domingo, 23 de abril de 2023

APUNTES DE BRUSELAS

 


 


Hacía calor a finales de marzo, tanto como en pleno verano cuando la hierba vira al amarillo y los pantanos se quedan sin agua, la tierra se resquebraja como una piel fina y ajada, y los animales huyen hacia el norte en busca de salvación. 

Llevábamos cuatro meses sin que cayera una gota y los políticos amenazaban con restricciones a pesar de que se avecinaban elecciones y la prudencia aconseja no alarmar a la población. Renacía la pugna desaladoras-trasvase. Los unos pedían más agua del Tajo ignorando que el problema era global, que si cada vez hay menos agua el fenómeno nos afecta a todos por igual, a los de la cabecera y a los de la desembocadura. No es que las desaladoras sean una buena solución, es que hay que convertirlas en buena solución porque no hay otra. Todo estaba en almoneda y las promesas insensatas en que se habían convertido las campañas hacían su aparición. Las obras a medio realizar se daban por concluidas para la inauguración apresurada y se anunciaban toda suerte de medidas para bien de la población como si los últimos cuatro años de gestión no hubieran existido. Era el momento de anunciar nuevas obras faraónicas al tiempo que se denostaban las ofrecidas por los partidos rivales. La ocasión de sacar a pasear los cadáveres penantes de los políticos emprisionados, los aeropuertos sin tráfico y el sufrido Mar Menor que servía de pin-pan-pun a unos y otros mientras seguía languideciendo en su sopa verde, los peces muriendo de anoxia y las especies invasoras acabando con las autóctonas.

La población, como siempre era acomodaticia: los que estaban con el partido dominante aceptaban sus excusas y justificaban sus desafueros y corruptelas. Al fin y al cabo, quién no ha tenido un momento de debilidad, todos somos humanos y a nosotros nos ha ido bien con estos los últimos treinta años. Los que estaban en contra, esgrimían sus armas más arrojadizas sacando cuantos trapos sucios pudieran encontrar de los contrarios. El ambiente se caldeaba cada vez más a medida que la fecha de las elecciones se aproximaba. Cada vez las campañas eran más virulentas, los extremos más polarizados, los intereses más acuciantes. Los postulantes aprovechaban para dejarse ver en las procesiones, cetro y altar siempre han hecho buen maridaje.

Quizás por eso decidieron volar a Bruselas, donde apenas habría llegado el eco del cutrerío político que se vivía en su país. Bruselas, desde que se había convertido en la capital de Europa, había cambiado notablemente de fisonomía. Los belgas ya no eran los “simplecitos” de Europa. Habían dejado de ser el patio trasero de Francia sobre el que Asterix y Obelix hacían bromas. Ahora Bruselas era el centro neurálgico de Europa. 

No se sabe si quedan muchos belgas en Bruselas. Dicen las estadísticas que el país tiene unos once millones de habitantes de los cuales más de millón y medio se agrupan en las diversas comunas que forman la capital, visitada cada año por más de cuatro millones de turistas. Las calles, sobre todo las del centro, se han convertido en un conglomerado de gente de todas las razas y colores entre las que navegan presurosos ejecutivos de abrigo y maletín adscritos a alguna de las innumerables Agencias en las que se decide el destino de los fondos que han de repartirse entre los veintisiete países que formaban la Comunidad Europea. Bruselas se ha llenado de funcionarios y de oficinas.

El centro, de considerables dimensiones, es peatonal en una tendencia que se va ampliando continuamente —común a todas las capitales de Europa—, lo que permite una fluida circulación a pie en todas direcciones a pesar del frío glacial y el incómodo viento que lo esparce, sin más precaución que la de sortear las numerosas bicicletas y patinetes que se mueven con habilidad de equilibrista por entre la abigarrada muchedumbre. Hay patinetes abandonados por doquier sin que uno pueda imaginarse cuales son las reglas de uso de esos artefactos. Al parecer, el cliente los contrata por medios telemáticos —como se hace casi todo hoy en día— para abandonarlos en cualquier sitio una vez cumplida su tarea. Se supone que alguien los localizará mediante algún artilugio que incorporan para rescatarlos en su momento. Las zonas peatonales han propiciado la aparición de artefactos con tracción a sangre que hablan mucho y bien del ingenio humano.



Cualquiera podría pensar que en Bruselas se habla francés. Craso error. La mayoría de las Agencias trabajan en inglés y muchos de sus funcionarios se marcharán cuando acabe su periodo de estancia sin haber aprendido una palabra de francés. En cualquier bar o restaurante os atenderán en inglés con la mayor naturalidad. Incluso es frecuente que os atiendan en castellano. Como pasa en Cataluña, hay un vivo interés en reivindicar el idioma autóctono como lengua de uso. Muchos de los letreros de los lugares públicos —incluido el metro— están en flamenco y en francés, y en muchos casos sólo en flamenco. Ambas son lenguas oficiales. Los habitantes de habla francesa reclaman el derecho de usar su lengua frente al inglés y los flamencos la suya frente al francés. Cada uno cuelga sus pegatinas reivindicativas en el metro o los escaparates de las tiendas y todos tan contentos.



El asunto del mingitorio es complicado. Si a uno le acomete la necesidad de usar uno, puede entrar en cualquier bar, pedir una de las muchas y excelentes cervezas a su disposición como excusa, pero el sistema es perverso porque pronto se verá obligado a evacuar está ultima, repitiendo el proceso de forma inacabable. El agradable paseo se convierte en un permanente vía crucis de beber-desbeber en cada estación.

Puede que el visitante se sorprenda al encontrar muchas mujeres musulmanas por la calle. Se sabe que son musulmanas porque llevan largas vestiduras y cubren su cabeza con un pañuelo determinado, el Yihad, que es como un salvoconducto para entrar en su paraíso. A los hombres musulmanes, sin embargo, no se les distingue de los demás como no sea por sus rostros aceitunados y el cabello negro, cosa por otra parte común a casi todos los varones mediterráneos. Si uno se fija más detenidamente podrá observar en algunos una mancha oscura en medio de la frente consecuencia de sus plegarias de cada día. A ellos su religión no les exige atuendo diferente para entrar en el paraíso, o a lo mejor van a otro paraíso diferente al de las mujeres. En el islam no está bien visto que hombres y mujeres compartan los espacios, ni siquiera los religiosos. Si acudís un día al mercado de Abatois, en la rue Clemenceau, os parecerá (salvo el nivel económico), que estáis en cualquier zoco de una ciudad importante de Marruecos.

El visitante ha tenido suerte. Su alojamiento está en el mismo cogollo de la ciudad, a tiro de piedra de la Grande Place, del edificio de La Bolsa, ahora en reparación, de la Ópera, de la Iglesia de San Nicolás y de la plaza de Santa Catherina donde puede acercarse a tomar una excelente sopa de pescado que le alivie del fresco polar que reina por estas latitudes aún en plena primavera, acompañada de ostras excelentes y "frutos de mar”, que es como llaman a los mariscos en una pirueta del florido idioma francés. Luego puede refugiarse en el Monk donde tomarse a resguardo del viruji una o varias excelentes Triples Karmeliens con una discreta bandeja de quesos holandeses. No se atreve con los chorizos de ración que cuelgan de la pared por mor de las indigestiones. 

 


 



A unos centenares de metros tiene la Morte Subite de excelentes hometettes de fines herbes, donde la exuberante y amable camarera de mandil hasta el suelo le aconsejará sobre la compañía líquida más adecuada. Quizás acabado el breve condumio apetezca el relax del café Drug Opera en cuyo exterior pueda combinar una relajarte pipa con el “café francés”, que en España, con menos alharacas y sin nata llamaríamos carajillo. Para comida más contundente, tiene igualmente cerca el Grande Café donde el políglota Ahmed, magrebí de origen e internacional de corazón le aconsejara sobre la conveniencia de escoger entre el Codillo de cerdo o la Carbonade Flamande. El final de café y Grande Marnier puede resultar apoteósico. 


Fuera imperdonable pecado de omisión abandonar Bruselas sin haberse regalado, al menos en una ocasión con dos de sus productos gastronómicos estrella: los mules y los grofes. De los primeros encontraremos amplia oferta en las vecinas calles. Servidos en las amplias cazuelas que son comunes en todo el norte de Francia y en la costa bretona, es preferible acudir a su forma más elemental: con un ligero aditamento de puerros, apio y alguna otra hierba aromática. Imprescindible el acompañamiento de las “frites” que constituyen aperitivo más que corriente. Acabamos en "Chez León", el más recomendado por las guías turísticas. Cuando se viaja de turista, hay que hacer de turista. Ni mejor ni peor, uno más. Lo de los gofres merece capítulo aparte. Los hay de todas clases y calidades, tanto en confiterías de postín como en tenderetes de comer por la calle. Son los que en Cataluña llamaríamos harto “embafosos” y muy poco recomendables desde el punto de vista dietético por excesivamente grasos y edulcorados. Uno nos servirá de discreta muestra. 

 


Los libros tienen vida propia. Repasando los anaqueles de la breve biblioteca del hogar que nos hospeda, lamentamos una vez más lo cruel del tiempo que ya no nos permitirá releer tantos como desearíamos. Basta abrir uno al azar para, leyendo entre líneas, encontrar una frase que le viene pintiparada al momento. Se trata de una vieja edición de Losada con La Metamorfosis de Kafka. Es un libro comprado ya viejo y algo ajado, en el mercado de San Antonio de Barcelona cuando el visitante era un joven iconoclasta con ínfulas revolucionarias. Además del propio contenido y de la transformación en bicho repugnante de Gregorio Samsa, hubo dos factores que han permanecido en la memoria desde entonces: el prólogo de Borges —Era enfermizo y hosco, nos dice a modo de presentación—, otra de sus recurrentes clases magistrales que no por admiradas resultan menos difíciles de deglutir, y el relato del buitre. Subraya Borges en el prólogo unas letras que dan para extensa meditación: “El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el dueño”. Entre lo impresionante de la obra, el visitante recuerda todavía, y rememora ahora, el relato del buitre que picoteaba los pies. El hombre se encuentra inerme, pide ayuda a un viandante, este le dice que aguante media hora hasta que vuelva con un arma y el buitre, que ha escuchado atentamente la conversación, da una vuelta en el aire y se deja caer en picado para hundir el pico en la boca de su víctima, muriendo él mismo ahogado con la sangre que brota de la garganta.

En su periplo final, Kafka fue poco afortunado: agravada por las penurias de la guerra, su tisis se hizo galopante llevándolo a la muerte en el último sanatorio en el que estuvo internado cerca de Viena en el verano de 1924. A su amigo y albacea Max Brod debemos el que, violentando sus deseos, diera a la imprenta su obra destinada por el autor a la pira. Algo así pasó con Virgilio, el discípulo de Teocrito, autor de las Bucólicas, las Geórgicas y la Eneida —otro libro que ha recorrido media Europa para que nos encontremos aquí—. Próxima ya su muerte, el 21 de septiembre del año 19 a.C. a los 51 años y sintiendo que se quedaba sin tiempo para dar el finis coronat opus a su Eneida, que se había propuesto corregir minuciosamente como hacía con todos sus textos, rogó a sus amigos que la entregarán a las llamas, cosa que afortunadamente tampoco hicieron. De una y otra lectura surgen las ideas enredadas entre sí como del cabo de un ovillo en la cesta de lanas de la abuela: resulta que Virgilio fue enterrado en la zona de la Solfatara, vecina a la Partenope que tan bien refleja Emilio (don Emilio) Castelar en sus Recuerdos de Italia. En la Solfatara, en un magnífico camping al pie del Vesubio de estómago ardiente, hemos acampado en varias ocasiones para visitar Partenope, la ciudad de tantas reminiscencias españolas y las cercanas excavaciones de Pompeya y Herculano.

Uno de los muchos encantos de Bruselas son sus bares y restaurantes. Los hay de todos los tipos, nacionalidades, precios y categorías. En muchos de ellos prima la oferta de las excelentes y variadas cervezas de abadía, típicas del país. Cada una de ellas debe servirse en el recipiente adecuado. No vale el mismo para una Cherry Morte Subite que una Peche, Faro, Hapkin, Grimbergen (en sus versiones blonde o brune), Affligem, Cimai, Cristal, Maes, Westmalle, Primus, Tongelo, y así hasta casi el infinito. Cada una requiere su copa adecuada. En la mayoría de los establecimientos se exige el pago mediante tarjeta o teléfono sin tener en cuenta el monto de la operación, pero para nuestra sorpresa encontramos alguno —típico y concurrido— donde se nos advierte de entrada que el pago ha de hacerse en cash, o sea en dinero contante y sonante. Perplejidad al canto. ¿Es dinero negro? Cotizaran por módulos, nos dicen los bien pensantes.

 


Este globo terráqueo, que era infinito cuando nuestros abuelos salieron de la falla del Rif, se queda cada vez más pequeño. Las distancias desaparecen, por lo menos mientras haya combustible para echarle a los petroleros y a los aviones, y las noticias se conocen casi antes de que se produzcan. Nos desayunamos con una que parece tener en vilo a buena parte de la población de nuestro país: en otro más lejano, una señora de edad venerable decide tener un hijo en el vientre de otra y lo hace donde esas cosas están permitidas. Las penas con pan son menos y cualquier disparate es posible si hay suficiente dinero de por medio. A los pocos días la información se amplía: el nasciturus ha sido engendrado mediante el semen congelado de un hijo —lamentablemente fallecido— de la señora de edad venerable, con lo que la criatura vendría a ser su nieta biológica y participe de su ADN. Uno se pregunta —más allá de juicios, asuntos legales y elucubraciones folletinescas—, qué pensará del asunto esa niña cuando tenga edad suficiente para ello. No sabemos si la madre-abuela, para entonces estará en disposición de proporcionarle la educación y los consejos adecuados.

Las sociedades opulentas, y la de Bruselas lo es, tienen también su lado oscuro que es el de la marginación. Parece habitual encontrar en medio de la barahúnda callejera personas que solicitan un óbolo, con discreción, eso sí, o al acercarse la noche, mendigos preparando sus yacijas en sitios cubiertos por marquesinas al abrigo de la lluvia que parece una constante. Pueden verse parejas instaladas con cierta comodidad (si ello no constituyera un oxímoron) en un colchón doble a modo de cama de matrimonio donde, a lo que parece, se disponen a pasar una noche de  muchas noches. No parece que a las autoridades municipales les preocupe demasiado la situación de esas personas. El fenómeno tiene aspecto de no ser nuevo.

 



Puede que ni el color de la piel, ni la procedencia, ni el idioma tengan demasiada importancia en las sociedades multiculturales como esta, pero lo cierto es que se advierte, sin que sea necesaria demasiada perspicacia, que los empleos subalternos recaen en individuos pertenecientes a etnias no autóctonas. Hay mucha gente de piel oscura en esos oficios, lo que inevitablemente lleva al recuerdo del Congo Belga, del rey Leopoldo de infausta memoria, al de Josef Conrad y el horror, al del Apocalipsis Now…

Un grupo de tres amigos escuchan música junto a la barra de un bar encontrado al paso. Parecen habituales por la forma en que los trata el matrimonio que atiende la barra. Corean al unísono las canciones que salen de un altavoz conectado a alguna emisora de música permanente.  Cada uno de ellos es dueño de un par de vasos de cerveza Primus que van consumiendo alternativamente, a veces sosteniendo los dos en las manos o dejándolos, en los periodos de descanso, en la barra convenientemente emparejados para no confundirlos. El dueño del bar se     aplica a darles presión para que siempre estén rebosantes. Es un ambiente cálido y familiar a las dos de la tarde. 

Los días de relax flamenco terminan como todo en esta vida perecedera, otros asuntos nos reclaman en nuestro país donde se avecinan elecciones que exigen la participación del ciudadano responsable. Quede la ciudad de Bruselas como un recuerdo amable en compañía de tantos otros que el viajero ha tenido la suerte de conocer.

Sin tránsit gloria mundi.

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