia el norte en busca de salvación.
Llevábamos cuatro meses sin que cayera una gota y los políticos
amenazaban con restricciones a pesar de que se avecinaban elecciones y la
prudencia aconseja no alarmar a la población. Renacía la pugna
desaladoras-trasvase. Los unos pedían más agua del Tajo ignorando que el
problema era global, que si cada vez hay menos agua el fenómeno nos afecta a
todos por igual, a los de la cabecera y a los de la desembocadura. No es que
las desaladoras sean una buena solución, es que hay que convertirlas en buena
solución porque no hay otra. Todo estaba en almoneda y las promesas insensatas
en que se habían convertido las campañas hacían su aparición. Las obras a medio
realizar se daban por concluidas para la inauguración apresurada y se
anunciaban toda suerte de medidas para bien de la población como si los últimos
cuatro años de gestión no hubieran existido. Era el momento de anunciar nuevas
obras faraónicas al tiempo que se denostaban las ofrecidas por los partidos
rivales. La ocasión de sacar a pasear los cadáveres penantes de los políticos
emprisionados, los aeropuertos sin tráfico y el sufrido Mar Menor que servía de
pin-pan-pun a unos y otros mientras seguía languideciendo en su sopa verde, los
peces muriendo de anoxia y las especies invasoras acabando con las autóctonas.
La población, como siempre era acomodaticia: los que estaban con
el partido dominante aceptaban sus excusas y justificaban sus desafueros y
corruptelas. Al fin y al cabo, quién no ha tenido un momento de debilidad,
todos somos humanos y a nosotros nos ha ido bien con estos los últimos treinta
años. Los que estaban en contra, esgrimían sus armas más arrojadizas sacando
cuantos trapos sucios pudieran encontrar de los contrarios. El ambiente se
caldeaba cada vez más a medida que la fecha de las elecciones se aproximaba.
Cada vez las campañas eran más virulentas, los extremos más polarizados, los
intereses más acuciantes. Los postulantes aprovechaban para dejarse ver en las
procesiones, cetro y altar siempre han hecho buen maridaje.
Quizás por eso decidieron volar a Bruselas, donde apenas habría llegado
el eco del cutrerío político que se vivía en su país. Bruselas, desde que se
había convertido en la capital de Europa, había cambiado notablemente de
fisonomía. Los belgas ya no eran los “simplecitos” de Europa. Habían dejado de
ser el patio trasero de Francia sobre el que Asterix y Obelix hacían bromas.
Ahora Bruselas era el centro neurálgico de Europa.
No se sabe si quedan muchos belgas en Bruselas. Dicen las
estadísticas que el país tiene unos once millones de habitantes de los cuales
más de millón y medio se agrupan en las diversas comunas que forman la capital,
visitada cada año por más de cuatro millones de turistas. Las calles, sobre
todo las del centro, se han convertido en un conglomerado de gente de todas las
razas y colores entre las que navegan presurosos ejecutivos de abrigo y maletín
adscritos a alguna de las innumerables Agencias en las que se decide el destino
de los fondos que han de repartirse entre los veintisiete países que formaban
la Comunidad Europea. Bruselas se ha llenado de funcionarios y de oficinas.
El centro, de considerables dimensiones, es peatonal en una
tendencia que se va ampliando continuamente —común a todas las capitales de
Europa—, lo que permite una fluida circulación a pie en todas direcciones a
pesar del frío glacial y el incómodo viento que lo esparce, sin más precaución
que la de sortear las numerosas bicicletas y patinetes que se mueven con
habilidad de equilibrista por entre la abigarrada muchedumbre. Hay patinetes
abandonados por doquier sin que uno pueda imaginarse cuales son las reglas de
uso de esos artefactos. Al parecer, el cliente los contrata por medios telemáticos
—como se hace casi todo hoy en día— para abandonarlos en cualquier sitio una
vez cumplida su tarea. Se supone que alguien los localizará mediante algún
artilugio que incorporan para rescatarlos en su momento. Las zonas
peatonales han propiciado la aparición de artefactos con tracción a sangre que
hablan mucho y bien del ingenio humano.
Cualquiera podría pensar que en Bruselas se habla francés. Craso
error. La mayoría de las Agencias trabajan en inglés y muchos de sus
funcionarios se marcharán cuando acabe su periodo de estancia sin haber
aprendido una palabra de francés. En cualquier bar o restaurante os atenderán
en inglés con la mayor naturalidad. Incluso es frecuente que os atiendan en
castellano. Como pasa en Cataluña, hay un vivo interés en reivindicar el idioma
autóctono como lengua de uso. Muchos de los letreros de los lugares públicos —incluido
el metro— están en flamenco y en francés, y en muchos casos sólo en flamenco.
Ambas son lenguas oficiales. Los habitantes de habla francesa reclaman el
derecho de usar su lengua frente al inglés y los flamencos la suya frente al
francés. Cada uno cuelga sus pegatinas reivindicativas en el metro o los
escaparates de las tiendas y todos tan contentos.
El asunto del mingitorio es complicado. Si a uno le acomete la
necesidad de usar uno, puede entrar en cualquier bar, pedir una de las muchas y
excelentes cervezas a su disposición como excusa, pero el sistema es perverso
porque pronto se verá obligado a evacuar está ultima, repitiendo el proceso de
forma inacabable. El agradable paseo se convierte en un permanente vía crucis
de beber-desbeber en cada estación.
Puede que el visitante se sorprenda al encontrar muchas mujeres
musulmanas por la calle. Se sabe que son musulmanas porque llevan largas
vestiduras y cubren su cabeza con un pañuelo determinado, el Yihad, que es como
un salvoconducto para entrar en su paraíso. A los hombres musulmanes, sin
embargo, no se les distingue de los demás como no sea por sus rostros
aceitunados y el cabello negro, cosa por otra parte común a casi todos los
varones mediterráneos. Si uno se fija más detenidamente podrá observar en
algunos una mancha oscura en medio de la frente consecuencia de sus plegarias
de cada día. A ellos su religión no les exige atuendo diferente para entrar en
el paraíso, o a lo mejor van a otro paraíso diferente al de las mujeres. En el
islam no está bien visto que hombres y mujeres compartan los espacios, ni
siquiera los religiosos. Si acudís un día al mercado de Abatois, en la rue
Clemenceau, os parecerá (salvo el nivel económico), que estáis en cualquier
zoco de una ciudad importante de Marruecos.
El visitante ha tenido suerte. Su alojamiento está en el mismo
cogollo de la ciudad, a tiro de piedra de la Grande Place, del edificio de La
Bolsa, ahora en reparación, de la Ópera, de la Iglesia de San Nicolás y de la
plaza de Santa Catherina donde puede acercarse a tomar una excelente sopa de
pescado que le alivie del fresco polar que reina por estas latitudes aún en
plena primavera, acompañada de ostras excelentes y "frutos de mar”, que es
como llaman a los mariscos en una pirueta del florido idioma
francés. Luego puede refugiarse en el Monk donde tomarse a resguardo del
viruji una o varias excelentes Triples Karmeliens con una discreta bandeja de
quesos holandeses. No se atreve con los chorizos de ración que cuelgan de la
pared por mor de las indigestiones.
A unos centenares de metros tiene la Morte
Subite de excelentes hometettes de fines
herbes, donde la exuberante y amable camarera de mandil hasta el suelo le
aconsejará sobre la compañía líquida más adecuada. Quizás acabado el breve
condumio apetezca el relax del café Drug Opera en cuyo exterior pueda combinar
una relajarte pipa con el “café francés”, que en España, con menos alharacas y
sin nata llamaríamos carajillo. Para comida más contundente, tiene
igualmente cerca el Grande Café donde
el políglota Ahmed, magrebí de origen e internacional de corazón le aconsejara
sobre la conveniencia de escoger entre el Codillo de cerdo o la Carbonade Flamande. El final de café y Grande Marnier puede resultar
apoteósico.
Fuera imperdonable pecado de omisión abandonar Bruselas sin
haberse regalado, al menos en una ocasión con dos de sus productos
gastronómicos estrella: los mules y los grofes. De los primeros encontraremos
amplia oferta en las vecinas calles. Servidos en las amplias cazuelas que son
comunes en todo el norte de Francia y en la costa bretona, es preferible acudir
a su forma más elemental: con un ligero aditamento de puerros, apio y alguna
otra hierba aromática. Imprescindible el acompañamiento de las “frites” que
constituyen aperitivo más que corriente. Acabamos en "Chez León", el más recomendado por las guías turísticas. Cuando se viaja de turista, hay que hacer de turista. Ni mejor ni peor, uno más. Lo de los gofres merece capítulo
aparte. Los hay de todas clases y calidades, tanto en confiterías de postín
como en tenderetes de comer por la calle. Son los que en Cataluña llamaríamos
harto “embafosos” y muy poco recomendables desde el punto de vista dietético
por excesivamente grasos y edulcorados. Uno nos servirá de discreta
muestra.
Los libros tienen vida propia. Repasando los anaqueles de la breve
biblioteca del hogar que nos hospeda, lamentamos una vez más lo cruel del
tiempo que ya no nos permitirá releer tantos como desearíamos. Basta abrir uno
al azar para, leyendo entre líneas, encontrar una frase que le viene
pintiparada al momento. Se trata de una vieja edición de Losada con La Metamorfosis de Kafka. Es un libro
comprado ya viejo y algo ajado, en el mercado de San Antonio de Barcelona
cuando el visitante era un joven iconoclasta con ínfulas revolucionarias.
Además del propio contenido y de la transformación en bicho repugnante de
Gregorio Samsa, hubo dos factores que han permanecido en la memoria desde
entonces: el prólogo de Borges —Era enfermizo y hosco, nos dice a modo de
presentación—, otra de sus recurrentes clases magistrales que no por admiradas
resultan menos difíciles de deglutir, y el relato del buitre. Subraya Borges en
el prólogo unas letras que dan para extensa meditación: “El animal arranca
la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el
dueño”. Entre lo impresionante de la obra, el visitante recuerda todavía,
y rememora ahora, el relato del buitre que picoteaba los pies. El hombre se
encuentra inerme, pide ayuda a un viandante, este le dice que aguante media
hora hasta que vuelva con un arma y el buitre, que ha escuchado atentamente la
conversación, da una vuelta en el aire y se deja caer en picado para hundir el
pico en la boca de su víctima, muriendo él mismo ahogado con la sangre que
brota de la garganta.
En su periplo final, Kafka fue poco afortunado: agravada por las
penurias de la guerra, su tisis se hizo galopante llevándolo a la muerte en el
último sanatorio en el que estuvo internado cerca de Viena en el verano de
1924. A su amigo y albacea Max Brod debemos el que, violentando sus deseos,
diera a la imprenta su obra destinada por el autor a la pira. Algo así pasó con
Virgilio, el discípulo de Teocrito, autor de las Bucólicas, las Geórgicas y la
Eneida —otro libro que ha recorrido media Europa para que nos encontremos aquí—.
Próxima ya su muerte, el 21 de septiembre del año 19 a.C. a los 51 años
y sintiendo que se quedaba sin tiempo para dar el finis coronat opus a su Eneida, que se había propuesto corregir
minuciosamente como hacía con todos sus textos, rogó a sus amigos que la
entregarán a las llamas, cosa que afortunadamente tampoco hicieron. De una y
otra lectura surgen las ideas enredadas entre sí como del cabo de un ovillo en
la cesta de lanas de la abuela: resulta que Virgilio fue enterrado en la zona
de la Solfatara, vecina a la Partenope que tan bien refleja Emilio (don
Emilio) Castelar en sus Recuerdos
de Italia. En la Solfatara, en un
magnífico camping al pie del Vesubio de estómago ardiente, hemos acampado en
varias ocasiones para visitar Partenope, la ciudad de tantas reminiscencias
españolas y las cercanas excavaciones de Pompeya y Herculano.
Uno de los muchos encantos de Bruselas son sus bares y
restaurantes. Los hay de todos los tipos, nacionalidades, precios y categorías.
En muchos de ellos prima la oferta de las excelentes y variadas cervezas de
abadía, típicas del país. Cada una de ellas debe servirse en el recipiente
adecuado. No vale el mismo para una Cherry Morte Subite que una Peche, Faro,
Hapkin, Grimbergen (en sus versiones blonde o brune), Affligem, Cimai, Cristal,
Maes, Westmalle, Primus, Tongelo, y así hasta casi el infinito. Cada una
requiere su copa adecuada. En la mayoría de los establecimientos se exige el
pago mediante tarjeta o teléfono sin tener en cuenta el monto de la operación,
pero para nuestra sorpresa encontramos alguno —típico y concurrido— donde se
nos advierte de entrada que el pago ha de hacerse en cash, o sea en dinero contante y sonante. Perplejidad al canto. ¿Es
dinero negro? Cotizaran por módulos, nos dicen los bien pensantes.
Este globo terráqueo, que era infinito cuando nuestros abuelos
salieron de la falla del Rif, se queda cada vez más pequeño. Las distancias
desaparecen, por lo menos mientras haya combustible para echarle a los
petroleros y a los aviones, y las noticias se conocen casi antes de que se
produzcan. Nos desayunamos con una que parece tener en vilo a buena parte de la
población de nuestro país: en otro más lejano, una señora de edad venerable
decide tener un hijo en el vientre de otra y lo hace donde esas cosas están
permitidas. Las penas con pan son menos y cualquier disparate es posible si hay
suficiente dinero de por medio. A los pocos días la información se amplía: el
nasciturus ha sido engendrado mediante el semen congelado de un hijo —lamentablemente
fallecido— de la señora de edad venerable, con lo que la criatura vendría a ser
su nieta biológica y participe de su ADN. Uno se pregunta —más allá de juicios,
asuntos legales y elucubraciones folletinescas—, qué pensará del asunto esa
niña cuando tenga edad suficiente para ello. No sabemos si la madre-abuela,
para entonces estará en disposición de proporcionarle la educación y los
consejos adecuados.
Las sociedades opulentas, y la de Bruselas lo es, tienen también
su lado oscuro que es el de la marginación. Parece habitual encontrar en medio
de la barahúnda callejera personas que solicitan un óbolo, con discreción, eso
sí, o al acercarse la noche, mendigos preparando sus yacijas en sitios
cubiertos por marquesinas al abrigo de la lluvia que parece una constante.
Pueden verse parejas instaladas con cierta comodidad (si ello no constituyera
un oxímoron) en un colchón doble a modo de cama de matrimonio donde, a lo que
parece, se disponen a pasar una noche de
muchas noches. No parece que a las autoridades municipales les preocupe demasiado la situación de esas personas. El fenómeno tiene aspecto de no ser nuevo.
Puede que ni el color de la piel, ni la procedencia, ni el idioma
tengan demasiada importancia en las sociedades multiculturales como esta, pero
lo cierto es que se advierte, sin que sea necesaria demasiada perspicacia, que
los empleos subalternos recaen en individuos pertenecientes a etnias no
autóctonas. Hay mucha gente de piel oscura en esos oficios, lo que
inevitablemente lleva al recuerdo del Congo Belga, del rey Leopoldo de infausta
memoria, al de Josef Conrad y el horror, al del Apocalipsis Now…
Un grupo de tres amigos escuchan música junto a la barra de un bar
encontrado al paso. Parecen habituales por la forma en que los trata el
matrimonio que atiende la barra. Corean al unísono las canciones que salen de
un altavoz conectado a alguna emisora de música permanente. Cada uno de ellos es dueño de un par de vasos
de cerveza Primus que van consumiendo alternativamente, a veces sosteniendo los
dos en las manos o dejándolos, en los periodos de descanso, en la barra
convenientemente emparejados para no confundirlos. El dueño del bar se aplica a darles presión para que siempre
estén rebosantes. Es un ambiente cálido y familiar a las dos de la tarde.
Los días de relax flamenco terminan como todo en esta vida
perecedera, otros asuntos nos reclaman en nuestro país donde se avecinan
elecciones que exigen la participación del ciudadano responsable. Quede la
ciudad de Bruselas como un recuerdo amable en compañía de tantos otros que el
viajero ha tenido la suerte de conocer.
Sin tránsit gloria
mundi.
*