lunes, 23 de marzo de 2020

DESDE EL ASILO





 

DEDICATORIA:

Para Ágata, Ana, David, y los amigos que me proporcionaron los personajes, en especial Alejandro García, padre de muchos de ellos y Antoñito, fiel lector e implacable corrector.
Para José Ramón Díez de Revenga, hermano mayor, compañero de siempre, ayuda insustituible, mentor de cabecera en los difíciles asuntos humanos.
 

  EL ASILO

 


  
La palabra asilo está relacionada desde tiempo inmemorial con la idea de lugar seguro e inviolable, enclave a buen recaudo en que se pueda hallar paz y tranquilidad.
El asilo era institución regulada por la legislación de Indias que  manda, “recoger en centros apropiados a los huérfanos de españoles mestizos y ordena que se les dé tutores que miren por sus personas y bienes”.
Al asilo del recinto encadenado de los templos se acogían los perseguidos por la justicia o por la injusticia (vaya Ud. a saber) y era lugar al que los perseguidores tenían vetado el acceso, dándoles así a los infelices prófugos lugar a recuperar fuerzas para seguir con su permanente huida.
Asilo reciben también aquellos que, no teniendo recursos suficientes ni deudos que los acojan, se ven reducidos a esperar el final de sus días en centros  que el estado o las instituciones de caridad mantienen.
Asilados eran los locos de Charenton a los que el Marqués de Sade hacía interpretar como terapia, de la que él mismo se beneficiaba sin duda, la muerte de Marat, obra escrita para ellos y que repuso con singular maestría Adolfo Marsillach no hace tanto tiempo…
El asilo particular de quién esto escribe es plácido lugar arropado por limoneros y naranjos en la Vega Media del Segura, cerca de un discreto pantano que, por cierto, estuvo a punto de ser objetivo de audaz voladura, en los encrespados tiempos en que la transición amenazaba con ser violenta. Por fortuna para todos, incluidos los padres de la brillante idea, el arriesgado plan quedó en agua… de borrajas.
Mi asilo, lejos de miradas indiscretas y cercano a un pueblo de gentes amables y acogedoras, aunque rudas como pide la tierra en que viven, resulta gratificante refugio en medio de la vorágine en la que, inexcusablemente, nos incrusta la vida que llamamos moderna. El silencio llena mañanas y noches, sólo roto por el silbar del viento entre los copudos pinos que plantara en mi lejana juventud. Algunas aves de corral con destino prosaico de inevitable cazuela, picotean la tierra disfrutando, ignorantes de su natural fin, por el amplio espacio cercado. Y dos perros de hermosa pelambre pardo-rojiza dormitan a la sombra de una tapia, respetando mi silenciosa lectura y atentos siempre para acudir prestos al agudo silbido del amo.
Desde el asilo, que acoge dulcemente los serenos días de mi vida y donde los buenos amigos tienen el mismo sitio que yo, a veces surgen comentarios, historias de la vida y de las gentes que a mí alrededor discurren, y las plasmo en cortas y montaraces líneas.
Nada más lejos de mi intención que despertar con ellas polémica o alumbrar agravio. Pero si alguna de estas cosas sucediere por causa de estos escritos, pido sinceras disculpas desde este momento.

Saludos desde ”El Asilo”.
  
AQUELLAS PLAZAS


Uno  nació y fue vecino durante muchos años de la Plaza de Cetina (don Gutierre de), y recuerda con toda claridad  cuando fue remozada por iniciativa del Consistorio que entonces dirigía con acierto don Domingo de la Villa y Fernández de Velasco, allá por los años 60.
Recuerdo que se instalaron unas revolucionarias farolas de tres brazos con pedestales de sólida piedra arenisca, y un brillante pavimento que albergaba, los flamantes taxis en que habían devenido los coches de punto, patroneados por el flemático "Posadas”. La plaza fue bautizada por el irónico sentir popular como “Plaza de la Suegra”, sin duda porque en uno de sus edificios, y atisbando permanentemente tras los cristales de su balcón (trasunto disminuido de los extintos miradores) vivió, muchos de sus muchos años, doña Luz Cayuela de lsaura, suegra que fue de don Domingo y abuela, por cierto, de un servidor.
Uno se sintió casi siempre cómodo con esa plaza recoleta a pesar del tráfico ya importante (con los primeros autobuses a Vistabella), donde se podía tomar una excelente ensaladilla en el Bar Levante, con eventual colofón de rico helado en la aledaña Violeta.
Por aquel entonces, la zona de Cetina - Plaza de la Cruz- Santo Domingo era como un barrio en el que todos se conocían o por lo menos se sabían vecinos y dónde vivían los amigos, hijos a su vez de padres amigos. Las salidas de los muchachuelos se circunscribían a ese entorno y las tardes se repartían entre el paseo por Platería y la sentada en algún bordillo del jardín de Santo Domingo comiendo pipas y prendiendo los primeros cigarrillos de palo fumeque, comprados con toda suerte de misterios al pipero de Las Cuatro Esquinas.
Pero el tiempo, inexorable en su devenir, quiere que las cosas muten y la realidad se transforme. Y así, una mañana me levanté y  encontré la Plaza de Cetina hecha un solar alicatado de pétreos bloques de perfecta factura que acompañan hasta el único rincón a un ciprés, triste de por sí, desarrapado en su media pelecha y perdido en el mar de piedra como un perrillo en medio de la tormenta. Debe ser cosa buena, piensa uno, que los tiempos avancen, que los arquitectos y diseñadores nos descubran (con frecuencia a nuestro pesar) formas nuevas, alternativas más modernas y funcionales de relación con nuestro entorno. Como uno ya está un tanto periclitado, debe ser benévolo con estas modas que no comprende pero que entiende han de redundar en beneficio y mejora de las generaciones venideras.
Y uno se encamina hacia Santo Domingo por la calle de la Rambla y tropieza con la Plaza de Europa, antes Garaje Villar, y se queda estupefacto. Desde luego, se promete no cruzarla ni aunque tuviera que apagar un fuego en  la Gerencia de Urbanismo. ¡Qué ironía que los doctos urbanistas que la pueblan hayan de tener ante su mirada esta inexpresiva superficie de cuarto de baño de la china!
Pero en llegando a Santo Domingo, el asombro alcanza cotas insospechadas. Se fue la cruz, (que a lo mejor sí que sobraba), se fue la fuentecilla de manises amarillos en que los palomos bebían a densos borbotones, las moreras de vacíos troncos que fueron receptáculo de amorosos mensajes de adolescentes, y los parterres raídos en los que sobrevivían peluchones de hibiscos que retoñaban heroicamente cada primavera... Pero eso sí, han quedado dos verdiazules cabinas de teléfono en medio de un desierto de losas colocadas con su intervalo de cristal en las juntas, maravilla que dicen ha de procurar una especie de efectos especiales cuando llegue el mes de agosto y el sol levante de esas piedras vaharadas de aire caliente propias del  erg sahariano.
Ha quedado también, (quizás porque de milagro nadie se ha atrevido con él en este primer embate), el ficus gigantesco, el famoso ficus de los tapaculos de nuestra infancia, aunque ascendido a peana de macro-bonsái, en su rinconcito, un tanto trémulo y todavía asustado tras el paso de la tormenta.  Dicen algunas personas dignas de crédito, que en el silencio de las noches invernales parece oírsele respirar un tanto aliviado una vez pasado el vendaval exterminador que se ha llevado por delante a sus compañeros de tantos años.
Atravesando el recoleto arco vecino a la Iglesia de los Jesuitas, se llega a la Plaza de Romea, dónde el paseante tendrá la fortuna de apreciar la belleza incomparable del espacio yermo cuya monotonía rompen dos espantosas columnas triangulares con obligación de luminarias, una vez apartado del centro de la plaza que tantos años ocupara, el grupo escultórico dedicado al Maestro Fernández Caballero, ya recuperada la estatua de la Fama que lo corona y que tanto tiempo estuvo proscrita debido a que con sus morbideces impúdicas podía inducir pecados silenciosos en los buenos Jesuitas que la tenían por vecina. ¡Aquellos tiempos en que los estamentos públicos protegían con tanta eficacia la virtud, incluso la de los religiosos!
Bien es cierto que la estatua, sobre el fondo oscuro de los edificios que tiene detrás, es difícil de apreciar, pero con toda probabilidad, ello es otra finta estética para mantener más viva la atención de los ciudadanos que deberán esforzarse en descubrirla. ¿No habrá alguien con la imaginación suficiente para instalarla en alguna plaza de las que aún quedan sin "modernizar” dándole así una merecida satisfacción póstuma a don José Planes?
Después de este recorrido evocador y nostálgico, uno se pregunta, en su ignorancia de todo lo referente a estética y práctica arquitectónica urbana, si el sufrido ciudadano, que en definitiva es el soporte económico de todas estas obras y el que ha de padecerlas durante años, no debería ser consultado antes de cometer semejantes desaguisados, con todo el respeto que se merece pero que no se le manifiesta más que en época de elecciones. Es ésta, opinión muy extendida entre los ciudadanos de mi barrio con los que he conversado en los últimos días. 
En definitiva son, como diría un docto antepasado mío, 
¡Enigmas humanos!
 

 EL NIVEL FREÁTICO

 


 
Mi primer contacto con el nivel freático tuvo lugar hace ya años, cuando se comenzó a construir el colegio de los PP. Capuchinos. Yo entonces asistía en compañía de un grupo de buenos camaradas, al que habían instalado los barbados padres, al mando del P. Estanislao de Guadasuar, en un piso más bien modesto de la casa de Zapata. Pasado el tiempo, vieron qué aquello podía funcionar, y decidieron construir un colegio en toda regla, comenzando por establecer el necesario pilotaje con rollizos de madera (qué es como sé hacían entonces los cimientos) precisamente por lo del nivel freático, que por lo visto, ya se había dado a conocer. Recuerdo que al salir de clase por las tardes, cruzábamos la Plaza Redonda, sorteábamos la gran acequia que aún estaba al descubierto y nos pasábamos un rato extasiados viendo y oyendo como una imponente máquina clavaba, con secos y rítmicos golpes, cada uno de los muchos troncos de que estaba compuesta aquella cimentación.
Resultaba fascinante ver cómo, mediante un cable de acero, se hacía subir un gran pistón de hierro por largas guías para, acto seguido, dejarlo caer sobre la cabeza del pilote que se hundía unos palmos en el suelo como consecuencia del terrible impacto. Y así, sin descanso, golpe tras golpe se iba completando la cimentación que nosotros inspeccionábamos con toda atención cada tarde, imaginando que aquello era como meter lápices en un vaso lleno de arena. Llega un momento en que ya no caben más y entonces el cimiento está acabado.
Años después, la naturaleza inventó el efecto invernadero como respuesta a la majadería de los hombres. Las cosas empezaron a trastornarse a velocidad de vértigo, y el famoso nivel que tan bien se había portado hasta entonces comenzó una lenta pero firme retirada hacia las profundidades, según dijeron los profesionales que del tema entienden.
Los edificios empezaron a agrietarse y hasta la serena Catedral que permanecía indiferente a todo desde hacía tres siglos se vio afectada en sus partes más íntimas y profundas, manifestando su descontento airadamente con el desmoronamiento de algunos bloques de considerables dimensiones.
-  ¡Habrá que vigilar el nivel freático! - se oía decir en la Gerencia de Urbanismo a algunos sesudos doctores.
- ¡Cuidado con el nivel! que ya no se encuentra con facilidad - murmuraban preocupados los insignes cuidadores de la urbe.
Y entonces surgió, de no sé sabe dónde, como en los mágicos cuentos de nuestra infancia, la chispa, la luminosa idea que permitiría para siempre jamás tener controlado y a la vista el nivel freático de la ciudad.
Bastaría levantar, con silencioso cuidado, una esquinita del tapiz embaldosado de la Plaza de Cetina, para que se mostrara a la vista el famoso y escurridizo nivel. Así todos, doctos y profanos podríamos acercarnos al hueco, y al tiempo que admirábamos en un absorto silencio las últimas obras que han cambiado para siempre la faz de la plaza, enterarnos de la situación de las aguas en nuestro subsuelo.
- Qué buen nivel tenemos hoy - dice don Roberto, boticario jubilado, mientras tantea con su fino bastoncillo de caña de Manila las verdes aguas del estanquecillo en miniatura, llenas de papelajos, envolturas de patatas fritas y cáscaras de pipas.
- No crea, no crea… que ayer estaba casi un dedo más arriba - le contesta doña Paca que ha salido de paseo con su perrilla barrigona, patizamba y con cara de pocos amigos, a la que lleva abrigada con mantita de ganchillo multicolor, para que el animalillo contribuya, con sus apretados cagarros, a la insólita decoración de la plaza.
A partir de ahora, el nivel freático ha dejado de ser una entelequia misteriosa para colocarse al alcance del pueblo llano que respira, después de tantos sobresaltos, aliviado.
¡El dichoso nivel es, por fin, patrimonio de todos!


LA CATEDRAL, LOS EJES Y MONEO
 


Uno nació en Murcia, vecino a la Catedral, que ya estaba cuando eso. Y, cosas que pasan, quizá por lo familiar y próxima, nunca paró mientes en lo importante y meritorio del edificio. La única importancia concedida, de chiquillo, fue la de la altura, cuando subía las interminables rampas de la torre en alborotadas compañías, para seguir el vuelo de las palomas de pica y tramar malvancias inocentes concebidas, entonces, como atrevidas y truculentas, entre toses y aspavientos producidos por los cigarros de matalauva. Hubieron de pasar muchos años, muchos, para que uno saliera, a trompicones, de su ignorancia y llegara a saber que tiene más de 500 años, que son muchos años. Que las dos fachadas anteriores se habían desplomado merced a las insidiosas filtraciones de nuestro otrora agresivo río, siendo sustituidas en 1.736, por la actual de primoroso estilo barroco debida a Jaime Bort Milá, aunque por vía de precaución, a la vista de las circunstancias, se encargó la cimentación al ingeniero Sebastián Ferrignán. Y que la plaza, donde ubicaron diminuta fuente con espantosos floripondios y escudo de la Villa fue, en sus tiempos, diáfano lugar de reunión y accidental mercado...
Hoy día, por fortuna, ya no hay tanta ignorancia en lo referido al santo edificio. Leo en el periódico que el canónigo y director diocesano de Arte Sagrado, micrófono en mano y binoculares en la otra, dirige visitas culturales explicando a nuestros conciudadanos las peculiaridades de la hermosa Catedral, iniciativa llena de mérito que me propongo aprovechar en cuanto la ocasión se presente.
Y al hilo de este tema, quería comentar el agradable asombro que me produjo la visita a la Plaza de Belluga, una vez remodelada. El trazado de los ejes dibujados, en hermoso y sólido mármol por el Sr. Moneo, me trajo a la memoria los que atraviesan la Plaza de San Pedro del Vaticano, en blanco travertino sobre pequeños adoquines negros. En nuestro caso, el punto distribuidor de energías, se configura en anillo salvador de aguas, y no está situado  en el centro geométrico de la plaza, sino desviado hacia la puerta principal del templo, ocupando el lugar de menos cota. Este es el punto donde se reúnen los tres ejes que salen de cada una de las puertas de la fachada, como enviando los sagrados rayos que se gestan en interior del templo en distintas direcciones: uno se dirige hacia los soportales e invade la villa a través de sus vías emblemáticas, Trapería y Platería. El segundo se encamina hacia la calle de Frenería y la otra parte de la ciudad e inmediata huerta. De los otros tres, uno enlaza la Catedral  con el Palacio Arzobispal, como no podía ser menos, y los dos restantes penetran en el Seminario de San Fulgencio (hoy escuela de Arte Dramático) y la antigua cárcel eclesiástica. La Catedral se amarra firmemente, a través de estos hilos invisibles, con toda la ciudad.
Yo he pasado cientos, cuando no miles de veces, por esa plaza a lo largo del medio siglo que en Murcia llevo, y puedo jurar, si jurara, que nunca reparé en esos ejes que el Sr. Moneo vio, y tuvo el acierto de materializar. Y eso me parece genial y digno de quitarse el sombrero, quien lo lleve.
Y yo me lo quito.   


 LAS SESES

 


Mi pueblo, desde tiempo inmemorial, habla un castellano peculiar, huérfano de eses y terminaciones, con una serie de giros y modismos que lo hacen inconfundible. En el pasado se  llamó a este singular lenguaje “Panocho” pero en la actualidad sin ser tal, por lo menos en la ciudad, se habla una extraña mezcolanza de palabros autóctonos mezclados con el castellano, pero rebajado de eses y procurando eliminar todas las terminaciones posibles. Viene a ser un lenguaje sólo inteligible para los naturales del país o aquellos que, venidos de fuera, manifiesten un acendrado interés por entendernos. Esto, no es ni bueno ni malo, forma parte de nuestra cultura, si por ello entendemos el acervo de un pueblo.
Y resulta, por mor de la universalidad de la comunicación, o de la necesidad de homogeneización que los tiempos exigen, que nuestra peculiar forma de expresión no es lo adecuada, moderna y culta que la inevitable homologación con formas más actuales demandan. Así, hemos caído en la penosa situación de tener que “doblarnos al castellano”, es decir: qué para parecer más finos y modernos tenemos que hablar, sobre todo cuando de actos públicos se trata, igual que hablan otras gentes que utilizan un castellano distinto en sus expresiones y pronunciación, no mejor ni peor, pero diferente del nuestro.
Se da la paradójica situación de que nuestros hombres públicos cuando hablan al pueblo que los ha elegido, porque quiere ser representado tal como es, se expresan en un lenguaje “ refinado” que no es el suyo, en la creencia de que ello ha de hacerlos más elegantes y europeos. Tiene, además, perniciosa influencia en personas de criterio un tanto errático, que suelen caer en la grosera trampa y de la noche a la mañana, colocar eses de forma indiscriminada en sus discursos habituales, haciendo que la conversación devenga en una sibilante pelea de serpientes.
Asistimos no pocas veces, con cierta vergüenza ajena, a exposiciones de tan tétrica parla entre gentes que, no sé sabe por qué razón, salen de su casa cada mañana con la obligación de colocar cuatrocientos o quinientos manojos de eses donde puedan. Y tiene esto el lamentable resultado de que su conversación se asemeja a la de seres venidos de otros mundos, cosa que produce el natural asombro en sus interlocutores, que los conocen desde la cuna y no se explican de dónde ni por qué les viene ese inusitado afán de refinamiento, que por otra parte a nadie engaña ni a nada conduce, si no es a rozar peligrosamente el ridículo.
Invito yo, sin afán didáctico y mucho menos moralizante, a que hablemos con la desenvoltura rupestre en la que fuimos amamantados, haciendo honor y defensa del lenguaje en el que hemos crecido y que nos ha servido durante tantos años para entendernos con nuestros iguales y aún superiores, con sus innegables limitaciones pero sin duda también con su gran belleza y originalidad.
Dicho lo cual, que cada uno se exprese como mejor dios le dé a entender y haya paz entre aquellos que hablan con la verdad que pueden.

RICK Y ROCCO

 


A veces en las serenas mañanas de primavera, próximo ya el medio día, salimos de paseo los tres. Nos encaminamos a la cercana rambla, cuyo curso seguimos en un evocador recuerdo de otros ríos y otros mares en lejanas tierras verdes y umbrías, aquí donde la sequedad forma parte de nuestra cultura y donde la lluvia es siempre recibida con el alborozado sentimiento de quién se ve sorprendido por un regalo inesperado.
La vieja rambla salada, con larga tradición de indómita y causante de trágicos acontecimientos en otros tiempos es hoy, merced al pantano de juguete que la mantiene encorsetada, dócil cauce constreñido por el cemento en el que, a veces, discurre un temeroso y como avergonzado hilillo de agua, a todas luces insuficiente para empujar la maleza y los detritus acumulados por la desidia de los hombres.
Suelen ser silenciosos nuestros paseos, apenas interrumpidos por alguna observación sobre el paisaje o cualquier discreta reflexión sobre las cosas o los seres. Son ésos los momentos en que más unidos nos sentimos. Como buenos y viejos camaradas, no necesitamos de largas pláticas para sabernos cercanos. Basta cualquier comentario al azar para reforzar nuestra seguridad de que estamos próximos y nos comprendemos sin grandes explicaciones. El lenguaje, las largas conversaciones se han hecho quizá para la enseñanza y a menudo, por desdicha, para el engaño. La comunicación es otra cosa, aunque la palabra también sea importante en ella.
Algunos días llegamos hasta el pantano, “el recorrido largo” que le llamamos,  y nos damos una vuelta por los jardines abandonados de lo que fuera el poblado que se levantó para vivienda de las gentes que lo construyeron, en la época en que parecían obligadas este tipo de obras, llamadas de interés social. Si encontramos abierto el casi siempre desierto barecillo que hay en la parte más baja, sentados un rato en la puerta, nos tomamos una cerveza con cacahuetes o con una lata de berberechos que se abre para la ocasión, sintiendo sobre las carnes el agradable solecillo que ya empieza a dar muestras amenazantes del tórrido verano que nos viene encima. Resulta apacible el lugar, poblado de viejos pinos, grandes acacias y terebintos, y sedante el ratico de descanso bajo el enorme olivo que hay delante de la tabernilla.
El regreso, por el camino bordeado de limoneros, suele ser más pausado, como luchando contra la querencia de la casa. Aprovechamos la mínima ocasión para detenernos y hacer algún comentario sobre temas banales del mundo que nos rodea y que jugamos a observar con detenimiento: el agrillo florecido que ha cubierto la tierra con un manto verde-amarillo después de las últimas benditas lluvias, los rodrejos que están todavía sin recoger en éste o aquel huerto, los lirios que empiezan a sobresalir por entre las copas de los árboles reclamando una pronta escarda…Nos sentimos, como diría un budista, uno con la naturaleza.
Y ya de vuelta a casa, cansados pero satisfechos con el ejercicio y alegres de espíritu, Rick y Rocco se encaminan, dóciles, a su confortable perrera donde esperaran hasta el próximo paseo que, si hay suerte, puede ser mañana.


EL IMPASIBLE
 


Cuentan las viejas crónicas de los tiempos de las Cruzadas, que allá por el siglo XII hubo un Sultán llamado Zenghi, famoso por su ferocidad en la lucha contra los infieles. Los ejércitos cristianos invadían sus territorios en el intento de rescatar para la cristiandad los lugares en los que había nacido y vivido Jesús el Nazareno. Grande era el valor que el Sultán derrochaba en la batalla, pero grande también era la caballerosidad, condición propia de su alma noble y de su cultivado espíritu amante de la poesía y de la belleza.
Y dicen que en el sitio de Edessa, ciudad en la que se habían refugiado los caballeros francos de la Primera Cruzada y que Zenghi asedió sin piedad durante meses. A los terribles combates, sucedían las caballerosas treguas en las que los enemigos se prodigaban toda suerte de gentilezas. Rivalizaban en ser hospitalarios y corteses con aquellos que quizá mañana destrozarían en el campo de batalla. En una de aquellas treguas el Gran Visir de Zenghi, atento siempre a sorprender y halagar a su señor, le propuso un juego de su invención con el que creía despertar la admiración de los caballeros y que confiaba tendría el aliciente de continuar la competición de una forma incruenta y placentera.
Y el juego consistió en lo siguiente: se colocaron para la cena los contendientes alrededor de una mesa cuyos manteles llegaban hasta el suelo y oculto bajo ellos un o una joven (ese detalle no consta en los anales) con probada habilidad para realizar distintos juegos malabares  utilizando con amplia versatilidad partes diversas de su anatomía. Debía escoger a uno de los comensales, al que dedicaría sus atenciones con toda la intensidad que su buen oficio y probada experiencia le permitieran. El sujeto víctima del azaroso juego, debía permanecer impasible como si nada le estuviera ocurriendo de forma que nadie pudiera adivinar en qué puesto estaba la agradable prenda. En el momento en que se detectara cualquier gesto extraño, tic, rictus doloroso o sonrisa bobalicona, el caballero habría perdido.
La comida transcurrió en paz y armonía sin que en el bando moro ni en el cristiano se apreciara signo alguno de que las tropas emboscadas bajo la mesa estuvieran realizando ningún acto hostil. Las bandejas de exóticos manjares circulaban sin descanso y los comensales hacían los honores con avidez, sin dejar por ello de vigilarse, a la caza del menor signo que pudiera revelar el flanco escogido por las guerrillas para dar su golpe de mano.
Fue en aquel momento cuando pudieron apreciar que en el bando cristiano uno de los caballeros (cuyo nombre la crónica no explícita), iba demudándose mientras los ojos se le retiraban hacia el fondo de las cuencas, como sorbidos por una misteriosa fuerza interior, hasta quedar reducidos a dos puntillos no más grandes que  cabezas de alfiler.
Entonces todos supieron quién era el perdedor.


LAS CALVAS VERGONZANTES (I)
 
        


El tiempo, al que todos estamos sujetos, cae sobre nuestras espaldas en gotas diminutas, cada una de las cuales va acercándonos insensiblemente al final. El hombre, a diferencia de los demás seres que le acompañan en su periplo sobre la tierra, ha tomado conciencia de sí mismo y ante la aterradora idea de la muerte, ha decidido ignorarla, de manera que vive como si fuera eterno. Por ello, a medida que la vida transcurre y los signos de deterioro comienzan evidenciarse, recurre a toda clase de subterfugios (perfectamente inútiles) tendentes a enmascarar sus estragos.
Y puede resultar que entre los numerosos varones, a los que nuestro implacable compañero hace evidentes destrozos en la fronda capilar superior, dando lugar a las aterradoras entradas o a las menos visibles coronillas frailunas, se desarrolle la mañosa habilidad de sacar pelo de donde aún queda, aunque no en exceso, para trasladarlo con la imprescindible ayuda de gomas, lacas y afeites variados, hacia las zonas más desertificadas.
Como el proceso es inevitable y progresivo, lo que comenzó siendo un ligero toque de coquetería acaba convertido en una penosa lucha, perdida de antemano cada mañana, en la que ejércitos pilosos, cada vez más diezmados por la cobarde e injusta deserción, deben cubrir mayores extensiones de terreno yermo. Pretensión que, además inalcanzable, proporciona al sujeto un lamentable aspecto de mentiroso estético al que se le ve el plumero desde todas las ópticas posibles.
Resulta patético encontrar personas de razonable equilibrio que, al recurrir al artificio del emparrado a lo Anasagasti, adquieren un aspecto lastimoso sobre el que los demás tenemos una opinión tajante e inmisericorde, pero que difícilmente nos atrevemos a manifestar por el natural y respetuoso temor de herir a quién ha recurrido a tan mísero sistema de apantallar el paso del tiempo.
Desde mi peculiar óptica de calvo experimentado y, a frontal descubierto, me permitiría aconsejar a mis colegas de despejada frente la adopción de otras medidas mucho más cómodas y honestas cuales son; la discreta boina en cualquiera de sus versiones capada y entera, la gorra a lo capitán de barco o de cabrero andaluz y para espíritus selectos, el audaz sombrero, que a la par de cubrir de las inclemencias invernales, la delicada epidermis devenida huérfana, permite cierta exhibición de señorío y elegancia una vez que se aprende a manejarlo adecuadamente.
Desaconsejo de forma rotunda otros adminículos protésicos como el bisoñé, el peluquín o la peluca a lo Carrillo, de los que la experiencia nos avisa que, aun siendo muy sofisticados, sólo engañan al portador, con grave menoscabo de su credibilidad. Ni siquiera los grandes personajes políticos que recurren a las últimas técnicas japonesas, logran darnos el pego.
¡Calvos del mundo entero! más vale calva lustrosa, bizarramente exhibida, que rastrero disimulo engominado y proclive a dejarnos vendidos al menor soplo de viento!
¡Hagamos frente con orgullo a nuestras calvas que no son producto de ningún accidente afrentoso, sino del honesto discurrir de la vida y testimonios de nuestra permanencia en ella!
Sic transit gloria mundi.

 LAS CALVAS VERGONZANTES (II)

 


El invierno, cada año más corto, según dicen por el efecto invernadero, suele despedirse a menudo en nuestra bonancible tierra, con ásperos vientos racheados que incomodan mucho a la naturaleza y a los hombres. Particularmente desagradables resultan para aquellos buenos ciudadanos que han adoptado como defensa ante el implacable paso del tiempo, que despuebla inmisericorde sus frontales, el emparrado artificioso y engominado que coloca crenchas supervivientes de detrás de las orejas a lo largo de la vasta superficie despoblada.
En esos aciagos días en que el tiempo se muestra despiadado y el aire enfurecido barre la superficie de la tierra, es de ver  como los distinguidos “anasagastis” de turno se refugian en portales cómplices o evitan doblar bruscamente traidoras esquinas en las que puede acechar el cruel golpe que dé al traste con su bien urdida parra. Como mucho, transitan, prietos a los muros de nuestros nobles edificios presentando siempre al viento la parte de la raya orejera de forma que dan lugar a sorprendentes espectáculos, en los que el cuerpo avanza decidido en una dirección y la cabeza otea, a menudo con un rictus desesperado, en la contraria.
Algunos de mis buenos amigos pasan los inviernos sufriendo estas torturas por no haberse atrevido en su momento a afrontar una realidad, por otra parte inevitable y manifiesta. Les recomiendo desde aquí la honesta táctica de calva descubierta que yo practico desde tiempo inmemorial con los buenos resultados que pueden verse.
Eso sí, es inevitable recurrir a algún artilugio protector ya que la sensible piel, diseñada en principio por quién de esas cosas sabe, para ir protegida por su mata de pelo de densidad variable, queda inerme frente a los accidentes atmosféricos cuando ésta se retira sin ninguna consideración. Pero ¡Oh delicia compensatoria! El mundo de los accesorios anti-calvos es inconmensurable; entre los medios peluquines, peluquines, bisoñés, pelucas, injertos, boinas, gorras, pañuelos y prendas de cabeza en general, el sufrido calvo tiene un extenso panorama en el que poder realizar sus fantasías más recónditas.
Me permite mi propia y vasta experiencia, sin embargo, recomendar a mis doctos cofrades despelados que no caigan en el engañoso mundo de las prótesis, pues con frecuencia, redoblan los problemas de los emparrados sin atenuar para nada el síndrome producido por el hecho de sentirse calvo y proveerse, a cambio,  de una gorra o sombrerillo liviano que, a la par que realce y dé prestancia a su figura (en la medida en que ello fuere posible) evite, a la sensible parte, los rigores del clima.
No hay nada comparable a la sensación de seguridad que siente el calvo cubierto cuando ante la mirada ajena es capaz de destocarse con ejemplar valentía mostrándose  tal y como la madre naturaleza autora de todo lo creado, lo mantiene.


FOCO DEL GOROPE



Emprendieron el camino de madrugada. Era invierno riguroso y estaban cerca de Albacete cuando lograron que la calefacción del coche los hiciera entrar en calor. Adormilados todavía, pararon en una venta de carretera para tomar un pésimo café con leche y unos bollos del día antes y salir de estampida otra vez.

Foco, en el asiento de atrás dormitaba arrebujado en su sobada manta de viaje. Jesús conducía con la prudente experiencia que le daban sus muchos años de práctica y Teresa musitaba las interminables avemarías del rosario de cuyo rezo era tan devota. Lo más probable es que en esta excursión se cargara cuatro o cinco,  letanías incluidas, con lo que tendría aseguradas toda clase de indulgencias por si en los dos o tres próximos días el ajetreo de la capital no le permitieran sus rezos. Llevaba una complicada contabilidad de plegarias obligatorias que estos viajes le permitían poner al día. ¡Había que estar preparado para entrar con algún mérito en el ignoto mundo futuro!
Pensaban estar en Madrid a media mañana, dar el pésame a sus primos los marqueses por la pérdida reciente de su madre, a cuyo entierro no habían podido acudir; hacer las compras imprescindibles de aquellas cosas que no se encuentran en provincias y volver al día siguiente.
Viajaban en un cómodo silencio, cuando una peste horrorosa invadió de improviso el coche y las ventanillas cerradas a cal y canto dieron fe de que aquello provenía del interior. Jesús, que fue el primer agredido por ser el de más fino olfato, no pudo por menos que dar un respingo y exclamar:
¡Tere!
La pobre Teresa, medio adormilada por el efecto sedante de sus mantras no se dio cuenta que lo que sucedía hasta que el terrible olor le saltó a la pituitaria de golpe. De inmediato se puso a la defensiva. Estaba claro a qué se refería Jesús.
¡Yo no he sido! ¡Yo no he sido!
Foco guardaba un prudente y sospechoso silencio sin darse por enterado de la situación. A las primeras palabras había levantado la cabeza y miraba al infinito con un ojo cerrado y el otro abierto, como si aquello no fuera con él.
Jesús puso el intermitente, arrimó con toda suerte de precauciones el coche a la cuneta y lo detuvo. Salió tan deprisa como pudo y alejándose a largos trancos, dejó que el aire frío y cortante de la mañana lo aliviara del sobresalto vivido minutos antes. Tere y Foco bajaron a su vez, con expresión de alivio respirando con ansia a pleno pulmón. Aquello había sido muy gordo.
El accidente se repitió dos veces más antes de llegar a destino y las sospechas apuntaban, cada vez de forma más directa al silencioso Foco que los miraba como ausente en cada ocasión que se veían obligados a hacer a toda prisa la parada de oxigenación.
Jesús callaba con las manos apretadas en el volante y las mandíbulas encajadas, pero se prometió con toda firmeza que en llegando a Madrid iría a la tienda dónde había comprado a Foco del Gorope y le devolvería al dueño, sin excusa ni pretexto, aquel perro traidor y pedorrero.

¡A LAS BARRICADAS! 
 



Escribía Giovanni Guareschi allá por los años 50 una serie de divertidas historias sobre los habitantes de un pueblecito de la llanura del Po. Aquellas gentes, después de haber sufrido la II Guerra Mundial y otra serie de contiendas intestinas, se habían escindido en dos bloques (azules y rojos, más o menos), enemigos irreconciliables, y cuyas diferencias anteponían a cualquier manifestación de la vida pública. Esto ocasionaba no pocos inconvenientes en el desarrollo de las tareas del gobierno local, entorpecidas por los rencores acumulados a lo largo de las permanentes escaramuzas.
Aquellas entrañables historias de unos personajes inolvidables, como el alcalde comunista de manos como palas y el enorme cura peleón y bondadoso, me han vuelto a la memoria al seguir los acontecimientos que vienen sucediendo en el juego de la política local en algunos pueblecitos qué, como en los cuentos de Guareschi, están situados también a orillas del río que les da vida y entidad. En algunos de ellos (no por fortuna en el que vivo), todavía la democracia se entiende y acepta como “el gobierno de los míos”. Y cuando por azares de la política, las cosas cambian y pasan a gobernar “los otros”, si las urnas así lo deciden, la reacción inmediata es atrincherarse e impedir que nadie se mueva de sus posiciones.
Pero ¡ay! la guerra de trincheras tiene un lado perverso; el enemigo ha sido inmovilizado, pero el que lo ha cercado cae en su propia trampa al tener que estar en continua vigilancia, y  llegamos a la paradójica situación de que el sitiador se estrangula a sí mismo a la vez que al contrario, y lo que es peor, al pueblo que espera con todo el derecho del mundo que  le den soluciones racionales y no viscerales.
Dicen los entendidos, cuando alguna de estas situaciones disparatadas se produce, que en ello estriba la grandeza de la democracia. Pero el contribuyente que aquí opina no lo tiene tan claro. Cree, por el contrario que los buenos políticos, sean del signo que fueren (todos tenemos derecho a vestir el color que queramos dentro del marco estatutario), han de distinguirse por su talante negociador hacia el único objetivo que deben contemplar: el beneficio del pueblo que los ha elegido. Los malos (políticos) son los encerrilados en posiciones fanáticas, con frecuencia por enemistades que han convertido en personales, dejando de lado el beneficio general, si no coincide con las directrices de su partido, que suelen ser  desmantelar al partido adversario, cueste lo que cueste.
Esto sí me parece una importante servidumbre de la democracia (gobierno del pueblo para el pueblo) pero también me parece la auténtica grandeza que a su debido tiempo, podamos con nuestro voto y tomada buena cuenta de todas estas guerras de guerrillas estériles y perjudiciales para todos, poner a cada uno en su sitio y separar el grano de la paja, que tanto abunda en nuestros días.
Con que ¡amanecerá Dios y medraremos!, que decía el clásico.
        


HISTORIAS DE VENTORRILLO

 


Mi amigo Pepito es hombre menudo y cenceño, avellanado y fibroso como las gentes de la Mancha curtidas por los fríos, aunque haya nacido y vivido toda su vida al amparo cálido de nuestras amables tierras. Miembro de una numerosa familia dedicada a los ventorrillos o tabernas, que así se llamaron durante muchos años y que han llegado, en su larga y penosa extinción, hasta nuestros días, es uno de los pocos de la saga que aún permanece en el negocio, aunque devenido por mor de las exigencias modernas y de su propia inquietud empresarial, en afamado restaurador como se llaman ahora a los dueños de las casas de comidas. En el negocio lleva años entrenando a su primogénito que ha de sucederle, perpetuando así la historia de la familia.
La larga práctica en el oficio de Pepito, su natural avisado y observador y su espléndida memoria, lo hacen compañero inestimable de sobremesas cuando su paciencia, que no es excesiva, se lo permite. A veces, tiene la amabilidad de compartir con quién esto escribe agradables charlas en las que salen a relucir personajes que parecen sacados de las novelas ejemplares. Personajes tabernarios, de profunda cultura popular, cuyos dichos y gracejos aún repiten, cuando la ocasión lo requiere, los viejos del lugar.
Visitaba uno de esos personajes, el tío Pedro “El pitraque”,  el ventorrillo de la Antonia “La manchá” con la asiduidad que le permitía  su situación de jubilado por ceguera, circunstancia que no sólo no le impedía sino que le propiciaba la ingestión de hasta treinta  y cuarenta vasos de vino diarios, que embaulaba sin mayor dificultad y digería como si hubiera hecho unas simples gárgaras.
Conviene llegados a este punto, hacer una matización: en la época que tratamos, en los ventorrillos se expedían una limitada serie de productos, a saber: vasos de vino de a real (vaso de culo gordo, medio) y de a dos reales (vaso de culo gordo, lleno), regüertos carreteros (sabia mezcla de anís dulce y vino viejo) y vino a granel previa aportación de la correspondiente botella, bota o garrafa de arroba  o de media arroba. Cerveza y café, productos de lujo, habrían de tardar todavía años en incorporarse a la lista.
Pues bien, el tío Pedro pedía los vasos de los de a dos reales (es decir, colmados) pero la astuta tabernera, aprovechando la triste condición del invidente, se los ponía de ordinario, algo más que mediados. Sospechó el ciego la trapacería que se iba convirtiendo en habitual y un día se presentó en el ventorrillo acompañado de un sobrino bien aleccionado para que le hiciera disimulada seña bajo la mesa cada vez que el vaso no se le llenara como era de justicia.
Cumpliólo así el rapaz en el primer servicio y el ciego, advertido y sin tentar siquiera el vaso, se quejó amargamente a la desalmada de su poca conciencia. Asombróse ésta de las facultades del “Tío pitraque”, ignoradas hasta entonces y él le apostilló con sorna:
-       ¡Tía Antonia, es que tienes unas cosas que hacen ver a los ciegos!
Así quedó la estafadora, pasmada, corrida y escarmentada. El socarrón ciego y los pocos que en la historia estaban, vengados y satisfechos.
Y uno no sabe si será verdad o mentira, pero tal como me lo contaron lo cuento.


LA MATANZA
 


Este año, como todos los últimos, he tenido la fortuna de ser invitado a una matanza casera, por Pepito el Carlos, uno de los buenos amigos que en el  pueblo tengo y que las celebra tradicionalmente. Es, además de buen restaurador, excelente matachín y adobador de embutidos, oficio que le viene de su ya lejana juventud, cuando no había tanto control sanitario y sí un poco más de hambre. En aquellos tiempos, junto con su padre y uno de sus hermanos, Paco, formaban una experta cuadrilla que no daba abasto a los cochinos del pueblo.
La matanza se hace en un cuartico del campo un tanto apartado de miradas indiscretas y a hora temprana. Se enciende un buen fuego de leña de limonero o de olivera que ayuda a templar los cuerpos por fuera mientras por dentro se les calienta con tragos de “regüerto”, mezcla de vino viejo y anís dulce, capaz de matar al más recalcitrante “gusanillo” y a su padre (sí lo hubiere), o con algún “tegüi”, producto este de tiempos más actuales. El cochino, que sin perdón así se llama, permanece en un rincón vecino, amarrado por una pata observando los preparativos con mirada torva y desconfiada, hasta qué llegado el momento se trinca con el morral y se sube a fuerza de brazos a la mesa, donde lo sujetan los asistentes de más valentía. Él pugna desesperado por desasirse, angustiado quizá por el futuro trágico que presiente inmediato. Con ademán rápido y certero, fruto de su magistral práctica, Pepe le asesta la cuchillada mortal buscándole el guajerro y la pobre bestia “da la sangre” a borbotones densos y humeantes entre espeluznantes aullidos. María acude presta a removerla para que no cuaje, que ha de aprovecharse hasta la última gota para que bien mezclada con cebolla cocida, de lugar a la excelente morcilla de corazón piñonero.
Después de chumarrado y afeitado y una vez cercenada a ras la cabeza, se le coloca de bruces sobre la mesa para abrirlo por el lomo como es costumbre por esta zona. Una vez extraído el espinazo que dará las ricas costillejas, compañía inmejorable de exquisitos arroces aparecen, además de las magras, las dos hojas de blanco tocino, parte de las cuales serán para seco y parte para incorporarlo a blancos y morcones. Todo, ha de aprovecharse, y todo es de primera calidad. Ya lo dice el saber popular: “Del chino me gustan hasta los andares”.
Una vez troceado y mientras se va picando la carne, es momento de relajarse y echar los primeros pellejos y tajadas de lomo y tocino a la lumbre, que para entonces es ya brasa rojiza y ansiosa de ser útil. No hay manjar comparable a una buena loncha de tocino asada, comida sobre una rebanada de pan casero, que se va cortando a pedazos con la imprescindible navaja, adminículo en vías de extinción pero que necesariamente hay que rescatar para estas ocasiones. Ni que decir tiene que, de tanto en tanto, cuando la garganta se encuentra con dificultades de deglución, se la auxilia con uno o varios tragos del generoso y espeso vino de la tierra, que vuelve a poner las cosas en su sitio, y llena el corazón de buenos deseos. 
Incomparable festejo y óptima introducción a las fiestas navideñas el que constituye una matanza campesina de las de mi pueblo, rodeado de buenos amigos, en un frío día de invierno, cercana ya la Pascua. ¡Ojalá Pepito tenga el humor de seguir matando durante muchos años y el buen gusto de seguir invitándome!

LA INTOLERANCIA RELIGIOSA
 


Hace unos días, fui convocado a un acontecimiento familiar de esos que acaban en misa. Acudí con la sana intención de encontrar a algunos miembros de mi familia, pero dado que no soy creyente, permanecí en el exterior de la antigua iglesia en la que se celebraba la ceremonia con algunos de los asistentes que no sé sí, por la misma razón que yo o por otras diferentes, tampoco entraron. A pie firme, en la fría tarde otoñal, pasamos un agradable rato de charla recordando otros tiempos y otras vivencias, lo que ocurre cuando nos vemos, muy de tarde en tarde.
Pues bien, acabado el acto y arracimados a la puerta de la iglesia entre saludos y despedidas, el cura oficiante – que se dice amigo de algunos de los míos- salió en mi busca para increparme en tono admonitorio, preguntándome cuándo dejaría de ser tan cerril y comenzaría a participar de los dones que en aquella u otras ceremonias parecidas se impartían. La conversación, a la que me presté por no mostrarme en público igual de irrespetuoso y grosero que él y mandarlo a hacer puñetas (que era lo que el cuerpo me pedía) transcurrió, a partir de ese momento, por cauces de bromas hasta que pude librarme de la pegajosa insistencia del poco avisado y contumaz consejero gratuito e indeseado.
Y por encima de lo anecdótico e irrelevante que el hecho en sí tiene, la situación me lleva a hacer una ligera reflexión sobre la terrible arrogancia de los que creyéndose en posesión de la verdad –cualquiera que ésta sea- no cejan en su plúmbeo empeño de que los demás la sigan, empleando para ello todos los métodos a su alcance y arrollando de forma inmisericorde las ideas de los otros. Si ello se hace desde posiciones de cierta fuerza o de una aceptación social suficiente, me parece todavía de mayor gravedad. ¿Será necesario que muchos digamos lo mismo para que sea cierto, como en la canción de los monos de Kipling? ¿No es posible en los tiempos que corren, que aprendamos a respetar las ideas ajenas? ¿Es más adecuado y respetable participar en actos en los que uno se siente ajeno para no desentonar?
Tiemblo al pensar que de darse otras circunstancias, hubieran arremetido contra mí al grito de “Deus le volt” haciéndome abrazar la creencia única y verdadera (verdadera naturalmente, dependiendo del lugar geográfico en que me encontrara), a base de contundentes argumentos que podrían incluir los grilletes o la hoguera purificadora.
Me descorazona ver que en algunos sectores –quiero creer que pocos- seguimos anclados en los tiempos del sayal y la cruz de penitente como forma exclusiva de vida.
Puede que resulte curioso pero nunca se me ha ocurrido combatir ésta ni ninguna otra creencia y mucho menos convencer a nadie de la mía, si la tuviera. Es más, ni siquiera estoy seguro de estar en lo cierto, y mucho menos de que los demás estén equivocados. Solo reclamo el derecho a creer y actuar con arreglo a mi criterio, cualquiera que éste sea.
Con que… aquí paz y después gloria para todos y que cada perrico se lama su … ¡Y no digo más, señor cura!


LAS KKS DE LOS KNES
 


Resido cerca de una ciudad atormentada por los muchos desastres con que el hombre se regala cuando decide vivir en montonera. Uno de los inconvenientes que tiene la forma de vida en vertical es el de alejarnos sin remedio de lo que debió ser nuestro entorno natural y por ende de los animales, nuestros semejantes, con los que aún mantenemos un cierto afán ancestral de vivir en armonía y proximidad. Esto da lugar a que hayamos trasladado también a algunos de ellos a nuestras ciudades, alterando sus hábitos y aproximándolos a los nuestros, un tanto artificiales.
Y así, nos encontramos con hermosos felinos de la familia gato, que obligamos a permanecer en pisos con suelo encerado donde resbalan sus acolchados palpos. Tomamos grandes “pesambres” cuando haciendo uso del maravilloso instinto de que les dotó la naturaleza para la preservación de la especie, desaparecen durante varios días, en expediciones de conquista, aprovechando que alguien se dejó abierta la puerta del lavadero y vuelven, derrengados, arañados y flacos, pero triunfadores y habiendo dejado en el mundo algunos genes colocados dónde mejor pueden hacer su trabajo. Me da grima pensar que tales conductas acaben siendo motivo de castración, del arrancamiento de uñas o del limado de dientes, maravillosas técnicas que han dado lugar a la proliferación de clínicas especializadas al frente de las cuales se encuentran excelentes profesionales.
Lo de los perros es, si cabe, más patético en la mayoría de los casos. Razas creadas o inducidas por el hombre para resistir los fríos polares son obligadas, por conjuro inexcusable de la moda, a vivir en climas como el de Murcia que en verano se asemeja al del Kalahari. Hermosos Montaña del Pirineo con una capa como la de los osos polares, pasean en los meses estivales arrastrando a sus dueños (que suelen ser, por contra, bajitos), con la lengua rozando los adoquines en sus paseos “higiénicos”. Porque eso sí, los perros, además de comer (piensos compuestos en la mayoría de los casos, que dicen es lo más sano y recomendable), descomen en una proporción parecida y en algunos casos hasta diríase que superior.
Los hombres hemos elaborado cómodos y modernos sistemas de regular nuestras entrañas que nos permiten hacerlo con discreción y asepsia en lo alto de los edificios, pero a nuestros compañeros de cautividad no hemos sabido inventarles algo parecido, y cuando se ven obligados, inevitablemente, a dejar sitio a la próxima comida, no se nos ocurre otra cosa que sacarlos a las calles de la ciudad y dejar que se alivien “in continenti” dónde mejor les parezca, y suele ser allí donde sin duda pisará algún ciudadano despistado o corto de vista,  llevándose adherida a los lustrados zapatos gran parte del pegajoso producto que hará las delicias de su señora cuando tenga que desprenderlo de sus cuidadas alfombras persas.
Nadie ha de extrañarse si digo que las calles de esta villa, en especial algunas, así como gran parte de los escasos parterres raquíticos de que dispone, son una permanente exposición de cagadas de KNES de todos tipos y tamaños, que el sufrido ciudadano  debe ir sorteando con habilidad de funámbulo si no quiere quedar pegado a las baldosas. He visto en otras ciudades, casi siempre más al norte, que las personas poseedoras de fieles amigos de cuatro patas, salen de paseo con ellos,  provistos de bolsas de plástico en las que recogen con mimo los productos de desecho de sus paseandos.
En Murcia, hasta la fecha, nunca he presenciado nada parecido.

LAS CAMPANAS
 



Hace poco tuve la venturosa ocasión de leer, en un suelto de periódico, un ocurrente artículo que hacía referencia a las molestias que al autor causaban las atronadoras voces que a extemporáneas horas dejaban oír las campanas de la iglesia de San Bartolomé. Describía, además, con evidente buen humor las interrupciones que los estridentes sones ocasionaban en el normal desarrollo de sus relaciones íntimas.
Y venía  el caso a colación de una noticia aparecida en la prensa que relataba la condena de nueve meses de cárcel de sentencia suspendida y pago de una sustanciosa multa recaídas sobre el sacerdote de una localidad de Sicilia que con el menudeado son de las campanas arciprestales impedía llevar a buen término las lícitas relaciones matrimoniales de algunos vecinos de la localidad que lo habían denunciado por ello.
Dado que alteraciones como las comentadas pueden ser motivo de fatales e irreparables fracasos en tan delicadas porfías, no pudo por menos que impresionarme lo justificado de la queja del sagaz articulista, así como hacerme reflexionar sobre lo inerme que el modesto ciudadano poco proclive a la escucha de esos mensajes estridentes y un poco fuera de tiempo, se encuentra.
Y recordando, además, experiencias parecidas, aunque en otro tiempo y lugar, es por lo que me he decidido a relatarlas por sí de ellas pudieran extraerse algunas consecuencias que resulten de utilidad al sufrido escritor del mencionado artículo o a cualquiera otro de nuestros conciudadanos, víctimas inocentes y pasivas de semejantes agresiones sonoras en la intimidad de sus dormitorios.
Pues señor, es el caso que hace años, solía yo disfrutar del solaz que me proporcionaba una casita playera en la costa catalana por mor de la generosidad de unos familiares. El lugar era paradisiaco y tranquilo, la vivienda acogedora y cálida, la soledad que me permitían sus dueños altamente beneficiosa para mi espíritu fatigado, prendas todas ellas capaces de hacer aquel retiro amable y lleno de ventajas inolvidables. Sin embargo ¡ay! tenía un pero, y ese pero era ni más ni menos que el de estar vecina, pared por medio de la iglesia del lugar, cosa que no hubiera tenido mayor importancia de no ser porque el regente de la misma (al que nunca tuve la ventura de conocer), llevaba su celo apostólico al extremo de convocar mediante el horrísono son de las campanas de la torre a la posible feligresía, todas las tardes a las seis en punto.
Considere el paciente lector qué puede ser, en medio de una bonancible siesta veraniega, después de un amable día de playa, con su colofón de paella marisquera y lujuriosa y, a veces, excelente compañía femenina de baño, ducha y catre, el aterrado despertar a los sones de un martilleante sonido semejante a las trompetas del Juicio Final; la digestión arruinada, el laborioso arrumaco a cuerpo descubierto y aún impregnado de sales, totalmente inoperante; el futuro, en fin, desecho.
Desesperado, después de los dos o tres sobresaltos primeros y desechadas medidas drásticas que incluían la quema ritual, el asesinato sangriento o las refinadas torturas malayas que revivieron en mi memoria desde los ancestrales tiempos de las “Hazañas Bélicas”, encontré por fin una manera de manifestar de forma civilizada aunque contundente mi radical protesta al ruidoso mosén, y fue la siguiente.
Había en la casa una hermosa caracola como las que de pequeño conociera yo en mi tierra y que servían para avisar de las riadas u otros acontecimientos catastróficos y en general para pedir ayuda entre los habitantes de la huerta. Pues bien, con paciencia, una lima de uñas y mí escasa traza para los trabajos manuales, logré hacerle una embocadura por la que podía, colocando los labios a modo de los cornetas del ejército, sacar de aquel artefacto unos sonidos de potencia suficiente como para despertar la curiosidad, cuando no el enojo del personal, a unas cuantas leguas a la redonda. Y todas las tardes, cuando a las seis en punto las campanas me sacaban de mi agradable situación, embocaba la caracola y desde el patio lindero con la iglesia, lanzaba hacia ella los sones más potentes y lastimeros que mi capacidad torácica permitía.
El resultado, a decir verdad, fue más que mediano, ya que en los días que mi estancia se prolongó en aquella casa, no pude notar disminución apreciable ni en la frecuencia ni en la intensidad de los sones de las campanas arciprestales, pero sí he de decir que mí equilibrio psíquico (que es de lo que se trata) quedó notablemente restablecido, hasta el punto que el comentario del periódico me ha hecho recordar el evento con placer, cosa que revela sin duda, la elaboración del trauma en una forma adecuada.
Y ello es todo: brindo la solución de forma altruista a los sufridos ejercitantes amorosos frustrados por el campaneo, y les sugiero, por si acaso, otra alternativa también ejercitada con cierto éxito; la de trasladarse a vivir al campo, a prudente distancia de los generadores de ruidos de cualquier orden o condición.


 MONET

 


Salía del aulario entre el bullicio de mis condiscípulos, andando a paso vivo hacia el coche que había dejado aparcado en la parte alta del campus, cuando reparé en dos señores que iban delante de mí llevando sendas abultadas carteras con aire de sesudos profesores, entretenidos en amena charla. La proximidad a que les seguía entre la multitud estudiantil y mí natural curiosidad hacia todo lo que no me importa me hizo aguzar la oreja y seguir su diálogo, cosa por otro lado nada difícil.
- El pobre está fastidiado, le han diagnosticado una dolicocefália in extremis y tiene dificultades para poder sujetar los pinceles con las  manos.
- ¡Qué putada para el pobre Monet, con las cosas tan hermosas que ha estado pintando todos estos años!
Me di cuenta que se referían a Claude Monet. También noté en aquel momento que hablaban un francés suave y educado. El corazón me dio un vuelco. ¿Monet? ¡No podía ser! Monet había sido un pintor de finales del siglo pasado, compañero de Renoir, Cézane, Pissarro, Toulouse Lautrec y otros impresionistas algunos de cuyos cuadros había visto en el Museo del Jeu de Paume, en París hacía ya tanto tiempo que ni me acordaba.
Mi curiosidad pudo con mí cortesía, los alcancé e interpelé al primero que había hablado, que por cierto iba en mangas de camisa, cosa que me resultó un tanto extraña sobre todo estando próximas las vacaciones de Navidad y haciendo un frío que cortaba el aliento.
- Perdónenme pero he escuchado sin querer su conversación. ¿Es verdad que Claude está enfermo? Yo creía que había muerto en 1926. ¡No me extraña que, después de tantos años, esté un poco delicado!
Ambos se giraron hacia mí con gesto de extrañeza y perplejidad, pero enseguida comprendieron que, a pesar de mi indiscreción, mi interés era genuino y que yo era uno más de la pandilla.
- No es lo que se dice una enfermedad, señor, es que le han salido unas protuberancias craneales conocidas como síndrome de las Malvinas, parecidas a las que afectaron en su día al hombre elefante, cuya película habrá visto. Por cierto, tenga cuidado con ese fusil que lleva en bandolera y sobre todo con la bayoneta, no le vaya a sacar un ojo a alguien.
Lo cierto es que el Mausser me resultaba un engorro para ir a clase, pero le había tomado cariño desde que en la mili, disparando con él, había hecho un blanco perfecto seguramente por casualidad. Ese único blanco resultó muy importante para mí, fue capaz de reconciliarme conmigo mismo, pues siempre me tuve por un patoso  irrecuperable. También lo de llevar de continuo calada la bayoneta tenía sus inconvenientes sin bayoneta, el fusil parecía mucho menos fusil, como un perro sin dientes, vamos. Perdía todo su imponente aspecto.
No pude por menos que agradecer a aquellos  corteses caballeros, que por cierto nunca supe que hacían por la facultad, tanto las noticias sobre la salud del pobre Monet, que desde luego había muerto en 1926, como sus recomendaciones sobre mí fusil con bayoneta. Los franceses bien educados, que tampoco abundan tanto, son muy agradables de tratar.
Entonces me di la vuelta. El inútil despertador marcaba las nueve y media de la mañana y el sol entraba con fuerza a través de los cristales de la ventana. Salí de mi sueño lentamente, con la agradable sensación de haber tenido una curiosa experiencia.

EL BONSAI
 

Me lo trajeron del mismo Japón unos parientes. Era un “Ficus repens” de unos veinticinco centímetros de altura, peana incluida, y una edad estimada de cuarenta años. Un regalo delicado y propio de gentes sensibles, que además poseía un cierto glamour, porque la cría de árboles enanificados estaba tan de moda que hasta el Presidente del Gobierno se dedicaba a ella en los ratos que le dejaban libres los follones de las corrupciones y del Gal. Quizá habían asociado el hecho de que viviera en el campo, con la conveniencia de hacerme aquel obsequio, muy propio para amantes de la naturaleza.
El arbolillo era una maravilla, aunque resultaba difícil apreciar si estaba vivo porque no le faltaba un detalle para ser de plástico. El tronco estaba limpio y hábilmente deformado: gordo por la parte del nebari (pella de raíces que quedan a la vista) y fino por arriba donde empezaban a salir las escuálidas  y retorcidas ramas que sostenían unas hojas diminutas pero bien aceitadas y brillantes. Campeaba sobre una fuentecilla de hermosa porcelana y compartía un puñado de tierra más pequeño que el que cabe en la mano de un niño desnutrido, con un peluchón de muérdago a modo de sotobosque imaginario.
Que entre un bonsái en casa no es ninguna broma. Es como si te dejan un recién nacido en el portal y decides quedártelo. A partir de ese momento adquieres más compromisos que si hubieras sacado a un chino del agua. Un bonsái necesita tantos cuidados diarios como una “prima donna”. Hay que mini regarlo, mini podarle las ramas en estado mortecino, alambrarle las ramas en su momento para que parezca que algún terrible huracán lo ha sacudido dejándolo vencido y contrahecho, recortarle las raíces para que se mantenga siempre en estado larvario, proporcionarle los complementos vitamínicos adecuados a la estación del año y a la temperatura reinante, etc, etc.
Me apunté de inmediato a un curso de bonsáis por correspondencia, pidiendo de golpe las cuarenta lecciones de que constaba y dando orden al banco de  que pagara sin rechistar la desproporcionada suma que me solicitaron. Todo lo daba por bien empleado con tal de que aquel ser diminuto que había irrumpido en mi vida de forma tan sorpresiva, encontrara el afecto y los cuidados que sin duda merecía.
Le busqué, de acuerdo con lo especificado en la lección 12 un lugar de residencia ni demasiado seco ni demasiado húmedo, al abrigo de traidoras corrientes de aire y donde la temperatura no fuera glacial en invierno ni tórrida en verano. Al otro lado del patio, en el anchuroso taller que alberga toda una serie de herramientas y utensilios, la mayoría de ellos sin más utilidad que la de ocupar un lugar en el espacio, había una estantería arrinconada que fue su lugar de asiento definitivo.
Allí transcurrieron los primeros seis meses, lográndose aclimatar a la perfección y sin que le quedaran mayores secuelas del desarraigo sufrido desde su Japón natal. Todo funcionaba bien hasta que una noche, desperté sobresaltado. Mi ventana da al patio y de allí venían los extraños ruidos que me habían desvelado.
Me levanté, lleno de extrañeza porque los perros, atentos siempre al menor acontecimiento inusual, permanecían en un indiferente silencio. Me eché un abrigo por encima y salí al exterior. Y entonces, a la luz del amanecer quedé atónito viendo como las ramas del ficus salían por las ventanas del taller, llenaban toda la puerta y ya estaban, en un crecimiento continuado, pugnando por levantar las tejas árabes y reptando por entre las viejas colañas que sostenían el tejado, con un ruido sordo de serpientes, amenazando con llenar toda la casa en su crecimiento monstruoso.
Desperté bañado en un sudor frío y con la boca seca. Salí corriendo al patio en cueros vivos, como estaba, y allí sobre su repisa, inmóvil como la momia del Faraón estaba el bonsái, inalterable como siempre.
Por fortuna o por desdicha, soy hombre de resoluciones drásticas. Me embutí los pantalones de pana y una camisola, requerí la azada mediana y me dirigí a la zona del huerto que mi subconsciente tenía elegida desde mucho tiempo antes. De dos golpes hice el hoyo suficiente y deposité con todo mimo al arbolillo dentro de él. Tiré lejos de mí la inútil fuentecilla de porcelana, apelotoné la tierra húmeda alrededor del tronco, incluyendo el puñetero nebari y me dirigí de nuevo hacia la casa, aliviado, como el que acaba de pagar una deuda.

LA SIERPE
 



Tetuán es una hermosa ciudad con  espléndida Medina a la que se llega tras cruzar una amplia plaza siempre llena de una multitud de gente abigarrada y variopinta, gentes que pasean, vendedores de las cosas más extrañas del mundo o turistas accidentales. En las terrazas de los cafés languidecen exquisitos tés con menta y  vasos de refrescos calentitos mientras los ocupantes de las mesas observan a los transeúntes con indiferencia, fruto del largo entrenamiento, al que dedican gran parte de sus días. El visitante tiene la inevitable sensación de que nadie, nunca, tiene nada que hacer; y si hay algo urgente, puede esperar hasta el día siguiente o al otro, o in aeternum. Inch’ Alá
La Medina, como todas, es un dédalo de callejuelas trazadas al azar en cuyas vueltas y revueltas se pierde el extranjero, deslumbrado y absorto en los juegos de sombras, los colores y los extraños y variados olores que lo asaltan en cada esquina. Las tiendas son menudos habitáculos abarrotados de objetos de artesanía multicolor que parecen dormir el sueño de los siglos en su cómodo colchón de polvo eterno. Se abren una al lado de la otra, en portales diminutos que no sé sabe sí continúan hacia algún sitio, y los vendedores, sentados a la puerta, contemplan con aire indiferente el paso del torbellino humano que desfila ante ellos, espantando las moscas con un hisopillo de esparto, a la espera del comprador con el que establecerán un deportivo duelo de regateo que es con frecuencia, el objetivo principal de la transacción.
Nos habían hablado de la existencia de un centro de artesanía, donde se exhibían gran cantidad de artículos que las mañosas gentes de la zona realizan. Entre otros, instrumentos musicales tradicionales de Berberia. Y mi amigo Tono, compañero de viaje, músico de pro, además de persona de amena conversación, risa cantarina y estertórea y otra serie de encantos varios que me son menos conocidos, llevaba la sana intención de hacerse con un laúd bereber, dado que es un más que mediano coleccionista de instrumentos musicales. Con ese propósito, después de atravesar el mercado de carnes y verduras y deleitarnos con los exquisitos y variados olores que de los puestecillos se desprenden, luego de haber intentado sortear sin éxito los riachuelos de aguas sanguinolentas que discurren por los pasillos y en los que las gentes chapalean con toda naturalidad, llegamos al centro de artesanía llamado Centro Hassan II. En Marruecos, todos los centros oficiales se llaman así, y la fotografía del Rey, sólo o acompañado por alguno de sus hijos campea por doquier, es un país que, por lo visto, venera a su majestad. Llegados al Centro, tuvimos la suerte de encontrar, tras una búsqueda azarosa ante la que los vendedores permanecían indiferentes, una pieza única, un precioso laúd de primorosa artesanía  decorado con incrustaciones de marfil en toda la hermosa panza, al estilo de las mandolinas napolitanas. Tañólo el artista y quedó prendado de su dulce sonido, bizqueó cuando le dijeron el precio, más que prudente y cerró el trato de inmediato, feliz de haber dado con aquel precioso ejemplar, que el artesano montañés había tardado dos años en hacer.
Estaba el radiante comprador aun describiendo las excelencias del instrumento cuando me sentí atraído por una misteriosa cajita finamente tallada en madera de cedro que reposaba en uno de los anaqueles. Llevado de la insaciable curiosidad que siempre me ha acompañado, la cogí y levanté la tapa. Entonces di un espantoso aullido y salté hacia atrás arrastrando a mí amigo y a su maravilloso instrumento. Una repugnante serpiente de piel negra con pintas rojas había salido como un rayo de la caja y me había picado con saña en el dedo. Caímos en confuso revoltillo nosotros, la caja, la sierpe y mis ochenta kilos largos, que le tocaron casi íntegros al inocente laúd. Como era lógico se hizo polvo, las cuerdas saltaron cada una por su lado con un desgarrador gemido, casi humano y las finas tablas se desparramaron por el suelo en informe montón. Aquello que un momento antes era una obra de arte, se había convertido en un manojo astillas buenas sólo para encender el fuego.
El desconsuelo de Tono no tuvo límites y mi vergüenza y pesar tampoco, sobre todo cuando comprobamos que la espantable sierpe que dormía en la caja, no era más que un trozo de madera pintada, eso sí con mucho arte, que brotaba mediante un resorte, cada vez que un curioso entremetido abría la tapa.


EL PERRO MAMETO 

 


Tengo un amigo, afamado criador de selectas cabras murcianas. Las cabras se suelen criar para obtención de leche, de carne o de ambas cosas. Es ganado montuno, difícil de tratar y que no puede estar siempre estabulado, necesita salir del aprisco de vez en cuando aunque no sea más que para andar y limpiarse las pezuñas, las cabras hay que andarlas, dicen los que entienden.
Para el pastoreo el hombre se ha servido desde la noche de los tiempos del perro, eficiente auxiliar que, corre como un gamo, obedece como una novia reciente, es agradecido con la más pequeña piltrafa de comida que se le arroje y tiene la ventaja añadida de no cotizar a la Seguridad Social.
Mi amigo tiene un perro ovejero de pelo hirsuto y entreverado de grises, mirada inteligente y ademán rápido como todos los pastores. No sé si es lo que llaman un “gos d’atura” pero se le parece bastante. Me contaba sus excelencias:
-  Es más listo que el hambre. Llevo arrimao a ciento cincuenta cabras. Pues se las suelto por el monte este de aquí al lado y el perro no les quita ojo de encima. Cuando veo que se esturrean una miaja, le sirvo. ¡Amigo! (el perro de mi amigo se llama “Amigo”). ¡Tráelas! En cuanto se lo zumbo, sale flechao, les da la vuelta y me las trae en un santiamén. Hace el trabajo de dos hombres.
-  ¿Y qué pienso le das? - Pregunto yo que también tengo perros y siempre estoy a vueltas con lo equilibrado de los piensos y la conveniencia de cambiar a uno u otro según la época del año y el estado de los animales.
-  ¿…Pienso?, ninguno. No lo quiere. No come más que sopas de leche.
-  Pues sí que es señorito el animal.
-  No, ¡qué va!, es que no puede comer otra cosa.
Y entonces me explica que el perro, ahora tan dócil, cuya mirada bondadosa y azul sigue nuestra conversación desde el rincón en el que permanece sentado sin perderse una sílaba, tuvo una juventud en extremo bullanguera y movediza. Y que en sus inicios como perro de pastor dio en morder a las cabras dejando algunas con los zancarrones y las tetas hechos una pena. Ello determinó que mi amigo lo llevara a su veterinario de cabecera, el cual procedió a limarle con toda minuciosidad los dientes reduciéndolo a la triste situación de comedor de sopas de por vida, en beneficio de las generosas ubres de las cabras que,  a cambio, proveerían a su sustento en adelante.
Durante la conversación, el “Amigo” me miraba nito nito, y en aquella mirada había una relación infinita de las ancestrales injusticias y abusos que el hombre ha cometido a lo largo de su peregrina historia con sus semejantes animales.
Concluida la visita, el perro a pesar de todo, amigo de mi amigo, me acompañó con su trotecillo cochinero hasta la alambrada de la finca, desde dónde me despidió con un par de ladridos lastimeros de sus fauces desdentadas y mametas.


 EL AUTOEMPLEO
 

 

Son, estos que corren, tiempos de cambio y transición, en los que todo anda un tanto revuelto y enmarañado, manga por hombro como si dijéramos. Las cosas se ponen cada vez más difíciles para los que entran en el mercado laboral por primera vez y no digamos para los que salen de él circunstancialmente y no logran reintegrarse ni a palos. La banca jubila a sus fieles servidores de visera verde, manguitos de organdí y pluma de faisán dorado, a los cincuenta y pocos años; los manda a casa con el sueldo íntegro, a cuidar de los traviesos nietecillos y de la recurrente depresión endógena que habrán adquirido a la vista de su inutilidad fulminante e inesperada. Los sustituye por jóvenes agresivos de melena leonina y gafas redonditas de aro plateado, que llevan carteras de diseño con bocatas de mortadela, tienen tropecientos masters en Eaton y Cambridge, cobran nada y menos haciendo más horas que un reloj. El mercado del trabajo está así y así hay que cogerlo.
Por ello, y sobre la base de mí ya dilatada experiencia en este campo, me permito dar los modestos consejos que siguen a los que, encontrándose en situación de desempleo y sintiendo la llamada vocacional de la autonomía empresarial como recurso último, quieran encontrar una audaz y prometedora salida a sus problemas laborales convirtiéndose en empresarios de la construcción, nivel chapuza domiciliaria. Con la perseverante práctica podrán alcanzar los siguientes niveles, hasta llegar a los más altos, como el mismo Gil y Gil o el Nuñez y el Navarro.
Para empezar: hay que obtener un crédito, a ser posible hipotecario, lo que resulta bastante fácil; basta con ir a cualquier Caja de Ahorros, mejor en la que no le conozcan (no hay que dar tres cuartos al pregonero sobre su futura y prometedora carrera empresarial), y pedirlo sobre las tierras del suegro. Si su suegro no tiene tierras, no se meta a nada, siga acostado en el sofá viendo los partidos de los mundiales, abra otra lata de cerveza y olvídese de lo que llevamos dicho. Ud. es de los que ya están donde tienen que estar y, ni estos ni otros consejos, le servirán para nada en su puñetera vida. Pero si éste no es su caso, después de llevar a papá y a su señora (la de Ud.) a firmar al banco y a los corredores, y una vez con las perras en la cuenta, ya tiene la mitad del negocio en marcha. El primer bocado es para el alboroque, al que invitara al director de la Caja y a un par de amigos, preferentemente del ramo. Si es posible, que sean marmolistas o fontaneros, con los que seguro que hará pingües negocios en un futuro inmediato. Conviene que sea un alboroque lucido, no vayamos a quedar como miserables de buen principio. Si lo ve oportuno, después de una comida por todo lo alto, que incluya lubinamesmo, se los lleva en aC las putas de la carretera de Orihuela, actividad considerada de muy buen tono, apropiada para la sobremesa y que la gente elegante con la que ha de relacionarse de aquí en adelante no dejará de apreciar en su justo término.
Debe atenderse a continuación al aspecto físico de la persona humana, cosa de todo punto fundamental, pues el público en general le ha de juzgar por lo que de Ud. vea. Debe ostentar una razonable barriga, una persona delgada, da la sensación de infelicidad, de poca prosperidad, de tener lombrices o solitaria, cosas todas que inspiran poca o ninguna confianza. Si no dispone de la barriga adecuada, no se amilane, la puede adquirir en poco tiempo mediante la ingesta sistemática de cerveza (barril o cava, en sus versiones tercio o quinto) y de los sustanciosos platos que encontrará en cualquier restaurante que se precie. Escoja aquellos en los que entra el cerdo de forma mayoritaria: manosdeministro, mondongoconmanitas de cabrito mamón, solomillo de lo mismo con salsa de Roquefort, lentejasconcodillo, chorizo y oreja, etc. No olvide ni un solo día el almuerzo, que debe realizar alrededor de las diez de la mañana, en cualquier bar del extrarradio con una barra ruidosa, entre bromas y chanzas de tono subido y demoledores golpes en la espalda de los contertulios. Pida, a voces, enormes raciones de tocino, lomo, salchicha y morcillas a la brasa. Riéguelas abundantemente con cerveza, o en su defecto, con vino de la Ribera del Duero, que queda más fino. Y de postre, siempre un pacharán con hielo, que es bebida elegante y distinguida a la par que digestiva. Con este procedimiento infalible, en un plazo razonable habrá obtenido una discreta panza y una incipiente sotabarba o papada que le dará un aire sólido y respetable. Una papada de primera, coloradota y pendulona requiere más tiempo, pero siga con este régimen, todo se andará.
Con posterioridad o a la vez (depende de la capacidad de cada uno), debe conseguir el resto de los atributos imprescindibles, a saber: un Rolex, falso y comprado de contrabando como chollo, tamaño extra ladrillo, con la cadena más gorda que encuentre y que haga juego con una esclava de gruesos eslabones colocada en la mano derecha. Este conjunto se completa al cuello con un cordón de oro, rematado en un colgante cristodedalí. Los botones de la camisa, que será multicolor y pajarera, permanecerán en todo tiempo abiertos, de forma que la atormentada imagen se vea con claridad en medio del vello cerdoso y entrecano, donde habrá hecho un acogedor huequecillo. Adquirirá enseguida un Mercedes, a ser posible nuevo, puestos a firmar letras, no se preocupe, una más o menos no tiene la menor importancia pero, eso sí, con turbo. Gasolina o gasoil es lo de menos, lo importante es que sea turbo, qué casi nadie sabe que es, pero impresiona mucho, y diga, en cuanto se le presente la ocasión:
-       Veníamos yo y éste de Alicante con prisa y le metí el turbo…
Y el personal se quedará con la boca abierta. A partir de aquí, el equipo en sí, comienza a estar completo. Sólo falta el teléfono móvil y el puro, porque un empresario de la construcción sin móvil y sin puro es como un presidente sin bigote.
Debe llevar siempre el aparato conectado de forma que pueda sonar en los momentos más inoportunos, y debe realizar las llamadas en plena calle, caminando a paso vivo y haciendo grandes aspavientos hacia su invisible interlocutor.
El puro será: farias para todo uso, canario para ocasiones señaladas o para después de comer y habano para momentos más serios o cierre de tratos, en ningún caso le quitará la vitola, sobre todo sí se trata de Montecristo del nº 4 o de Cohibas. Se mostrará ésta con la necesaria habilidad cada vez que la ocasión lo permita, hasta las últimas chupadas. La colilla debe babosearse con esmero mientras se mordisquea, hasta obtener un caldete denso y negruzco que le impregne dientes y labios, haciéndola durar todo lo posible y escupiendo hacia el lado los restos amarronados y pegajosos que, a cada chupada, se vayan quedando en la boca. Debe esparcir el apestoso y denso humo en derredor de forma profusa y continuada, intentando que la mayor parte llegue a las narices del interlocutor, que de esta sutil manera apreciará en lo que vale su categoría y buen oficio.
Una vez dominado el difícil manejo del puro, ya es Vd. un auténtico empresario de la construcción. Sólo le falta buscar una cuadrilla de “mataos” y contratar, a la baja, la primera chapuza de arreglo de cocina, añadirla terraza al comedor, doble acristalado para evitar ruidos y pintura general. Pero eso no corre prisa. Si se le amontonan las letras, no se preocupe, ahí está el suegro.


¡MACHO TIENE!
 



La guerra que padecimos en el año 36, con ser feroz como todas las querellas entre hermanos, tuvo unas connotaciones muy especiales en los pueblos, donde las gentes viven más cerca de la naturaleza. El hambre, generalizada en todas partes, era con frecuencia más llevadera en el campo donde por mal que vayan las cosas siempre hay una mata de algo o algún animalejo para comer, aunque sean caracoles.
Huyendo del hambre y parece que procedente de Madrid, apareció un buen día en el pueblo, recién acabada la guerra, Andrés, al que pronto todo el mundo conoció por “El pito”. No sé sabe sí porque era magro de carnes, porque tenía una vocecilla menuda y atiplada, porque presumía de atributos especiales, o por una adecuada mezcolanza de todas ellas. Dejaba atrás un sinnúmero de catástrofes y penurias que lo habían reducido a la soledad y buscaba nuevos horizontes donde asentarse y poder pasar los años que le quedaran.
Se instaló en un cuartico a las afueras del pueblo, que algún alma caritativa le prestó, y se buscaba la vida en lo que salía; una peoná aquí, el rastrojeo cuando la siega, alguna noche de riego… Pero su especialidad era la búsqueda de caracoles después de las lluvias, que entonces eran más frecuentes. Cuando había suerte, recogía en los huertos su buen saco de caracoles boquinegros y los vendía en el mercado de los miércoles. Con ello sacaba las pocas perrujas que le permitían ir tirando. Él se reservaba las llamadas cartageneras, de baba verde y viscosa, pero gordas y mollares, poco apreciadas por las gentes del lugar. Y cuando alguien le preguntaba por tan extraño y  repugnante gusto respondía, sentencioso y sabio:
“No sé equivoquéis, que angunos de éstos, almiten hasta dos y tres vasos de vino”.
Entre sus esporádicos clientes de peoná, se encontraba una moza vieja de la huerta, la Ramona, que vivía sola en una casica medio regular, con un par de tahúllas que daba a rento y en las que criaba un modesto averío.  Un día llevada de su buen corazón y con toda probabilidad, enternecida por la visión de las angulosidades del Andrés, lo invitó a compartir con ella un cocido con pelotas. El hombre hizo los honores al sustancioso plato, sopero y con colmo, en el que flotaban tres o cuatro pelotas de hermoso aspecto. Una vez que hubo terminado y después de hurgarse los dientes con el palillo que siempre llevaba en la cinta del sombrero, se dejó caer sentencioso y muy fino:
- Señora mía: ¡esto sí que es una comida regia!
Menudearon las visitas, el uno al cerco de la pitanza y la otra complacida por la compaña de hombre que hasta entonces no había tenido. Y sucedió que un buen día les dijeron las amonestaciones y se casaron en su fecha instalándose, como era de razón, en casa de la Ramona.
La noticia se saboreó en el pueblo con más de una rechifla porque el Pito, a decir de muchos, había pasado los sesenta y ella no le iba a la zaga en más de una decena. Se convirtió en broma común, pasados unos meses, decirle al bueno del Andrés cuando se presentaba por el pueblo:
-  Pito, me han dicho que la tía Ramona está esperando.
A lo que él respondía, haciéndose el interesante:
- Pudiera ser. ¡Macho tiene!
  


¡ÚNZAME, PADRE! 
 


  
Bajo el implacable sol del mediodía, las bestias avanzan cansinas, arrastrando la vertedera que va dejando  a un  lado un chorro de tierra húmeda, como la proa de un barco abriendo el plano mar. El ubio se desnivela hacia el lado de “La Perla” que va a la izquierda y  jadea cada vez más sin poder seguir el ritmo de “La Mocha” que le hace pareja desde hace años. El último parto la ha dejado floja, con un velo glauco en los ojos y los ijares flacos y acometidos por permanentes temblores. La ternera tardó en nacer todo el día y toda la noche y  el padre tuvo que hacer una cabria que ató a la reja de la ventana para poder sacar el animalico, ya muerto. La Perla no se recuperó bien y desde entonces le asaltan de vez en cuando estos temblores que no presagian nada bueno. Habría tenido que descansar unos días bien alimentada de heno fresco y junza de panizo, pero el forraje en esta época es ya escaso, el trabajo mucho y el tiempo apremia. Hay que sembrar antes de que lleguen las lluvias, si llegan…si no, otro año de hambre y de fatigas.
Delante de la yunta, el mozo y la madre van dejando caer con parsimonia los granos amarillos escogidos con cuidado. El arado los hundirá en la tierra que debe hacerlos fructificar. Todos avanzan al paso monótono e igual, que mantienen sin descanso desde que amaneciera. De pronto “La Perla” se detiene, “La Mocha” aún da dos pasos más y el ubio  gira con violencia dejando los poderosos cuellos torcidos en la misma dirección, como si los animales observaran algún misterioso fenómeno sólo perceptible para ellas. “La Perla” se acharranca y suelta un largo chorro de aguate enrojecido, las patas abiertas le tiemblan  y da la sensación de que no puede tenerse en pie. Padre espera hasta que acabe y le toca con la llamaera en el anca, con la ilusión de que aquello no sea nada, pero el animal ni se estremece, parece que la cabeza se le aguanta sólo porque está atada al yugo, la lengua le cuelga gorda y desmayada, hilos de baba verde y espesa caen hasta el suelo.
El hombre se rinde ante lo inevitable, suelta el cordel de cáñamo que le ata los cuernos y la frente a la pulida madera y se encamina a la enorme olivera que hay al borde del bancal. El animal lo sigue a trompicones con la cabeza baja y los ojos entrecerrados, como disculpándose de aquella debilidad desconocida que le acomete por primera vez en tantos años. Cuando llega a la sombra, se arrodilla trabajosamente hasta quedar tumbada, exhausta.
La madre y  el mozo han quedado como petrificados en medio del campo, en el mismo sitio en que se detuvieran y miran con desolación a la bestia que queda útil, con el yugo colgando, como inerte. La estampa es patética. El mozo toma una resolución que parece haber estado rumiado en el último rato. Da dos o tres pasos hacia el padre y suelta:
-      ¡Únzame, padre, que yo le haré el avío!
El padre lo contempla haciéndose poco a poco a la peregrina idea. Lo cierto es que el mozo, a sus diecinueve años, tiene las espaldas anchas como un trillo. Recuerda de pronto como maneja las sacas de harina de cien kilos y la historia que ha oído contar en el pueblo de cómo un día, por apuesta, se echó un burro al lomo y lo llevó hasta la puerta del Ayuntamiento. Pero aun así, es demasiado pensar que puede tirar al compás de una vaca como “La Mocha”, masculla, como a su pesar:
- No, tú no puedes.
El mozo calla y baja la cabeza como si le hubieran dado un latigazo. La madre que casi nunca interviene en cosas de hombres, sentencia:
-                         Si puede.
El padre, apremiado por la necesidad no quiere pensarlo más.
-                         ¡Ponte!
Y el mozo se pone. Encaja los poderosos hombros en el hueco de la madera aún caliente, hunde los pies en el suelo y coloca las manos a los lados, la derecha tocando el cuerno serrado de su compañera. Se hermana con ella y arrancan al chasquido del padre. La mujer, con media sonrisa bajo el negro pañuelo, avanza de nuevo dejando caer la simiente. Este año, si las lluvias vienen como tienen que venir, puede que el panizo se haga de la altura de un hombre. 


LA CUEVA DEL CABEZO 
 


Hace ya muchos años en el Cabezo del Trigo, que es un monte de andar por casa muy cercano al “Asilo”, hubo una cueva  capaz de excitar la imaginación de los chiquillos que llevaban el ganado a pastar a las lomas, y que a veces se asomaban a la misteriosa hendidura imaginándola poblada de quién sabe qué monstruosas criaturas salidas de las historias escuchadas alrededor de la lumbre, en las largas noches de invierno.
Casi siempre, los críos de los caseríos vecinos encargados de tales menesteres, juntaban los magros rebaños a primera hora y pasaban el día en amor y compaña, comiendo de lo poco que en los zurrones llevaban y entreteniéndose en mil trapacerías, mientras las borregas y las cabras esquilmaban los pastos que sólo durante la corta primavera eran abundantes.
La cueva, cuando a sus alrededores llegaban, era el motivo más interesante para inventar nuevos juegos y que los mayores desafiaran a los más chicos a probar valores y habilidades empujándoles a entrar en ella aprovechando, en cuanto metían la cabeza, para asustarlos de mil maneras. En una de aquellas ocasiones, comenzaron a arrojar piedras desde lejos porfiando quién acertaría a llegar más adentro, lo que calibraban con precisión por el ruido de cada rusco al caer en la poco profunda sima. En esas estaban cuando, a las primeras piedras oyeron como un ruido extraño, como de madera seguido de un ¡Ay! Que los dejó confusos y muertos de miedo. El primer pensamiento fue que allí dentro había  “maquis” como tantas veces les habían contado.
Sin encomendarse a Dios ni al diablo y creyéndose perseguidos por una legión de ellos, salieron corriendo monte abajo seguidos de ganados y perros, a los que habían contagiado el espanto. Llegado a la casa más cercana contaron entre jadeos y ahogos cómo el monte estaba lleno de hombres armados hasta los dientes y lo poco que había faltado para que los desollaran vivos. Se destacó alguien al pueblo, vía bicicleta, con la preocupante noticia, y por la misma vía subieron, a su tiempo, los cuatro números de la guardia civil que al mando de un cabo primero componían la  guarnición.
Cercaron la zona, naranjero en mano, seguidos a prudente distancia por la gente vecina, a las que ya había llegado la noticia de que un peligroso grupo de partisanos estaba cercado en el Cabezo del Trigo. Después de tomar posiciones como el reglamento ordena y una vez parapetados como mejor pudieron, dieron las voces de ordenanza, conminando a los ocupantes de la cueva a salir uno a uno, desarmados y con las manos en alto. Tras un momento de espera, en el que todos aguantaron la respiración, apareció un campesino, con su boina calada hasta los ojos y barba de varios días que gritaba:
- ¡No tiréis, no tiréis, que soy yo!
Hubo un general suspiro de alivio entre el personal; los guardias civiles porque no tenían ganas de heroicidades y los demás porque habían reconocido al Nino.
Resulta que el Nino se había peleado un mal día, con su mujer. Lleno de orgullo herido cogió su maletica de madera, la misma que le hicieran para irse a la mili, y salió con rumbo desconocido. A aquellas alturas, casi sin comer y después de dos noches durmiendo al sereno estaba hasta los pelos de aventuras y con la moral por los suelos, pero sin atreverse todavía a volver a casa con el rabo entre piernas. La aventura supuso una vuelta gloriosa, y en medio de aquel ajetreo, las cuestiones domésticas se aplazaron para un más adelante que, con suerte, no llegaría nunca.
Sin embargo, las malas lenguas contaron que los civiles, una vez en el cuartelillo,  le sacudieron media docena de getazos de artesanía, mayormente para resarcirse del susto que les había dado.
Pero eso no lo sé cierto.


EL VALIENTE

 


El cine del pueblo era una ancha cuadra con piso de tierra, donde sobre una pantalla de lona blanca llena de arrugadillos y movida en los momentos más intempestivos por la brisa, se proyectaban películas de tiros y puñaladas algunos sábados por la noche. El público abigarrado y variopinto, estaba constituido por mozos alborotadores y de bromas estertóreas que comían pipas escupiendo cáscaras y salivazos en un amplio alrededor, algún matrimonio de mediana edad que escoltaba hijas casaderas y el habitual abuelete despistado, a la caza de la ilusión visual de piernámen americano y saludable.
El Lucas formaba parte de una de aquellas pandillas vociferantes que se sacudían palos en las espaldas cada vez que uno de ellos soltaba alguna genialidad, huérfana de gracia salvo para ellos mismos. Era de los más valentones de la peña y se jactaba de hacer las mayores barbaridades y de no tenerle miedo a nada ni a nadie, de manera que una noche que proyectaban “Sólo ante el peligro”, empezaron por broma a compararlo con el Gary Cooper y acabó quedándose con el mote para los restos. Mote, por otra parte, que no sólo no le desagradaba, sino al que procuraba hacer honor.
Frecuentaba el Lucas, con buenas intenciones, una moza del campo a la que solía visitar los viernes en la noche. Una vez acabadas sus faenas de albañil, y minuciosamente enjabelgado, se ponía limpio de exteriores y entresijos, cogía la bicicleta y se molía uno encima de otro los doce kilómetros hasta el caserío donde la muchacha vivía. Llegaba entre dos luces, saludaba muy atento a los que tomaban el fresco del mes de Julio en la puerta, se sentaba en la silla baja con el culo de cordeta que le arrimaban y se daba a platicar con la presunta  novia bajo las miradas de reojo de los mayores, feroces guardianes de la honra de la chica.
Pasadas las dos horas reglamentarias, la madre rebullía, se levantaba y se metía para adentro con su silla, dando por terminada la visita. Aquellos pocos instantes en que la madre desaparecía (muy a propósito) del panorama, se aprovechaban para un rápido magreo que dejaría a los contendientes sofocados y calientes el resto de la velada. El Lucas, todavía incómodo de entrepierna, cogía la bicicleta y a la mortecina luz del farico animado por minúscula dinamo, deshacía el camino hasta el pueblo recobrando las pulsaciones normales merced al fresco airecillo de la noche.
Los mozos de la cuadrilla, sabedores de sus periplos nocturnos, lo embromaban diciéndole que una noche le iba a salir alguno y le iba a dar un repaso, que había en el pueblo gente que le tenía ganas, pero él se crecía presumiendo de la herramienta que solía cargar en sus expediciones amorosas y augurando males sin cuento para el que se le pusiera por delante que, para cojones, los suyos.
Tanto alardeó de duro que los amigos, hartos de valentía, decidieron darle un susto. Una noche, subieron al campo después que él y mientras platicaba con la moza, colocaron un estafermo de garbas de trigo cubiertas con una sábana vieja a la orilla del camino por el que debía pasar. Después, se emboscaron detrás de una loma, a conveniente distancia, y a la pálida luz de la luna menguante, aquel bulto informe y blanquecino con aspecto de gigante, sobrecogía el ánimo.
A su hora, apareció el Lucas pedaleando confiado, un minúsculo círculo de luz lo precedía sin ser bastante más que para evitar alguna de las muchas piedras que jalonaban el camino; pendiente de ellas, no vio el bulto hasta que lo tuvo casi encima. Entonces, sobresaltado, se tiró de la bicicleta y echó mano al bolsillo donde llevaba, por si las moscas, un hierro de regular tamaño. Sin el chorrillo de luz del mísero farol, la oscuridad era casi total. Con voz llena de gallos y a gritos descompuestos mandó identificarse al figurón que, indiferente a sus requerimientos, permaneció mudo e inmóvil. Perdido el control, tiró del cerrojo y le sacudió a las garbas de trigo un cargador entero del nueve largo. Aunque no consta que fuera un tirador de élite, la corta distancia propició que las más de las balas dieran en el blanco. El montón se deshizo bajo los impactos y la sábana cayó a tierra con algunos agujeros ardiendo y hecha un guruño. El Lucas, a la vista del movimiento, acabó de cagarse, tiró la inútil pistola y salió corriendo campo a traviesa sin acordarse de la bicicleta ni de la madre que la parió.
Los emboscados, entre divertidos y asustados dieron tierra a la herramienta en un ribazo de la rambla y, ya de madrugada, dejaron con sigilo la bicicleta en el portal de su casa.
A la mañana siguiente, el valiente se había convertido en una de las personas más discretas del pueblo. Y así continuó durante todos los años de su vida.


EL OJO DEL CABRO
 


Mi amigo Alejandro es insigne historiador y perspicaz observador de la realidad que lo circunda. Su atención ha estado desde hace muchos años centrada en los pueblos que sufren convulsiones y guerras; y en cualquier fenómeno social o político que despierte su interés de sagaz profesional.
 Hombre enjuto y fibroso, de músculos acerados, su mirada penetrante y analítica, apantallada tras unas antiparras a lo Gepeto otea incansable a la búsqueda del hecho y de la imagen. Ha templado su cuerpo y forjado su espíritu en las inclemencias de las selvas sudamericanas y en el aire caliente del desierto, cuyos habitantes, el pueblo saharaui, retiene ahora toda su atención. Sigue con apasionado interés el especial momento histórico que puede conducirlos a ser una nación independiente.
Viaja entre ellos con frecuencia y es recibido por los muchos amigos que allí tiene con la tradicional hospitalidad árabe y con la cortés amistad que su categoría y comportamiento merecen. Recorre las extensiones inmensas en busca de los hombres sabios que conocen  la leyenda, la espada y la poesía, internándose en las inhóspitas llanuras del sur donde sólo sobrevive el camello y la cabra, pastoreados por los azules Tuareg de porte altivo y silencioso, pero de corazón blanco para el que se acerca a ellos sin doblez.
En uno de sus últimos viajes por el desierto, después de una agotadora jornada por pistas infernales, fue recibido junto con su guía, por una tribu de pastores nómadas. Sin conocerlo, sabían ya de sus trabajos y dedicación a su pueblo (en el desierto todo se sabe) y los acogieron con todos los honores. El día anterior habían matado un cabro de considerables dimensiones y se apresuraron a hacer un sabroso cus-cus para honrarle como merecía. Llegada la hora, sentados en círculo alrededor de una gran bandeja, al abrigo de la acogedora jaima, presidió la comida el Chej, hombre venerable de majestuosa autoridad, que levantaba con discreción  su velo para llevarse los sabrosos y consistentes pedazos de carne a la boca. De vez en cuando, señalaba a algún miembro de la familia alargándole un bocado selecto, distinción que el homenajeado aceptaba agradecido con una silenciosa inclinación de cabeza.
En medio de la enorme fuente en la que flotaban grandes trozos de carne, desgarrada según la costumbre, entre garbanzos y sémola, se mantenía enhiesta la poderosa cabeza del animal, cuernos incluidos, como vigilando el agasajo con sus ojos fijos y vidriosos. La barba le colgaba larga y grasienta bajo la boca entreabierta que mostraba los dientes amarillos. Parecía que iba a balar de un momento a otro. Con toda parsimonia, el Chej se inclinó sobre la fuente, y cogiendo la cabeza del animal, metió el índice de larga y potente uña en la cuenca del ojo, haciéndose con aquel bocado exquisito que ofreció a su distinguido huésped.
Alejandro, que seguía la ceremonia con la atención del observador cuidadoso, alargó la mano para recibirlo, y con un mesurado gesto de agradecimiento que puso a prueba su reconocido coraje, se lo metió en la boca y lo masticó notando una sensación indescriptible al estallarle contra el paladar. Cerró los ojos como saboreando el bocado, pero en realidad haciendo frente a una de las más difíciles experiencias de su vida. Mientras el maldito ojo le bailaba en la boca, sintió que se le abrían hasta los poros de las espaldas.



GABINO EL DESINQUIETO


YA NO ME LEVANTO MÁS

 



Hace ya mucho tiempo que no utilizo despertador. Mi reloj biológico está programado por la costumbre de muchos años y de forma inexorable, mis ojos se abren como platos a las siete y media de la mañana. El resto del cuerpo, a regañadientes, se incorpora con dificultad para iniciar otro día de desagradable rutina, sólo alterada los sábados y domingos. Entonces el salir de la cama es ágil, lleno de dinamismo y buenos deseos para jornadas-oásis en medio del desierto de tedio.
Pero hoy es diferente. Es el primer día después de las vacaciones navideñas y cuando esta mañana me he despertado, el tibio sol de invierno comenzaba a levantarse y nada podía ser más placentero que la agradable sensación de estar en la cama, inmóvil con las suaves mantas hasta la nariz, calentito y en paz. Me he planteado,  en un relámpago, qué podía deparar la jornada: tras unas someras abluciones de trámite, el viaje a la ciudad, la encarnizada lucha por el aparcamiento para acabar claudicando en un parking, la llegada a la oficina, tarde como siempre, donde esperarían dos o tres llamadas que debía haber atendido ayer. Mi jefe, diligente como de costumbre para los trabajos de los demás, habrá telefoneado desde su lujosa quinta para sacudirse dos o tres muertos de los que no se atreve a resolver y pide que lo llame con urgencia.
La perspectiva es aterradora, no tanto por el trabajo en sí sino porque, después de tantos años de hacerlo, sigo cometiendo los mismos errores en parecidas circunstancias… tengo la angustiosa sensación de haberme trasmutado en un moderno Sísifo con mi insoportable peñasco a la chepa, que trepa con él por la resbaladiza pendiente para, una vez llegado a la cumbre caer de modo inmisericorde e iniciar de nuevo la eterna ascensión a la que está condenado, no sé sabe por qué ignorados pecados cometidos en lugar y fecha desconocidos.
Y sin embargo, ¡Qué contento y qué bien estoy en la cama, a salvo de todos los desmanes del exterior! Nadie puede alterar mi sólido equilibrio, aquí soy el amo, ¡qué seguro estoy mientras no salga de mi cobijo!
Por eso he decidido muy seriamente no levantarme más. No quiero más cansancio, ni broncas con el coche, ni tener que darle la razón a los demás a sabiendas de que no la tienen. Me maravilla no haberme percatado antes de lo sencillo que es alcanzar la felicidad en esta vida: es sólo cuestión de no salir de la cama, qué es dónde mejor sé está, puedo pasar los días felices oyendo música, escribiendo chorradas o leyendo. A la hora de comer, hago que me traigan el condumio, y después, si tengo ganas echo una siestecita con el sólo esfuerzo de cambiar de lado...  en fin, que pienso pasarlo la mar de bien de hoy en adelante. Y cuando llegue la hora final, ni siquiera tengo que tumbarme, basta con no despertar de la siesta...
Así que lo dicho, si queréis visitarme, a partir de hoy, ya sabéis donde podéis encontrarme: en “El Asilo” decúbito prono permanente.

* * *

Después de este ataque de poderío, salto de la cama, me doy una ducha contra todas mis convicciones más íntimas y salgo como un tiro hacia el trabajo, tejiendo por el camino una maraña de excusas para contarle a mi jefe.
¡Alea jacta est!


EL FUTBOL




Siempre había sido un poco raro. Mientras los demás niños, entre los que se contaban sus mejores amigos, se mataban detrás de una pelota, Gabino los observaba sin ningún interés ni siquiera frustración. Sencillamente no le gustaba aquello, y después de dos o tres fallidos intentos en los que hizo el ridículo, decidió dejarlo para siempre.
Más tarde, probó con los futbolines, hubo una época que se pusieron de moda rabiosa y era parada obligada a la salida del colegio, pero le pasó lo mismo; se declaró inhábil a la segunda partida y decidió no tener que afrontar la vergüenza de verse rechazado como pareja de equipo por todos sus amigos.
La cosa no tuvo más relieve y los años pasaron sin que aquella tara, que resultaba inusual, le proporcionara mayores desasosiegos. Por eso su padre, que era directivo del equipo local, no podía dar crédito a sus oídos cuando el muchacho le manifestó su deseo de acompañarlo al campo. Creyó que su hijo se había convertido en un ser normal y que por fin tenía los mismos hábitos que los demás humanos. De manera que, más tranquilizado, comenzó a llevarlo con él los domingos al fútbol.
Pero observó, con cierta perplejidad, que durante todo el partido Gabino permanecía indiferente y dedicando su atención a cualquier cosa menos a lo que pasaba en el terreno de juego. Además, no se alteraba ni participaba del general vocerío cuando alguna situación peligrosa para los de casa se producía, o cuando el campo en pleno, increpaba al árbitro con los epítetos más sonoros y malsonantes.
El padre de Gabino estaba desconcertado: ¿A qué se debía aquel inusitado interés en ir al fútbol cuando nada le interesaba de lo que allí sucedía?
Con creciente curiosidad, se dedicó a observarlo más de cerca a la búsqueda de la solución de aquel misterio, y lo único que pudo comprobar es que, acabado el partido, el muchacho se escapaba hacia las gradas con una u otra excusa y se las apañaba para volver a casa por su cuenta. Más que intrigado, una tarde, decidió esperar a que el campo se desocupara y lo siguió a prudente distancia viendo cómo exploraba, con los ojos fijos en el suelo, y cómo se detenía a recoger con mimo las colillas que examinaba con todo cuidado y guardaba amorosamente para sacarles la vitola a los cochambrosos restos de puro en su mayoría masticados y babosos.
¡Allí estaba, por fin, el quid de la cuestión! Gabino había iniciado una incipiente colección de vitolas de puros y en vez de bucear en los circuitos normales de coleccionistas, sin duda más onerosos, decidió acudir a las fuentes mismas de producción y en dura competencia con los colilleros profesionales, hacerse con la materia prima en uno de las vetas más ricas que podían encontrar.
El estadio, ya vacío de público, era pasto de los recicladores de tabaco, que se disputaban con ferocidad las piezas más sabrosas. Y don José, antes de que su presencia se viera descubierta por su hijo, decidió desaparecer con toda discreción por una de las puertas que aún permanecían abiertas, lleno de perplejidad, considerando cuán injusta era la naturaleza que le había sorprendido con aquel vástago tan poco al uso y a las buenas costumbres.


LA CAZA (I)



A cazar? No, gracias, se lo agradezco mucho, ya sé que es una gentileza por su parte invitarme en ocasión tan señalada pero resulta que yo no puedo cazar. No, ¡qué va! no es por cuestiones éticas. Yo participo de la convicción de que hay que matar animales para vivir, al fin y al cabo no somos más que depredadores de la naturaleza, aunque ocupemos el vértice de la pirámide y no tengamos enemigos naturales que nos liquiden para sobrevivir (que artificiales y creados por nosotros tenemos unos pocos… los coches, las ideologías, las religiones, etc.).
No, lo mío es una cuestión de adaptación al medio. Vera Ud.: una vez uno de mis tíos, dueño de una hermosa finca en la Mancha me invitó a una cacería de fin de semana con otros amigos, todos ya hombres mayores (yo era todavía el muchacho que siempre he sido). En un caserón grande, destartalado y frío pasamos dos o tres días dedicados a los puestos de perdiz y a largas veladas de tertulia, al amor de la enorme chimenea que consumía enteros, los troncos de almendros caídos en las heladas del invierno anterior. Me resistía a salir al campo, sobre todo al alba porque el frío era intenso y mi interés por el acecho de la perdiz más que nulo. Pero a la larga, comenzó a resultar sospechosa mi reticencia a participar en una actividad tan arriesgada y varonil, y no tuve más remedio que salir una mañana, con la jaula de mi pájaro colgada a la espalda, abrigado como para una expedición polar, y armado con una magnífica escopeta de dos cañones que mi tío me había prestado, de entre su nutrida colección.
Uno de los secretarios me acompañó hasta el puesto, a su buena media hora de camino, donde me dejó aposentado en el círculo de piedras, bien envuelto en un viejo capote y con la escopeta apuntando por una pequeña tronera al punto aproximado en que el pobre pájaro cautivo, daba botes en su jaula verde semejante a un minarete bizantino.
La fortuna hizo que me hubiera metido en el bolsillo un ejemplar del Selecciones del Reader´s Digest, única lectura que encontré en la casa, y gracias al librejo pude entretener las largas horas de incomodidad dentro de aquella especie de mini castro sepulcral. Arrebujado y calentito, entre lo ramplón de la lectura y el madrugón, me invadió un dulce sueñecillo, del que salí al poco rato sobresaltado por el cadencioso canto de las perdices. Delante del puesto, dos aves, cantaban con ardor mientras la de la jaula se hacía polvo contestándoles en un furioso diálogo sólo inteligible para ellas. Como activado por un resorte, y siguiendo las sabias enseñanzas que durante esos días me habían prodigado mis mayores, apunté con todo cuidado, tiré del gatillo derecho… y cuando se disipó el humo del disparo pude ver como todavía iba dando tumbos, alejándose del montículo en que la había colocado, la jaula del pájaro reclamo con el pobre bicho aleteando agónico en su interior, trágicamente sorprendido al verse haciendo un papel que no era el suyo.
Le haré a Ud. merced  del relato de la vuelta, y de cómo fui acogido por mi tío y sus amigos cuando me vieron llegar con la maltrecha jaula en la que aún yacía el pájaro difunto, que por cierto era de un considerable valor, según me repitieron sin ninguna piedad durante las horas siguientes.
Comprenda, pues buen amigo, que le agradezca de corazón su invitación, pero la caza ya lo ve, no es cosa en la que yo destaque.

LA CAZA (II)

Me pregunta Ud. por qué no me gusta la caza, y se lo voy a explicar con mucho gusto: una vez, mis primos me invitaron a cazar conejos. Tenía una vieja escopeta del calibre 16 heredada de mi abuelo fabricada para disparar cartuchos de pólvora negra de La Fossét, de percusión lateral, en desuso hace años. No recuerdo por qué medios había logrado transformar aquella vieja escopeta para utilizar los de fuego central, mucho más asequibles. Provisto de aquel vetusto herramental y cargado de emoción, aparecí una mañana en la finca.
El año había sido muy bueno para los conejos, no sé si porque había llovido mucho o porque había llovido poco y según me advirtieron, se podían matar todos los que quisiera, salvo los gazapos, a los que quedaba rigurosamente prohibido tirarles.
Con todas las advertencias pertinentes bien archivadas, salimos al campo en un viejo Jeep desde el que ellos se entretenían en hacer punterías con un fusil Máuser, e incluso acertar con relativa frecuencia. Yo, un tanto acomplejado por semejantes alardes, estaba deseando que me soltaran para enfrentar en la discreción de la soledad, mi incierto destino de cazador en ciernes. Llegados al sitio, me fue asignado un vallecillo en el que poder lucirme a mis anchas y desaparecieron entre tumbos y disparos.
Comencé la minuciosa exploración de la zona, atento al menor movimiento con posibilidades cinegéticas imaginándome ser un héroe de película de indios sujeto a toda clase de peligros de los que sin duda era capaz de salir indemne gracias a mi pericia con las armas y a mi reconocido valor. Tales fantasías me mantenían agradablemente ocupado, pero no tanto como para no darme cuenta de que por la pendiente de mi izquierda trepaba, aunque con cierta dificultad, un conejo. El corazón me dio el correspondiente vuelco: ahí estaba la incauta presa pronta a caer bajo el certero fuego del hábil cazador.
Metido en mi papel, me eché la escopeta a la cara, tiré del gatillo y… cuando se disipó la terrible humareda picante que me hacía llorar como una Magdalena, comprobé aterrado que el cañón derecho de la vieja escopeta se había abierto como si de pronto al hierro le hubiera dado por florecer extemporáneamente. Medio cegado aún y tembloroso por el estrépito, corrí hacia donde había estado el conejo y encontré un gazapillo con la cabeza hinchada por el virus de Sanarelli y ciego como un topo.
La expedición de caza terminó, como es de suponer entre la rechifla general, y mi autoestima por los suelos.
A partir de aquel día, decidí que, entre las muchas actividades deportivas a mi alcance, en alguna de las cuales incluso he llegado a destacar, no se encuentra, ni ha de encontrarse jamás, la del noble arte de la caza.

EL RESCATE




Era un camping supermoderno, con todos los servicios que en la guía figuran en el apartado 1ª A. No es que le dislocara lo de la acampada, pero ciertas economías entre las que se encontraba  la suya, no resisten otro tipo de vacaciones, de manera que se había constreñido a la tienda, la promiscuidad de la convivencia con gentes que dominan ese tipo de vida veraniega y perullosa, el polvo rojizo y permanente en medio de las pertenencias que siempre resultan insuficientes. Los servicios, nota característica por la que los campings se sitúan en el ranking de categorías, eran lujosos. No se llegaba a echar de menos el cómodo cuarto de baño doméstico y entrañable en el que el cuerpo se libera sin esfuerzo de las diarias ataduras terrenales, de modo que la estancia llegaba a ser confortable.
Aquella mañana, provisto de su pequeño neceser, se dirigió a los lavabos para proceder a las diarias abluciones de ritual con las que comenzaría otro fantástico día de acampada y aventuras.
Gabino nunca supo bien si los tres individuos habían entrado antes que él o después. Sólo sabía que en un momento dado se le echaron encima en actitud amenazante exigiéndole el dinero que tuviera. No es que fuera demasiado valiente pero sí fieramente orgulloso y consideraba injusto que le pisen el rabo. De manera que mientras intentaba zafarse del acoso físico de aquellos mendas, se tentó el bolsillo del pantalón vaquero donde solía dormir una navajilla mínima pero con suficiente filo como para dar un buen disgusto sí se la emplea bien.
El más arriscado de aquellos tres jayanes con los que forcejeaba lo tenía asido de los hombros mientras le iba explicando la parte colgante de su anatomía que le cortaría   si no les daba lo que pedían. Consideró nuestro buen Gabino, que de perdidos al río, y que le estaba sucediendo esa desagradable experiencia que nadie desea pero que aparece por sorpresa en la vida de todo hombre. Sacó la navajilla con maña, abriéndola con la habilidad que le proporcionaban innumerables ensayos y sin más duda le tiró un tajo al individuo por debajo de la nuez. El chorro de sangre le salpicó la cara mientras los brazos del tipejo se aflojaban, pero ya metido en faena, no estaba dispuesto a hacer una chapuza de manera que repitió el tajo hasta ver cortada la tráquea. El hueso detuvo la hoja. La cabeza se inclinó hacia atrás y el cuerpo se aflojó, resbalando hacia sus pies mientras se le agarraba con desesperación, ahora sólo para retrasar la inevitable caída.
Los otros dos pollos quedaron un poco sorprendidos, pero una vez que vieron a su camarada en el suelo dando los últimos estirones, reaccionaron al punto manifestándole que aquella muerte valía dos millones y medio de pesetas. A Gabino le pareció que aquel era un precio que  entraba dentro de lo justo y estaba calentándose la cabeza para ver de dónde podría sacar la suma de dinero en un corto plazo de tiempo, cuando despertó con un suspiro de alivio, alegrándose infinito de que el problema se hubiera resuelto por vía tan razonable.

EL CAVERNET-SAUVIGNON



No volvería a hacerle la cata a un vino en su vida ni siquiera ahora que se había vuelto imprescindible lo de entender de vinos. Resulta casi obligado, en cualquier comida o acontecimiento social, hacer gala de un profundo conocimiento enológico, hablar de marcas y de cosechas, de riberas del Duero, de buqueses, de afrutamientos y de añadas, en la inmensa mayoría de los casos sin más que un conocimiento superficial del vocabulario, cuando no con una ignorancia supina del tema. La capacidad de perullez del personal es insondable.
Había sido en un viaje a Ámsterdam. En el grupo figuraba una espléndida moza en edad de merecer a la que se había propuesto conquistar a cualquier precio y ante la que llevaba haciendo la parada nupcial desde que salieran de Barcelona. La buena moza no decía ni que sí ni que no, pero como experta en lances parecidos se dejaba querer. Parecía que la cosa iba por buen camino cuando concertaron la salida a cenar con un matrimonio  español-holandesa dedicados a la hostelería que habían acabado aposentándose en aquella ciudad. El hombre era  un gran cocinero, amén de buen catador, cosa que a Gabino le había pasado desapercibida en el fragor del particular acoso con intenciones de derribo. Aterrizaron en un restaurante argentino, pues es bien sabido que en Ámsterdam se puede comer cualquier cosa menos cocina del país, que no existe. Pidieron la consabida tira, el churrasco y los chorizos reventones y a la hora del vino, un Cavernet-Sauvignon, que por aquel entonces estaba de moda. Por esas casualidades de la vida, un amigo había estado en Chile hacía poco, para estudiar unas variedades del Cavernet. Ello le proporcionó ocasión propicia y obvia, que diría don Mendo, para lanzarse a una pseudo erudita disertación sobre los vinos de aqueste y del otro lado del charco, con implicaciones chilenas, argentinas y de cuanto Dios crió. El personal escuchaba respetuoso y la presa parecía ablandarse ante la evidente erudición vinícola, sin sospechar que las más de las razones allí expuestas eran tan falsas como un duro de madera, fruto de la imaginación del orador.
Trajeron el vino, lo destaparon con destreza y se lo dieron a probar a Gabino. Católo distraído sin ojos más que para lo daba por hecho, dio su entusiasta aprobación después de un trago presuroso que denotaba su ignorancia y comenzó la comida. Transcurría ésta en armonía hasta que el consorte de la holandesa se llevó la primera copa a la boca, hizo entonces un mohín asqueado, llamó al camarero y reclamó al somelier. Llegó éste circunspecto con su collar de plata rematado en diminuta bacinilla, asió la botella, bucheó el vino y después de una breve ausencia para escupirlo (se supone) mandó retirarlo por agrio y descompuesto.
En aquel momento comprendió el vanidoso e insensato catador de pacotilla el significado de la expresión “tierra trágame”. Quedó corrido y avergonzado, el tandem español-holandés tuvo la suficiente piedad para no hacer comentarios, y la guerra de conquista que tan buenos auspicios tenía hasta sólo minutos antes se perdió definitivamente en aquella única batalla.
El tema de los vinos, desde entonces es algo sobre lo que el bueno de Gabino pasa con mucha suavidad, como de puntillas, y si alguien, por esas casualidades de la vida nombra el Cavernet, nuestro héroe, acometido de improviso por imperiosas necesidades, procura hacer un hábil mutis por el foro. ¡Una y no más, santo Tomás! 

EL LEON DE LA METRO



Gabino despertó a las siete y media en punto como cada mañana. Las primeras luces de la hora nueva entraban perezosas por el cristal traslúcido de su ventana. Arrebujado bajo el cómodo edredón de plumas se sintió dichoso ante la expectativa de un nuevo y maravilloso día.
Después de un opíparo desayuno cogería su flamante Harley Davison y marcharía hacia el trabajo disfrutando de la brisa del mes de mayo. Nada más llegar, abriría de par en par los amplios ventanales que dan al anchuroso parque, en el que pululan miríadas de cantores pajarillos que lo deleitarían mientras tomaba, con facilidad, las difíciles decisiones que su delicado trabajo exige. Una de las eficientes secretarias le traería sin demora un café americano flojo y azucarado. Su laborioso jefe, que lleva en la oficina desde primeras horas de la mañana, trabajando como un esclavo egipcio, vendría a presentarle sus parabienes y a interesarse por su estado de salud, tema que, como cualquiera suyo le preocupa de forma especial. Después de dos horas de intensa tarea, daría por terminada su jornada laboral y volvería a su quinta de recreo donde sus dos galgos afganos lo recibirán con alborozadas muestras de cariño. Su joven y bella esposa le espera ansiosa con la suculenta comida ya dispuesta sobre los manteles de hilo que ha bordado para distraer sus horas de ocio, mientras languidece en las inevitables ausencias del amo. Terminado el refrigerio que riega con los más exquisitos caldos de su bien nutrida bodega, se concedería un bien merecido reposo después del inevitable escarceo amoroso con su gentil compañera, siempre ansiosa de caricias…
Animado por tan dulces pensamientos, Gabino se tiró de la cama con su ímpetu habitual para dirigirse al cuarto de baño, pero justo cuando iba a traspasar el umbral de la habitación se detuvo petrificado por el más espantoso rugido que jamás había oído en todos los días de su vida y vio con espanto, al mismísimo león de la Metro, plantado en medio de la habitación, mirándolo fijamente con un brillo asesino en sus ojillos amarillos y perversos.
Retrocedió pálido y tembloroso. Cerró la puerta de golpe y se dejó caer en la cama sin dar crédito a lo que acababa de ver. Pensó que aquello tenía que ser un sueño. Cuando se hubo serenado lo suficiente, entreabrió la puerta con sigilo esperando que aquella pesadilla hubiera desaparecido; pero no. El león seguía allí con su enorme melena negra, desafiante y amenazador como tantas veces lo viera al comienzo de tantas películas de su juventud.
Gabino se entregó a la más negra de las desesperaciones. El teléfono estaba en la habitación contigua, su esposa había marchado a primera hora y no era previsible que volviera hasta medio día. No veía otra solución que hacer frente a aquella situación como fuera, de manera que aún temblando de miedo, se decidió a abrir la puerta.
Cuando la fiera lo vio decidido avanzando hacia ella, se replegó sobre sí misma y con un rugido si cabe más atronador que los anteriores, le saltó al cuello con las fauces abiertas y los enormes colmillos buscando la yugular. Gabino, en aquel instante final se decidió a vender cara su vida. Sin dejarse vencer por el pánico, le dio un gran manotazo que lo estampó contra la pared.
Aún puede verse la manchita que dejó en ella al reventar como una chicharra.
Aquél día, Gabino le perdió por completo el respeto a los leones. 



PERSONAJES  FASCINANTES                 




DON OBDULIO, R.I.P.     

Para Pepito Rocamora




El otrora ventorrillo de Pepito el Carlos ha devenido, por necesidad de los tiempos modernos, por su propio éxito y por el afán emprendedor de sus dinámicos gestores, en restaurante de postín y ringorrango. A sus mesas impolutas servidas con delicado esmero acuden, en especial los días de fiesta, familias de toda la región y aún de otras vecinas, en busca de los deliciosos platos elaborados según las reglas más ortodoxas de la cocina tradicional murciana.
Pepito, al frente de la pléyade de magníficos profesionales, que encabeza su propio hijo, atiende con su proverbial buen humor y simpatía a todo el que con ánimo tranquilo, conciencia limpia y bolsa bien provista, se acerca a sus puertas en busca del sano refrigerio y la honesta conversación. Entre semana, con la diligencia que le es habitual y haciendo gala de su acendrado espíritu de trabajo, levanta la persiana a temprana hora con la alegre intención de mitigar las ansias mañaneras de un escogido grupo de parroquianos, entre los que me cuento. Acuden a esas horas honrados menestrales, diligentes panaderos que cumplen su meritoria labor desde los primeros albores y algún empresario próximo. Todos buenas gentes que aprovechan esos momentos del primer café para inquirir o dar noticias y asabentarse de los sucesos acaecidos en la realidad local. Se pregunta por el resultado de las votaciones, por la salud de tal o cual vecino, por el precio de los limones o por la situación de los pensionistas del lugar, harto turbulenta en los últimos tiempos. Pepito suele estar bien informado de todos los extremos que a la vida del pueblo se refieren, en ésta y en otras épocas. Con manifiesto gracejo y talante siempre amable, va poniéndolos al día  de lo acaecido.
Así me enteré del lamentable final que había tenido don Obdulio, médico que fuera del pueblo años antes. Uno de sus pacientes habituales; hombre ya octogenario y de corazón débil, había sido agraciado en una loto con mil doscientos millones de pesetas, que no son una uña. Los hijos corrieron, despavoridos, a ver al médico:
-     Si le damos la noticia así, de sopetón, se queda como un pájaro.
Don Obdulio se creyó en la obligación de terciar y fue a ver al anciano. Después de los prolegómenos más o menos del oficio, le entró al toro:
-         Tío Ramón; ¿Se figura que le tocaran cincuenta millones a la lotería?. ¿Que haría Ud. con tantas perras?.
-         ¡Hombre, tampoco son tantas, tal y como esta la vida hoy día!. Pues… pagaría alguna perruja que debo, me compararía un huertecico y les daría un repizco a los zagales.
-         ¿ Y si le tocaran mil doscientos?
-  ¡Coño, don Obdulio!. Si me tocaran mil doscientos, la mitad para usted!
D. Obdulio abrió la boca desmesuradamente y cayó hacia atrás con ambas manos queriéndose coger el corazón que le había estallado como una bomba minera. Allí se quedó, más tieso que la mojama.
El tío Ramón cobró sus millones sin que el pulso se le alterara una gelepa y aún los disfruta con los suyos. Compró una finca más que regular y se dedica a ella en cuerpo y alma, parece un chiquillo cuando pasa en las mañanas, con la bicicleta, camino de la tierra.
Son historias, a lo mejor verdaderas, que se cuentan en el bar de Pepito.  

 

EL LAÑAOR

 


Solía llegar a finales de septiembre, cuando el veraneo tocaba a su fin y liábamos los bártulos para volver a la ciudad. Lo recuerdo subiendo la senda que lleva hasta la casa, sin prisas, con un paso igual, inalterable, que daba la sensación de no haber apresurado nunca ni estar dispuesto a apresurar por ninguna circunstancia. Cuando, por fin, llegaba arriba, con un cansancio resignado, de toda la vida, descolgaba del hombro una baqueteada caja de madera que contenía sus artilugios y se sentaba el poyete de la entrada, debajo de la gran ventana cubierta por la parra y allí se quedaba, silencioso e inmóvil, indiferente, como esperando lo que de todas formas tenía que venir. A veces, si el tiempo era todavía caluroso, pasaba un largo rato abanicándose, con movimientos ajenos a toda violencia, con un sombrero pardo y ajado que parecía formar parte de si mismo, y antes o después, alguien avisaba a madre de que había llegado el lañaor y paragüero. Aquel hombre no hacía, en casa, ni de lañaor ni de paragüero porque no había platos ni lebrillos que lañar y paraguas nunca tuvimos en el campo, que las lluvias, cuando venían, venían en invierno.
 Madre salía, cuando remataba de hacer lo que tuviera entre manos, y trataba con el hombre las condiciones para la reparación anual de las canales. El trato no duraba mucho; madre no era mala patrona, aunque defendiera lo suyo, y el hombre, acostumbrado a torear en peores plazas, se avenía buenamente a lo que se terciara. Con el sombrero en la mano y la cabeza gacha, murmuraba, si acaso:
-         Lo que mande…
A poco se hacia la hora de la comida y se le ponía plato allí, en el mismo poyo, a su lado. El se giraba, una pierna sobre otra, para comer, de medio lado, un plato hondo, insondable, lleno del potaje que hubiera ese día,  al que miraba con respeto agradecido hundiendo, con unción, la cuchara que llevaba repleta a la boca en lentos, medidos y rítmicos viajes. La sostenía con mimo cuidadoso, sobre una gran rebanada de pan moreno amasado en casa, a la que cada tres o cuatro paseos daba un gran mordisco que le dibujaba una nueva media luna. Una escudilla de olivas cornicabras partidas y aliñadas con tomillo y ajedrea, completaban el condumio, regado con un vaso de vino de los de agua que dosificaba con esmero para que el último sorbo empujara la ultima cucharada del caldo. Después de aquella comida, que con toda seguridad era la única caliente y sustanciosa que había hecho en muchos días, allí mismo se repantingaba satisfecho, estiraba todo lo posible brazos y piernas, echaba el sombrero sobre la cara y dormía una plácida siesta al amoroso y fresco arrullo de la parra.
El resto de la tarde, lo empleaba en recorrer el contorno de la casa a cortos pasos, con la vista puesta en el tejado, haciendo misteriosas cábalas sobre las reparaciones necesarias a los viejos canalones de zinc. La vetusta instalación, debía recoger las aguas, escasas siempre, para llevarlas, por tubos acodados y retorcidos como sarmientos hasta las profundidades del aljibe donde permanecería durante todo el año. El agua, fresca y limpia que salía de las negras honduras a cubos, era la reserva de que dispondríamos para remediar nuestras necesidades veraniegas el próximo año. Yo lo seguía como una sombra, procurando pasar inadvertido, boquiabierto y admirado, mientras lo escuchaba musitar sus misteriosos cálculos, haciendo aspavientos y tomando imaginarias medidas abriendo y cerrando los brazos, echando la cabeza atrás en busca de ignotas perspectivas y contando con los dedos desconocidos elementos sólo existentes en su imaginación.
Una vez completadas dos o tres vueltas, parecía haber llegado a una conclusión satisfactoria y volvía a instalarse en la entrada, al lado de su caja, como dándose un respiro. Para entonces empezaba a oscurecer y madre nos llamaba para la cena. A él le sacaba un medio pan redondo, en cuya panza horadada había sepultado el fiambre que tuviera a mano, y lo despedía hasta el día siguiente. El hombre, con el pan apretado contra el pecho, arrinconaba la caja de los útiles bajo el banco y bajaba, con su paso mesurado, la cuesta hasta las casas de los labradores con los que cenaría en amor y buena compaña (más llevando ya el avío) y dónde le prepararían una confortable yacija en el pajar. Con suerte, aún pillaría algún trago de la bota que a esas horas solían sacar de paseo…
Cuando yo me levantaba al día siguiente corría, sin desayunar siquiera, a la parte trasera de la casa. Allí estaba, como si llevara ya varias horas trabajando. Había descolgado una parte del canalón y procedía a estañar los trozos desunidos por el tiempo y los elementos. A sus pies, en un cuidado desorden, se desparramaban las herramientas que me parecían fascinantes, ennegrecidas y remendadas por todas partes, con mangos de madera abrillantados por el uso y recompuestos mil veces. Un manojo de toscas varillas de estaño suministraba el fundente que iba requiriendo cada vez que el soldador, calentado en un rudimentario infiernillo de petróleo, alcanzaba a duras penas la temperatura requerida. Aquel olor especial, distinto a todos los que yo conocía, estaba ligado en mi memoria al lañaor. Y el humo sulfuroso que se desprendía cada vez que aplicaba el mazillo puntiagudo - calentado a lo que quería ser rojo vivo - a la barra de estaño para fundirlo sobre los labios separados de la canal, lo envolvía en un aura misteriosa que me parecía un poco satánica.
Así pasábamos los dos o tres días que la operación duraba. El hombre, metódico, preciso y silencioso, estañando con aquel ancestral procedimiento capaz sólo de garantizar las uniones por un tiempo que no alcanzaría, ni con mucho, a la próxima temporada, y yo, sin perderlo de vista ni un instante, anhelando la oportunidad de ayudarle en lo que fuera, cosa que a veces y ya en los últimos años me permitía. Nunca pude recordar el tono de su voz, y mucho menos que mantuviéramos lo que se dice una conversación. Hablaba con monosílabos que apenas le salían de la boca entrecerrada. Cuando quería que le echara una mano, le bastaba musitar:
-     ¡Ahí! – Y yo cogía.
Y cuando quería que soltara:
-     ¡Deja! – Y yo dejaba.
Aquellas eran las más largas de nuestras parrafadas, pero lo que si recuerdo con claridad es que, durante muchos años, ningún oficio me pareció tan interesante, difícil y envidiable como el de lañaor y paragüero.
Y un día se terminaba el trabajo. Recogía las herramientas, colocaba cada una en su sitio y contaba las varillas de estaño que le habían quedado para comprobar lo exacto de sus cálculos iniciales. Se sentaba en el poyo, como a la llegada y esperaba, sin prisa, que madre saliera para ajustar la cuenta. Arreglado el asunto, casi siempre a satisfacción de las dos partes, saludaba con un indescifrable:
-     Hast´hogaño.
Cargaba la caja de las herramientas y bajaba la cuesta. Quizás hasta el año que viene.


EL TÍO PECAOS

 


Nunca llegué a saber por que extrañas y remotas razones al tío pecaos le llamaban el tío pecaos; quizás algunos excesos de juventud, su costumbre de palabrotear blasfemias pintorescas y rebuscadas, su conocido afán de acorralar a las mozas cualquiera que fuera su estado, o la propensión bien acrisolada a tomarse unos vinos de más, le habían hecho acreedor al pintoresco nombre por el que se lo conoció durante los más años de su vida. Era un hombre alto, siempre vestido de negro con traje y chaleco, y con un sombrero de la misma color, ribeteado de sales sudorosas en la cinta, en el que campeaban hermanados, una pluma de cola de perdiz que había conocido mejores tiempos y un sobado palillo de madera sabedor de múltiples usos que ofrecía a la concurrencia, muy fino, antes de cada uso con un elegante “¿ustedes gustan?”.
Entre sus muchos y misteriosos negocios, llevaba a rento unas tierras de secano en las que sembraba unos puñaos de trigo “por si lloviera”. Aquel año había llovido y la media cabecera que plantara se convirtió en doce o quince sacos de trigo candeal. Llegado el tiempo, con la ayuda de un vecino y un par de mulas, se trilló, se aventó y se dispuso el cereal. El grano, entonces, o se usaba para la casa (harina, animales o trueque) o se vendía al Servicio Nacional del Trigo. Y el tío pecaos, que no tenía ni animales ni hijos, se decidió por esta última solución, así es que avisó a Venancio que era el poseedor del único motocarro del pueblo y lo citó para el día siguiente, tempranico, con idea de llegarse hasta Murcia, vender el trigo, echar el alboroque y volverse pitando.
Cargaron el isocarro hasta el gollete y salieron a todo lo que daba la máquina, que a decir verdad no era mucho, rumbo a Murcia, hacia el barrio del Carmen que era dónde estaban los almacenes del Servicio Nacional del Trigo.
De Santomera hacia Murcia parte la carretera con una cuesta que resultaba bastante dura de roer para la maquinaria de la época. El animalico, cargado hasta los topes y con los dos prójimos de añadidura renqueaba, todavía frío, echando nubes de un humo denso y blancuzco en una protesta inútil. Cuando por fin llegaron a la cima, se considero más que necesario darle un respiro en el bar de la Sonia donde el tío pecaos se tomo los tres primeros carajillos del día para matar el gusanillo que, con la ansiedad del viaje, tenía algo retozón de más. A Murcia hay unos doce kilometros y, más o menos, doscientos bares. No digo yo que pararan en todos, pero si en la mitad por lo menos (y no le ensajero nada) de manera que cuando avistaron la ciudad, el hombre llevaba más de mil carajillos al lomo y andaba despanzurrado encima de los sacos de trigo a los que trepaba en cada parada con mayor dificultad. Cuando descendió de las alturas, en llegado a destino, el sombrero le colgaba de una oreja y su dicción que nunca había sido brillante, se había convertido en una sarta de disparates farfulleantes e ininteligibles. El funcionario de turno tuvo a bien informarle (pareció que con cierto regodeo) que el precio de compra del trigo había bajado un duro con respecto al fijado en el tablón del ayuntamiento la semana anterior.
El tío pecaos estaba algo borracho, pero no tenía un pelo de tonto, de manera que montó en cólera y después de increpar al pollo, volvió a trepar sobre el montón de sacos y dio la voz de salida para el pueblo. Otras cien paradas en los mismos sitios y otros quinientos carajillos entre los minuciosos relatos de la aventura, los pusieron en un estado mas que lamentable. El motocarro esperaba resignado a la puerta de cada establecimiento, sin que le hubiera dado tiempo a entrar en calor entre parada y parada.
Aterrizaron por fin en el bar de la Mari, ya oscureciendo y sin un duro encima. Después de unos cubatas, que en los bares de alterne no  suele haber cafetera, al tío pecaos se le removió el cuerpo y dijo de ocuparse. La Mari siempre comprensiva le tomó la carga a cambio de un polvo para cada uno, que el hombre sería lo que fuese, pero era incapaz de entrar y dejarse al pobre Venancio de miranda.
Así es que la cosa acabó medio regular, el trigo sirvió para darle de comer unos días a las honradas putas, el tío pecaos sin un duro pero con el cuerpo aliviado; y Venancio, además del polvo gratis, con la halagüeña perspectiva de cobrar el porte en cuanto a su cliente se le pasara la jumera.

GINÉS EL CORREO

En recuerdo de mi amigo José, de Taberno


Es la hora del alba y Ginés ya lleva mucho rato de camino. El borriquillo, acostumbrado a la trocha que recorre a diario, mantiene un paso vivo y desigual ayudado por la corta vara que, a modo de fusta, cae rítmicamente sobre su lomo. Ginés cabalga a mujeriegas, bien instalado sobre la albarda de cáñamo y lona con sobo de tiempo infinito, de la que penden las sacas del correo. Todos los días desde hace muchos  años, recorre los veinte kilómetros que separan Taberno de la estafeta de correos. Sale al amanecer y antes del medio día ya está de vuelta, a no ser que le pille una tormenta fuerte o un granizo malo. Entonces se ve obligado a refugiarse en algún cortijo cercano y esperar a que escampe. Pero eso sucede muy de tarde en tarde. El hermoso pueblo de casitas colgantes y encaladas está situado en las estribaciones de la montaña y disfruta de un clima benigno.
Durante todo este tiempo Ginés ha conocido a cerca de veinte burros. Cada dos o tres años, los animales sometidos a caminata diaria están ya para el retiro, a funciones de menor exigencia. En ese duro trabajo, deben escogerse machos, que las hembras resultan menos vivas en el caminar y más útiles en faenas que les permiten llevar a buen fin sus preñeces, necesarias para la economía doméstica. Los burros son mejores caminantes aunque más ariscos y hasta mordedores, sobre todo si están enteros, los capados resultan más dóciles pero también más blandos, así que lo mejor es coger de joven, un burro entero y que, además, no haya conocido hembra, es decir que no este “picao”. Al desconocer los placeres de la carne, no se distraerá de su importante oficio cuando se crucen con algún miembro del sexo opuesto.
Ginés recuerda las desagradables experiencias que tuvo con alguno de ellos, un burro lleno de energías y magnifico andarín, pero de corazón tan galante que requería de amores con una insistencia rayana en lo patológico a cualquier borriquilla que se pusiera a su alcance, sin distinguir edad, situación ni otras circunstancias. No tenía, aquel animalico, lo que podía llamarse un gusto demasiado selectivo, le tiraba a todo lo que se movía. En una de sus diarias caminatas, decidió alterar el rumbo al descubrir una pieza de buen ver que en un cortijo cercano se estaba solazando con su ración de paja y su poco de cebada. Ginés, por vía de admonición, se vio obligado a sacudirle el polvo de las orejas con más que mediano ímpetu y el gentil caballerete algo disgustado al parecer por la discreta advertencia, giró el cuello y asiendo al amo por la pernera, dio con su menuda anatomía en tierra, por fortuna sin más daños que el producido al pantalón. Que si como le cogió de éste le cogiera la pierna, aún llevára Ginés en sus carnes la señal de la sana y potente dentadura.
 La aventura terminó, por fortuna, sin mayores males que el pequeño molimiento y el susto.  El rijoso borrico recibió su merecido de manos del dueño del cortijo que al verlo importunar tan a deshora a su pupila y más con los arteros métodos empleados (aún se veía al buen Ginés sentado en el suelo maldiciendo al vicioso burro), se le acercó con mucha maña  mientras estaba, cegado por sus ansias, platicándole al oído a la futura víctima de sus ardores, y le sacudió dos rotundos varazos en el lomo con el astil de una horqueta consiguiendo, como por ensalmo, que el herramental que el burro llevaba preparado para la ocasión, que era mucho y de calidad, se retrajera a una velocidad inusitada. No por ello curó el burro de sus amorosas inclinaciones, que suelen estas estar muy bien grabadas en el fondo del corazón de quién las sufre, pero en el futuro, bastaba mostrarle una horqueta para que se volviera comedido como un gozquecillo.
Estas y otras cosas va recordando Ginés “El Correo” en la fresca mañana de su último viaje; los años, que se le agolpan en las menudas espaldas y los inevitables cambios que la vida exige, aconsejan para el futuro otros métodos de transporte más de acuerdo con los tiempos. Hace mucho que lo sabe; con su jubilación desaparecerá “el correo a caballo”. A partir del lunes, dedicará su tiempo a la pequeña huerta regada por el canalizo de aguas transparentes que vierte la cañada. En las largas tardes de verano asistirá, en el club del pensionista, a la tranquila reunión con otros jubilados entre los que se cuentan no pocos que iniciaron con él la andadura de la vida y junto a los que ha envejecido.
Las tardes son plácidas y frescas en el altozano que la brisa recorre y los temas de conversación siguen siendo tan comunes como han sido a lo largo de todos estos años. Han vivido peripecias semejantes, guerras, emigraciones a lejanas tierras, calamidades, muertes… Y ahora se cuentan alifafes también parecidos; la puñetera próstata o las jodidas gafas de culo de vaso. ¿Y las piernas?. Si no fuera por las piernas… Esperan con la misma tranquilidad y disposición de ánimo, fruto de sus corazones sin malicia, vivir en esta bien ganada paz los años que el Señor disponga, mientras se toman un vasico de vino o una cerveza sin alcohol, según los casos, con sus pocos de cacahuetes o su patata cocida.
         Poco a poco, el airecillo de la tarde va refrescando y aconseja la prudente retirada en busca del hervido y la sesión de tele. Ginés toma su gayado de Almés y se levanta, con algo de trabajo. Saluda a la concurrencia;
               ¡Hasta mañana, señores!.
La cuesta se le hace más fácil que a la subida; sin prisas recorre el camino que tan bien conoce a golpes rítmicos de bastón. Mañana será otro día.


DON COMEGENTES

 


Recuerdo la primera vez que le vi como si fuera en este instante. Yo debía tener cinco o seis años y era una muchachita flaca de ojos grandes y tristes. Tras un accidentado viaje por la Pampa, habíamos llegado al Ingenio después de varias semanas viviendo en aquella monumental y destartalada carreta donde se amontonaban todas nuestras pertenencias. El Ingenio era una enorme finca en cuyo centro estaba el cañamelar y las oficinas del la Compañía. Las casas de los trabajadores se arracimaban de forma desordenada a todo alrededor, y cuando llegamos, el comité de bienvenida estaba formado por un grupo de trabajadores entre los que se encontraba don Comegentes. Yo no le llegaba más arriba de la rodilla. Era un hombre desmesurado que, visto desde mi altura, parecía no tener fin; aquella montaña de hombre me causó un pavor infinito y busqué refugio en la amplia pollera de mi madre, que tampoco las tenía todas consigo. Sin embargo, fueron muy amables con nosotros y pronto le encontraron a mi madre ocupación en las oficinas. Nuestra vida comenzó de nuevo a desarrollarse por cauces normales, como cuando vivíamos en nuestra pequeña estancia, antes de que aquella lanza india dejara a papá revolcándose en un charco de sangre delante de la puerta.
A partir de aquel día, vi a aquel hombrón con frecuencia, porque era casi imposible mirar a ningún sitio sin encontrar en algún punto su enorme figura llenando una parte importante del paisaje. Yo procuraba pasar inadvertida pues, como todos los niños, me sentía aterrorizada imaginando las cosas que podría hacernos aquel feroz gigante con el que los adultos nos amenazaban cada vez que hacíamos algo malo.
- ¡Te llevará don Comegentes! o  -¡Se lo diré a don Comegentes! Eran las amenazas que nos caían a menudo y que nos hacían poner los pelos de punta y correr despavoridos cuando veíamos cernirse su amenazadora sombra sobre nosotros.
Pasaron los años y nunca supe de nadie a quién se hubiera comido. Es más, acabé siendo muy amiga de su hija, una niña más o menos de mi edad, y ella me fue acercando poco a poco al personaje para descubrir que, como los de muchas leyendas, era víctima de su aspecto exterior, desaforado y un poco patibulario, que encerraba un corazón de tímido gorrioncillo. Había sin embargo, un misterio a su alrededor que siempre me intrigó y era el de la carne, la carne de don Comegentes.
 Todos los Jueves, sin excepción, el carnicero llegaba en su gran carreta en cuyo interior se bamboleaban enormes cuartos de vacuno colgando del techo. Una vez instalado en la plaza, iba despachando cortes de carne, según las apetencias de cada familia. Quién pedía bife de chorizo, quién de lomo o de costilla, quién prefería chinchulines o tira, quién de la ijada o la entraña. La única excepción era aquel personaje monstruoso,  a media mañana se acercaba al improvisado boliche con su paso que hacía temblar los árboles y el carnicero le sacaba con ímprobos esfuerzos un enorme paquete del fondo de la carreta. Aquellos paquetes, de tela embreada atados con todo cuidado podrían haber contenido con facilidad un hombre de buena estatura y mediano grosor. Don Comegentes pagaba lo que le pedían, se echaba al hombro el fardo sin mayor dificultad y desaparecía rumbo a su cabaña.
Con el tiempo, aquel misterioso tráfico pasó a ser una costumbre más que no alteraba la monotonía del Ingenio y todo el mundo daba por descontado que aquellos fardos informes que dormían en las profundidades de la carreta sanguinolenta eran “lo de don Comegentes” y la curiosidad fue decayendo hasta perderse.
Años más tarde abandoné el poblado y la vida me condujo por derroteros variopintos. Estando en Buenos Aires, alguien me dijo que don Comegentes se moría. Me puse en camino con toda urgencia queriendo acompañar a Biba, su hija y mi  compañera de juegos de antaño, en aquellos momentos. Pero cuando llegué el hombre ya había muerto. En la pequeña pieza de la cabaña que hacía de sala, el cuerpo ocupaba todo el espacio disponible y los enormes pies, calzados con sus sempiternas abarcas de suela de madera, sobresalían por la puerta. Las manos, como palas de aventar trigo, yacían cerúleas aplastando el pecho. Desde fuera de la piecita, velamos aquel cadáver interminable durante toda la noche, contándonos viejos relatos a la parpadeante luz de los cirios mortuorios.
Allí, en un bisbiseo apenas audible para nosotras, me contó Biba el misterio de los paquetes de carne de su padre, mientras al lado, el gigante parecía dar su beneplácito a la revelación de su bien guardado secreto.
- Mi papá, no sé por qué extrañas razones, desde muy chiquito se aficionó a comer la carne podrida, pero podrida, podrida… Le gustaba echar los bifes al fuego y que los gusanos salieran retorciéndose al abrasarse, sólo así le encontraba sabor y se la comía muy a su gusto. Tenía un secreto acuerdo con el carnicero que la traía, ya descompuesta de muchos días, en aquellos grandes fardos de tela embreada para que el olor no se advirtiera. Mi viejo iba sacando los bifes y los pasaba un momento por el fuego para achicharrar los gusanos, después se los comía a grandes bocados desgarrando la carne con facilidad, porque ya estaba hecha pulpa.
- ¿Y a vos no te daba asco?
- Veras, al principio, si. Pero con los años, me pareció normal esa bárbara costumbre. Es más, llegué a probar aquella carne repugnante y  no me pareció desagradable. Poco a poco pasé yo también a ser comedora de carroña. Y es que una vez probada la carne agusanada, resulta insípida la carne fresca. Ya ves la triste herencia que me dejó mi viejito.
La pobre Biba se liberó así del terrible secreto que la había torturado durante tantos años. Jamás volvimos a hablar de aquel asunto y no llegue nunca a saber si abandonó tan repugnante costumbre.
Pero a veces me ha pasado por la cabeza probar a mi también…        


DON ALFREDO ZITARROSA



Don Alfredo Zitarrosa era un personaje cargado con un aura de misterioso encanto. Vestido siempre con oscuros ternos cruzados de impecable corte y con el pelo engominado a lo Gardel, paseó su estampa seria como la de un ciprés invernal y sus canciones un poco tristes pero de gusto exquisito, por la España de los años setenta cosechando abundantes éxitos entre un público devoto y entregado.
De origen Uruguayo, se había recriado en La Argentina desde donde llegó a España huyendo de la dictadura de Videla. Entre Madrid, Barcelona y las giras por provincias pasó una década tocando con varios grupos de músicos  compartiendo avatares sin cuento con los que se trató siempre de ud. con un ceremonial respetuoso y distante. Era hombre dado a la melancolía y con cierto sentido trágico de la vida, al que lo habían llevado unos comienzos difíciles y algún desengaño amoroso, del que nunca se repuso. Acabó la dictadura, como todo acaba en este mundo, y volvió a su país de adopción, donde recuperó enseguida público y amigos. Entre los de su circulo más próximo, se encontraba un músico llamado El Pampero, que tocaba canciones de raíz popular muy del agrado de don Alfredo. De uno de aquellos temas se prendó el maestro y habló de incluirlo en su repertorio. El Pampero le advirtió:
-       Che, don Alfredo, y claro que podés tocarlo, pero el tema no es mío, tendremos que pedirle permiso al “Bardino”, que lo compuso.
El maestro, se había picado con la dichosa canción y ansioso como estaba por empezar a trabajarla, se propuso de inmediato conocer al autor. Pero el asunto no era tan fácil. El Bardino por lo visto vivía en una  estancia de Santa Rosa, alejada de Buenos Aires donde ellos residían, de modo que el Pampero hubo de preparar el encuentro que se celebró por fin unos días después y al que se había invitado también a otros poetas y cantores, gentes más o menos de la misma cuerda.
De todos es sabido que en Argentina todo gira alrededor de la carne, y aquel encuentro no podía ser diferente. Comenzó de mañana el asado, se comieron a su hora los chorizos y los chinchulines, se departió amigablemente, se vaciaron las botellas a que hubo lugar, y en medio de aquel bullicio el maestro no hacía más que preguntar por el Bardino.
El Pampero, atareado con los comensales, le daba largas
-       Don Alfredo, no tengás prisa, comé que luego lo veremos.
Así fue transcurriendo la comida, finalizada la cual aparecieron, cono no, las guitarras y comenzaron las rondas de canciones y los combates cantados en los que se tiraban puyas unos a otros entre bromas y veras.
El Pampero, cuando consideró por fin llegada la ocasión, se vino hacia  don Alfredo acompañado de un camarero, que resultó ser el famoso Bardino. El hombre trabajaba como empleado del local y se había estado afanando con la carne y los invitados durante el dilatado festejo, razón que explicaba su ausencia hasta aquel momento. Era personaje serio y reconcentrado, no muy fácil de trato a decir de los que le conocían, de modo que nadie tenía claro qué podía salir de aquel encuentro entre dos personas ninguna de las cuales se distinguía por su carácter jovial y desenvuelto.
Sin embargo el asunto marchó a las mil maravillas, don Alfredo y el Bardino, después de una presentación ceremoniosa, parecieron congeniar al instante. Se enfrascaron en una conversación sobre música y canciones y  el encuentro parecía transcurrir de la mejor manera en el mejor de los mundos. El aguardiente y la guitarra en la que iban interpretando por turnos retazos de canciones esbozadas sobre la marcha  parecían unirles de una forma que se preveía indisoluble.
En algún momento de aquella fraternal comunicación, el Bardino enternecido por lo hermoso de la incipiente amistad abrió su generoso pecho al maestro y lo convidó a un asado para el día siguiente en su casa, junto con un escogido grupo de amigos.
- Te voy a hacer un asado de Chigüiro (1) que te vas a chupar los dedos. De pibe era lo único que teníamos para comer, porque mi viejo nos dejó de muy chiquitos y éramos pobres como ratas. Te aseguro que no hay carne mas sabrosa en el mundo una vez que se le coge el punto al asado. Ya veras compadre, como te va a gustar.
Allí se jodió el invento. Cuando don Alfredo oyó mentar el Chigüiro, dio un respingo.
- ¿Pero que decís, compadre? ¿Comer Chigüiro? ¡En mi vida lo probé y jamás se me ocurriría comer de esa porquería inmunda!.
- ¿Como que porquería? Mis hermanos, la vieja y yo salimos adelante gracias a los Chigüiros y a mucha honra. Vos sós un desagradecido, engreído y faltón, ¡ándate a la grandísima!
- ¡Andáte vos, comedor de carroña! ¡ ¡Pucha! ¡Comer Chigüiros!
 No llegaron a las manos porque terciaron los amigos, pero allí murió, del mismo nacimiento, la hermosa amistad de dos hombres encantadores pero intransigentes. Y el resto del personal nos quedamos para siempre con las ganas de oír al maestro Zitarrosa cantar la copla del Bardino.

* * *

 (1) El Chigüiro, Capibara, Chigüil, o Carpincho que por todos estos y otros nombres se le conoce, es el roedor mas grande del mundo. Vive en Brasil, Paraguay, Argentina y otros países de Suramerica  y llega a pesar 50 Kg., con un metro de largo. Vive a orilla de los cursos de agua y se alimenta de peces y de hierbas. Es comestible pero su carne es poco apreciada, como ya se ha visto.

        

FERMÍN EL CALAFATE

 


Las dos casitas desde lejos parecían una sola, con tejados vencidos por el tiempo y patios colindantes. El abuelo las había comprado cuando, ya enfermo, don Eliseo su médico, le recomendara el bonancible clima del Mar Menor. Por aquel entonces, esa era una de las medicinas más efectivas que se conocían  para la mala salud indeterminada; al fin y al cabo, si no daba garantías de sanación era poco probable que causara algún daño. Las casitas eran viviendas muy sencillas, de pescadores, pobres como todos los que vivían en aquellos años en la zona de “La puntica”, con amplios patios de tierra que en verano se convertían en un mar de polvo si no se les rociaba cada día y por supuesto sin agua corriente ni luz eléctrica. El agua para todo tipo de consumo se sacaban del aljibe del patio con cubos de zinc y garrucha cantarina, y proporcionaban la luz unos rudimentarios aparatos de acetileno que echaban una peste horrorosa, aunque se procuraba que las veladas no se dilataran mucho, y se enviaba a la gente menuda a la cama en cuanto anochecía.
A pesar de estas incomodidades que hoy nos parecerían casi insuperables, aquellos veraneos del Mar Menor que duraban dos meses largos, siguen siendo recordados con nostalgia. Era toda una aventura levantarse al alba para encaminarse con los pies desnudos resbalando en el légamo de la orilla, hasta el molino de Quintin, a la caza de los cangrejos (crancos, les llamaban los naturales) que habían tenido la mala ventura de retrasarse en su diaria huida mar adentro y eran apresados con habilidad mediante la vieja técnica de colocarles un pie encima y una vez inmovilizados, atraparlos por detrás sorteando las ansiosas pinzas, para echarlos al desportillado caldero. Algunas mañanas la caza se daba mejor, y entonces probaba suerte en las casas de la vecindad, ofreciéndoles a las criadas (únicas que trajinaban a aquellas tempranas horas) las presas a razón de una peseta la docena.
Nunca llegué a saber si el San José había entrado en el lote de las casitas, o si el abuelo lo había comprado o hecho construir más tarde, pero el hecho es que el barquichuelo  era pieza clave de aquellos largos veraneos. Tendría el bote, como allí se llaman, unos cuatro metros, era panzón y sosegado, con robustas cuadernas y avanzaba recalcitrante por aquel mar siempre plano a impulso de los dos remos que fueron el único medio de propulsión que siempre le conociera, aunque contaban los del lugar que, en tiempos había tenido una hermosa vela latina cosida por la Tía Cruz “la negrilla”, en la que aparecía no sé sabe sí en tela o pintado, un Pinocho de hermosa nariz, caballero en un gran cangrejo. Debió ser verdad, porque el palo para la vela si que lo tenía, que yo lo conocí.
Dormía el San José su letargo invernal en la entrada de la casa y lo primero que había que hacer al inicio de la temporada estival era sacarlo de allí y echarlo a la mar. La madera reseca por la hibernada dejaba que el agua entrara a chorro  por las rendijas abiertas del casco y el barquichuelo se hundía enseguida hasta quedar depositado en el fondo de las aguas de verdosa transparencia. Allí pasaba dos o tres días, tiempo suficiente para que la madera se hinchara, se cerraran las rajas y pudiera ponerse a flote. Entonces entraba en escena Fermín el calafate.
Llegaba el día convenido a primera hora (ese día no había cangrejos), con su capazo de pintorescas herramientas y, una vez que el bote se había arrastrado hasta un lugar cómodo de la orilla, comenzaba a calafatear las juntas con tiras de estopa mojadas en brea que licuaba al calor de un pequeño fuego de virutas en un oxidado bote de melocotón en almíbar. Pronto se expandía en derredor un fuerte olor a brea y a madera cortada mientras Fermín iba taponando a golpes secos y rítmicos las juntas de las costillas. Acabada la operación, se repintaba el San José con una nueva capa, verde bajo la línea de flotación y blanca en las bordas, y una vez seco se tiraba al agua donde quedaba flotando, mesurado y bobalicón, dando pequeños tironcillos a la cuerda que lo mantenía amarrado a un palo de los muchos que, para tal menester, habían clavados en la orilla de aquel mar como un estanque.
A partir de aquel día el bote se convertía, para la menuda tripulación que lo utilizaba, en una serie de navíos de diversas utilidades. Unas veces era un potente barco de guerra lanzando horrísonas cargas de profundidad sobre arteros submarinos japoneses que merodeaban por nuestras costas, otras un plácido buque de carga que iba a buscar cargamentos de copra a lejanas islas del Pacífico, donde era recibido por grupos de bellas danzarinas, y las más de las veces osado bajel pirata que atacaba y destruía con ímpetu sanguinario pérfidos barcos ingleses que le doblaban en número de cañones y de hombres, pero que sucumbían ante el arrojo despiadado de la valiente tripulación del San José.
En medio de tan intensas emociones fue pasando aquel último verano, y entrado ya el mes de Septiembre, una noche hubo una tormenta que desató al San José y se lo llevó mar adentro.
Aún siendo un mar de juguete, cuando la naturaleza se encrespa, las obras de los hombres son apenas hojas llevadas por el viento, y así, el bote fue devuelto a la orilla por la tormenta y vino a estrellarse contra la pedriza que conducía el agua a los viejos molinos de viento. Los golpes de mar acabaron de destrozar el viejo casco.
Fue requerido Fermín al día siguiente y conducido hasta lo que quedaba del barquichuelo, sin soltar la capaza de las herramientas echó un rápido vistazo y solo dijo
-       ¡Ná!
Dió media vuelta y deshizo con parsimonia el camino de tierra, procurando no pillar ninguna piedra con los pies, descalzos como siempre.

DON JOSÉ PLANES

 


Fue una de esas mañanas desafortunadas. Casi todo salió mal. Mi habitual incompetencia había alcanzado cotas memorables y mi forma de tratar a la gente, generalmente cortés, había rozado límites de grosería inenarrables merced a mi estúpido mal humor. A la vista de las circunstancias, a la una de la tarde decidí dar por terminada la labor e ir a orearme,  a la espera de mejores tiempos.
Mi oficina está próxima a la plaza del Romea, recién transformada en diáfano solar en el que han perecido, deshidratados, multitud de turistas que se aventuraron a cruzarla en pleno verano, ignorantes de lo que puede ser el sol de agosto en Murcia. A uno de sus rincones ha ido a parar el monumento al maestro Fernández Caballero, escoltado por dos bancos que permiten plácido solaz a su vera cuando no están ocupados por los habituales mendigos de bolsas multicolores y perrillos con pañuelo al cuello. Me instalé en uno de ellos, lamentando la ausencia de respaldo y abstrayéndome en la contemplación del grupo escultórico dedicado al insigne murciano, de quién tantas historias había oído contar de pequeño a mi abuela.
Absorto en aquellos pensamientos apenas reparé en un señor, ya mayor, más bien bajito aunque membrudo y con aspecto fuerte, vestido de negro hasta el sombrero de alas anchas, que acababa de sentarse a mi lado. El hombre, viéndome con la mirada perdida en La Fama que corona el grupo, acabó entrando en conversación:
-       ¿Le gusta? – me preguntó.
-       ¿La Fama?
-       Bueno, el monumento en sí.
-       Pues si, me gusta, pero no entiendo mucho de arte, ¿sabe Ud.?
-       No hace falta entender tanto. Las cosas o te gustan o no te gustan. De hecho estas esculturas que están en lugares públicos van destinadas a todo tipo de gentes y no sólo a expertos. El éxito del artista está en que gusten a todo el mundo, o por lo menos en que no ofendan a nadie.
-       Ud. es artista?
-       Algo entiendo- me dijo.
-       Me contaron que la estatua de la Fama, la de ahí arriba, estuvo mucho tiempo guardada en un almacén por ser demasiado impúdica. No se si es cierto.
-       No es exactamente así. Lo que pasó es que los Jesuitas tenían una residencia en este edificio de aquí detrás y se ve que no les parecía bien tener una mujer tan ligera de ropa enfrente de su casa. Entonces movieron influencias para que la quitaran. Eran otros tiempos. Por fortuna, con los años, acabó volviendo a su sitio. Ya sabe ud. que no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista.
-     Se ve que los curas no la miraban con ojos de artista.
-     Se ve.
Aquel señor resultaba agradable por momentos; hablaba de forma mesurada y contundente dando la sensación de conocer a fondo el tema. Había logrado interesarme en la conversación y los problemas de mi trabajo me parecían a aquellas alturas lo que eran: gilipolleces a las que no merecía dedicarles ni un segundo. Interesado, decidí seguir con el asunto:
-     Veo que sabe de escultura.
-     Pues si, tuve un taller hace años.
-     ¿Y conoció al autor de ésta?
-     ¡Ya lo creo!. ¡Y muy bien! – dijo, ya en confianza, con una sonrisilla pícara - Este monumento, por cierto inacabado, se proyectó en el año 26. Me lo encargó don Emilio Díez de Revenga, director del Conservatorio, y lo inauguramos en Abril del 35. ¡Ya ve!. Cobré por él doce mil pesetas, de las de entonces, claro. Recibí mucho apoyo de don Juan de la Cierva y del director del Centro de Bellas Artes de Madrid don Manuel de Santa María.
Me quedé un poco sorprendido.
-     Entonces Ud. es don José Planes?
-         Para servirle.
-         Mucho gusto.
Seguimos un ratico más callados, con la vista fija en las piedras y el bronce. Al cabo, se levantó, tomó el bastoncillo de caña que tenía apoyado a su lado y se despidió con un cortés:
-         Quede con Dios, amigo.
-         Buenos días – le dije yo.
Permanecí inmóvil hasta que desapareció, a pasos menudos, rumbo a la vecina Platería. Al cabo del rato, caí en la cuenta de por qué toda aquella conversación me había resultado tan rara; don José Planes Peñalver había muerto en 1.974, hacía veinticinco años.




PERSONAJES FAMILIARES


 LA ABUELITA

 

        

Siempre había sido la abuelita. En otras casas eran abuelas o yayas y en casos de extrema sofisticación, mámas memés o lindezas por el estilo. En casa no. En casa a medida que había ido apareciendo personal menudo, se encontraban la institución de la abuelita sólidamente establecida.
El diminutivo, que en otros casos podría referirse a una débil ancianita, en este definía una cosa grande y sólida  instalada en una digna vejez que parecía no haber tenido principio y que se presumía  no iba a tener fin. La abuelita era una especie de roca inmóvil por razón de sus piernas paralizadas desde la infancia, anclada en un sillón frailuno, emanando fortaleza y uniendo a toda la familia con un pasado de la que ella quedaba como único representante, además de una hermana diez años mayor que ella, con la que teníamos un trato somero. La tía no había tenido descendencia en una época en que ello resultaba definitivamente frustrante y que fue, supongo yo, causa principal de la enconada enemistad que las dos hermanas mantuvieron siempre, porque al final la abuelita, desde el punto de vista social había triunfado en toda línea. Formó pareja, ya madura con un dulce músico casi invisible por discreto y tuvo tres robustos hijos que la cargaron de nietos.
Era una mujer extremadamente culta para su época, de buena familia, hija de presidente de la audiencia y grande de España, había cultivado las artes reservadas a las señoritas distinguidas;  música, lectura, pintura, etc..., por supuesto, jamas se dedicó a las labores domésticas y mucho menos a la “vulgaridad de la cocina”, cosa propia sólo de sirvientes y a cuyas dependencias tenían vetado el acceso los nietos por ser cosa propia de mujeres o de mariquitas. Sus relatos giraban en torno a D. Emilio Castelar, que conociera en la tertulia de unos amigos, de la boda de don Alfonso XIII, a la que había asistido como invitada con su familia, o a los recuerdos de Italia, de Fernán Caballero que junto con algunas vidas de santos y el periódico regional eran su lectura habitual. La atenta observación de cuanto sucedía en la plaza a que su balcón se abría y el rezo de innumerables rosarios replicados por una vieja sirvienta medio ciega y sorda que respondía a sus letanías de forma maquinal y automatizada, consumían la mayor parte del tiempo en sus últimos años, que fueron muchos y afortunados.
En las largas tardes de invierno, instaladas las dos al amor del brasero de picón, comenzaba el rezo de los misterios correspondientes al día de la semana. Iban desgranando las sobadas cuentas de un rosario de pétalos de rosa que alguien le había traído desde Lourdes y a cuyo extremo colgaba una crucecilla que decía contener una porción de tierra del Santo Sepulcro, esto le confería sin duda, una importante serie de milagreras virtudes. Comenzaba el rosario a buen ritmo, pero a medida que el sonsonete iba produciendo su efecto hipnótico y el calentor del braserillo aumentaba la sensación de placidez, los oídos endurecidos por los años, dejaban de percibir los sonidos y las cabezas caían hacia los negros regazos casi al unísono. El bisbiseo se volvía inaudible hasta que una de ellas retornaba sobresaltada al mundo de los vivos. Daba entonces imaginada respuesta retomando el tajo por donde mejor le parecía y se reiniciaba el proceso unas veces hacia delante y otras hacia atrás.
De entre sus muchos nietos, cuya irrupción en escena había sido permanente durante veinte años, tenía notoria predilección por los varones, y dentro de estos, por los primogénitos de cada familia, atavismo sin duda del cariño apasionado que había sentido por su hermano mayor.
De los dos nietos mayores, el primero era banal y díscolo y el segundo reposado y estudioso. La competencia, a pesar suyo, era inevitable. El uno sacaba malas o regulares notas, el otro buenas rozando lo excelente. Por fortuna esta competencia no hizo que su rivalidad saliera de unos limites normales. Es bien cierto que los caminos de los hombres se inician desde la infancia.
La abuelita era muy crédula con los inventos modernos. Había asistido a la difusión de la radio convirtiéndose en apasionada seguidora de algunos seriales de la época referidos a personajes literarios por ella conocidos, de forma que en las largas veladas invernales, alternaba los rezos con la atenta escucha del aparato de radio situado en una mesa a sus espaldas. Era un enorme chisme que funcionaba a válvulas, con el llamado ojo mágico, especie de pantallita verde que indicaba mediante unas rayas que se aproximaban o se alejaban, la adecuación a la sintonía de la emisora. Habían descubierto los traviesos nietos, merced a alguna información pillesca, la forma de enchufar al aparato unos auriculares procedentes de una radio de galena, hablando a través de los cuales desde la habitación contigua, el efecto producido era como si fueran locutores de la propia emisora. Con este truco la hacían participar en inexistentes concursos de los que resultaba agraciada con importantes premios que decían le iban a enviar en fechas próximas. Premios por otra parte inocentes, como ramos de flores o cajas de mazapán que luego ellos mismos le confiaban a Josefa, la otra sirvienta que la cuidaba, que se los entregaba como traídos por invisibles mensajeros.
En ese clima de bondadosa inocencia pasó los muchos años de su perpetua vejez la abuelita, elaborando día tras día, nosotros no lo sabíamos entonces, el recuerdo que nos acompañaría a cada uno de nosotros para siempre.

EL VIOLANTO  
      


La abuelita agradecía mucho las visitas. Había estado acostumbrada a una vida social intensa a pesar de su dificultad para moverse y en sus últimos años echaba de menos la conversación amena y los chismes de sociedad. En su juventud eran cosa común las “visitas” que las familias conocidas se hacían en los días de recibo, que solían ser fechas fijas de la semana o de la quincena. Se pasaba el grueso de la tarde en amena conversación con las damas y caballeros de la casa. Se tomaba chocolate, en algunas casas eran espléndidos a la hora de “sacar merienda”, en otras no tanto y ello sería motivo de jugosos comentarios en los días próximos. Se hacían corrillos en el salón que correspondiera, las mamás hablaban de sus cosas, los jóvenes en edad de merecer intercambiaban billetes misteriosos y recados a la oreja, los señores si no habían aprovechado la ocasión para reunirse en el casino, hablaban de caza con voces estertoreas o de lances variados en tonos más discretos.
Pero los tiempos cambian y la abuelita en los últimos, visitaba muy poco, en verano a alguna amiga superviviente, con fincas en el Mar Menor. Apenas era visitada, si descontamos el tropel de nietos que pasaba de continuo por su casa cuya puerta permanecía siempre abierta.
Le quedaron dos o tres viejos afectos entre los que se contaba Miguel “el violanto”. Parece que el mote le venía del apellido Violante, adaptado por las gentes del Cabezo, sus vecinos, a su exagerado amaneramiento (nunca creí que de ahí hubiera pasado su fama de mariquita total).       Era, por esas fechas un hombre ya mayor, bonachón tirando a tontucio, redicho y de gestos mujeriles que causaba no se sabe si pena o risa. Su avidez por la carne masculina y más si era prieta se detectaba en los besos baboseantes con que nos obsequiaba a los chicos en cuanto veía ocasión ya que la abuelita, incauta y por completo inocente de esas vulgaridades, nos echaba en sus brazos con un:
- Saluda a Miguel, nene.
El nene se zafaba de las babas y salía de estampida una vez hechas las mínimas concesiones a la buena educación.
El Violanto, además de las ya dichas, presentaba otra característica peculiar y es que tenía como un hundido en el parietal derecho en el que podía caber una naranja más que mediana. Como es lógico, aquel cráter que se adivinaba fruto de misteriosos hechos quién sabe de qué extraña naturaleza, nos tenía fascinados y las preguntas a la abuelita no obtenían más que evasivas, de manera que armado de valor, lo intercepté una de sus tardes fijas de visita, antes de que subiera a casa y con voz lánguida le dije que me contara el origen de aquella peculiaridad. El hombre no sé con qué ingenuas esperanzas, se sentó a mi lado en el banco del amplio rellano y me contó la historia de su descalabro...
Ya desde bien pequeño había sido un tanto especial, lo que le acarreó  problemas desde los primeros cursos en la escuela del pueblo. El amaneramiento que sólo su madre comprendía y disculpaba comenzó a ser motivo continuado de burlas y rechiflas cuando no de agresiones y varapalos, haciendo que su infancia se viera marcada por el dolor y la marginación. Su carácter dulce y apocado hacían todavía más difícil la integración con los otros chicos, ya que se sentía incapaz de responder con violencia a las continuas provocaciones de aquel mundo hostil y acabó sintiendo cierta complacencia ante las vejaciones de sus compañeros. Con los años, los problemas aumentaron y hacia los dieciséis o diecisiete, ya le llamaban maricón con todas las letras y era el objeto favorito de los zagalones cada vez que había una fiesta o cualquier otro acontecimiento que mereciera ser festejado sacudiéndole a la Miguela. El pobre Violanto se hizo un experto en eludir fiestas y juergas de todo tipo que sabía por amarga experiencia en qué podían acabar. En éstas, un grupillo de los peor intencionados urdieron darle una broma. Uno de ellos se dejaría querer para atraerlo a una cuadra donde poder estobarlo a modo. Hiciéronlo así y el pobre Miguel, requerido de engañosos amores por el mocetón, cayó incauto en el garlito, le hicieron un corro y comenzaron a sacudirle con lo que se les vino a las manos. Y quiso su mala ventura que a uno de ellos lo que se le viniera fue una azada con cuyo revés le dio tal que le produjo el bollo que luciría de por vida.
Concluyó el pobre hombre su relato con lágrimas en los ojos diciéndome entre manotazos al aire:
-       Y menos mal que la Santísima Virgen me protegió y no me dieron con la hoja, que si no, me dejan en el sitio.
Desde aquel día, el pobre Violanto me dio, definitivamente, más pena que risa.


LA JOSEFA
 


La Josefa era uno más de los personajes pintorescos que rodeaban a la abuelita. Nunca supe bien de dónde procedía ni siquiera si tenía familiares. La recuerdo en casa desde siempre; era mujer de una grosera exuberancia, muy al estilo de esta tierra, distribuida con generosidad por la naturaleza de forma simétrica respecto a un eje que le pasara por la cintura, la cual con ser estrecha no lo era tanto que ella no procurara realzarla con prietos cinturones que, a modo de cilicios al servicio de una peculiar estética, se colocaba debajo de la ropa. Ello hacía que las carnes acosadas de forma tan cruel huyeran en las dos únicas direcciones posibles buscando trabajosamente lugar entre las ya existentes y logrando por fin acoplarse en un inestable equilibrio que de continuo amenazaba con reventar la envoltura externa, prieta como el pellejo de una morcilla. La parte de abajo se mantenía, mal que bien, de lo suyo pero a la superior había que reforzarla mediante complicados artilugios compuestos por ballenas, tirantes, soportes y tensores que recordaban por lo complicado e imaginativo, a los ingenios de Leonardo da Vinci. El resultado final era un conjunto preciosista que ella exhibía orgullosa con paso cadencioso y un tanto marcial cada vez que tenía que cruzar la Plaza de Cetina (y procuraba tener que cruzarla a menudo), entre los silbidos y las coloridas expresiones que salían a borbotones de las gargantas de los desocupados taxistas que, a la sazón, la poblaban. Los paseos de la Josefa eran espectáculo habitual y esperado y uno de los pocos alicientes que la paciente espera del eventual cliente, les concedía a los hombres del coche de punto.
A pesar de aquel aspecto feroz que ella resaltaba a veces con unas pinturas que parecían tenerla situada permanentemene en época de fallas, era una mujer de buenísimo corazón que hubiera hecho una excelente ama de casa y una buena madre si hubiera encontrado con quién formar pareja. Quiso su mala ventura, sin embargo, que el único novio que se le conoció fuera un camarero del bar que había en los bajos de la casa, que subía con asidua nocturnidad a “hablarle” en el banco del rellano de la escalera. Allí, debían haber más que palabras porque cuando subía algún inquilino, todo eran resoplidos, rostros congestionados y precipitado recomponer de ropas sometidas a quién sabe qué extrañas contorsiones.
Aquellos amores apasionados y tormentosos se prolongaron con los naturales altibajos durante varios años, hasta que vino a descubrirse que el amante Ricardo, que así se llamaba el talludo mozuelo, estaba casado el tiempo suficiente como para tener dos robustos niños de cuatro y dos años de edad.
La noticia como es lógico, cayó sobre la pobre Josefa como un rayo. Reparó tarde en su ceguera al hacer oídos sordos a los muchos consejos que sobre el particular había venido oyendo de los que la querían bien, y en que además el mozo se quedaba con una prenda de difícil retorno y muy valorada por aquel entonces.
Con su desengaño a cuestas, con sus exuberancias amorcilladas y con sus pinturas de guerra, la Josefa siguió cuidando de la abuelita durante muchos años.
 

DON NICO




Don Nico era un señor menudo y atildado, al que conocí con un sempiterno y único traje marrón de príncipe de Gales, una corbata de seda color rojo cereza con topitos amarillos y unos zapatos marrones lustrados con esmero. Don Nico era visita asidua de la abuelita con periodicidad quincenal.
Debía haber conocido mejores tiempos como hacía suponer su indumentaria de buena calidad pasada de moda, aunque mantenida en estado de supervivencia digna, merced a ímprobos y especializados esfuerzos de conservación.
 Tenía unas manos pequeñitas y delgadas, como todo él, con unas uñas largas y limpias que se evidenciaban fruto de muchas horas de atenciones, aunque con un brillo sospechoso producto de la laca que se aplicaba, coqueto. Hablaba con una vocecilla atiplada por la edad y por sus especiales y evidentes circunstancias. Estas últimas, sin embargo, quedaron siempre envueltas en un velo de insondable misterio ya que la abuelita era discreta en extremo en lo referente a causas ajenas, más si se intuían siquiera de lejos, temas escabrosos.
Parece que su vida había transcurrido por cauces tormentosos en el Madrid de principios de siglo, donde había marchado de muy joven para dedicarse “al teatro”, término de indudable vaguedad que podía incluir cualquier cosa y que no acababa de desvelar el misterio que se presentía detrás de su amaneramiento acrecentado por los largos años de práctica. Es probable que fuera una amistad heredada del abuelo, que también había pasado gran parte de su juventud en los ambientes artísticos y teatrales de Madrid, aunque de signo diferente y aún manifiestamente contrario.
La abuelita y don Nico debían ser de una edad aproximada, y desde luego avanzada a la sazón. Padecían al unísono, amén de otros achaques, la natural sordera que combatían mediante sendos aparatos, audífonos que les llamaban. Aquellos aparatos eran un tanto rudimentarios, del tamaño de una lata de arenques holandeses como poco, con su altavoz bien visible y sospecho que de una eficacia más que discutible a juzgar por los resultados.
Don Nico, una vez instalado en su sillón de caña de Manila, metía los piececillos de zapatos acharolados que apenas le llegaban al suelo en el acogedor calorcillo de la mesa camilla. Colocaba el aparato al que permanecía conectado mediante un cordón hundido en su oreja sobre la mesa al lado del de doña Luz. Comenzaba entonces una conversación surrealista de aparato a aparato en el que podía suceder cualquier cosa en medio de las continuas interferencias que ambos chismes se producían. Con las pulidas manecillas en el regazo, don Nico iniciaba el contacto con varios:
-     Ejem, Ejem, Lucecita, mmm, Lucecita...
A los que la abuelita respondía:
-     ¿ Nicolás, Nicolás, como te encuentras hoy?
Después de un silencio que cada uno aprovechaba para retocar los botones de su aparato intentando ponerlo en mejor sintonía se reiniciaba el pretendido diálogo, con resultados más o menos parecidos.
Y así podían pasar, en amigable charla, el tiempo que la visita duraba, sin más interrupciones que las necesarias para tomarse unas jícaras de chocolate con algún picatoste, que Josefa les servía hacia mitad de la tarde.



LA PUJANTA
 
 
 


Aparecía todos los jueves a media mañana con sus sayas negras, toquilla de lana del mismo color y pañuelo que le abrazaba los hombros. Las medias, a juego, desaparecían en unas zapatillas mugrientas y de todo su ser, en especial de la capaza resobada que llevaba al brazo, se desprendía un peculiar olor a especias y a matanza, mezclado con otros más densos de origen corporal. El resultado final era una estela característica que la mantenía presente mucho rato después de haberse marchado.
Me imagino que el nombre le vendría como corrupción del apellido Pujante que debía tener. Nunca lo supe. Era, sencillamente, “la Pujanta”, otro de los personajes que rondaban por casa de la abuelita.
Además de una verruga de considerables dimensiones con su mechoncillo de pelos entreverados y cerdosos que lucía en la mejilla derecha, ostentaba un hermoso bigote que hubiera sido orgullo de cualquier brigadier de zarzuela. Eran éstas, por sí solas, prendas que hacían poco atractivo el saludo besuqueante con que solía regalarnos, muy cumplida, cuando interrumpíamos de improviso los misteriosos tratos que tenía con la abuelita.
Traficaba la buena mujer con embutidos provenientes de matanzas huertanas, clandestinas pero ”de mucha confianza” que venía a distribuir todos los jueves del año (con la única excepción del jueves santo) entre su selecta parroquia de la ciudad. Aquella capaza de insondables profundidades albergaba multitud de paquetillos de papel de estraza con cuartos y mitades, libras y medias libras de morcillas, salchichas, longanizas o blancos, amén de escogidas costillas de vareta de cabritillo mamón. Sobre cada uno de los envoltorios había escrito a trazos infantiles y la mayoría de las veces solo inteligibles para ella, nombres y destinos así como cabalísticos signos que querían expresar los pesos de la mercancía, como es lógico ya sisados. Con expresión untuosa y reverente, colocaba la capaza sobre la mesa camilla y comenzaba a extraer de ella envoltorios y papelajos hasta encontrar los destinados a la casa. Mientras, iba ponderando con exageradas alabanzas, la extraordinaria calidad de aquella matanza en particular, que no es que lo dijera ella, que se le podía preguntar a cualquiera que los hubiera catado, así como lo principal de las casas a que iban destinados el resto de paquetillos informes que dormían en las profundidades de la sera.
Una vez concluida la selección y reintegradas a la sima capacil las viandas que habrían de seguir viaje, la abuelita procedía al pago convenido. Trasladaba con la dificultad propia de sus dedos artríticos billetes y monedas desde su bolsillo de clip a las ávidas y grasientas manos de la Pujanta, que las envolvía en un pañuelo de sospechoso color gris y las hacía desaparecer en el seno otrora opulento y hoy solo voluminoso.
La visita tocaba a su fin. La mujer se deshacía en frases hechas referidas al magnífico estado de la abuelita a la que deseaba tantos años de vida, y ella que lo viera, exageraba la gallardía de los nietos que nos halláramos de paso y que Dios nos bendijera, tan guapos y tan mayores ya, madre mía que parece que fue ayer cuando los vio nacer...
Y continuaba su ruta envuelta en aquel acre e inconfundible olor producto de tantos años de tráfico de cadáveres al por menor.

 EL HOMBRE

 



Fue el primer hijo de la abuelita, y cuando lo conocí debía andar por los cuarenta y tantos años. Era alto, con un porte distinguido y elegante que le venía de familia, aunque por aquella época no vestía con el esmero que debía caracterizarlo años después; por el contrario, prestaba poca atención al atuendo. Los trajes, siempre arrugados, flotaban a su alrededor como banderolas al viento; pantalones con brillantes rodilleras y chaqueta siempre abierta de abultados bolsillos, que parecían seras, llenos de papeles y notas entre las que nunca encontraba la adecuada. Lo que sí usaba ya, era el sombrero, que en sus diversas variedades habría de acompañarlo el resto de su vida.
Lo recuerdo presuroso siempre, afanándose de un sitio a otro, caminando a trancos cortos y veloces para atender, como un malabarista a los dos o tres trabajos que le eran precisos para mantener a la familia que crecía año tras año. Su casa era un pozo sin fondo habitada por una multitud en continuo aumento compuesta de hijos, primos, amigos... Entraba y salía, con un horario anárquico; a veces iba a comer a las tantas, cuando ya todos estaban en el colegio y la madre, vencida, reposaba disfrutando el único rato de paz que conseguía a lo largo de su extenuante jornada. Devoraba entonces a tragaloperro lo que le hubieran dejado bajo un plato que pretendía mantener la comida caliente y salía disparado a sus múltiples ocupaciones después de engullir el enésimo café del día en “Mi Bar”. Las más de las veces llamaba a última hora excusando su presencia para comer en la buena compañía de sus amigos. En cualquier caso, los hijos no lo verían hasta el día siguiente, en el instante fugaz del desayuno, sí es que no había tenido que madrugar.
Era un padre al uso de la época, repitiendo los modelos impuestos por la sociedad de posguerra como podía, acertando cuando había suerte y errando cuando tocaba, mientras alimentaba a grandes paletadas la insaciable caldera de aquel tren que no podía detenerse. Fueron creciéndole los hijos, a los pequeños debió conocerlos muy de lejos, aunque por todos procurara con igual esmero; pero he podido comprobar, años después, que las opiniones de muchos de ellos sobre el Hombre eran dispares y aún contradictorias, haciendo verdad el aserto de que “ningún hijo conoce al mismo padre”.
Durante muchos años vivimos en tierras diferentes, y nuestro contacto se debilitó por largas temporadas, pero esperábamos el reencuentro con avidez y por encima de las controversias y diferencias de opinión que a veces nos hacían llevar la mano al cinto (ambos éramos de genio vivo) primaba el respeto y el afecto que habíamos conquistado, a base de escaramuzas, a lo largo de muchos años.
Rindió un especial culto a la amistad y la vida le recompensó con buenos amigos a los que se entregó sin cortapisas y de los que recibió cumplida correspondencia; se cumplió en él la bíblica promesa del ciento por uno. Tuvo la suerte de mantener muchos de ellos hasta los últimos años, en cuya compañía remansaron los ánimos en la tertulia mañanera del acogedor Hispano, al amoroso arrullo del vino de Rioja o de la Ribera del Duero. En éste, como en tantos otros aspectos de la vida, fue muy afortunado.
Hombre de cultura sólida y profunda, de la que jamás hizo alarde y que nunca utilizaba sino para su propia satisfacción, citaba con facilidad en latín y en griego, y aún recuerdo los largos párrafos de la Guerra de las Galia con que me regalaba, en su fina ironía, a mí, que había tropezado con los clásicos desde los primeros encuentros.
Me enseñó lo que es la verdadera valentía, no la de los pistoleros del oeste ni la de los valentones capaces de tundir a otro a palos en un rifirrafe cualquiera, sino el verdadero valor, el que anida en el corazón de algunos hombres y que les permite ir por la vida con la cabeza alta, como el que sabe quién es y eso le importa por encima de todo.
Tuvimos la suerte de compartir muchos momentos buenos y cuando llegaron los malos, que siempre llegan, los repartimos  a lo que tocáramos, sin ladearnos ninguno. Tuvo en mí la confianza total de quién pone su vida en manos de otro, y lo traté como si fuera yo mismo. Le vi practicar su código en la hora de la verdad. Se enfrentó con la muerte, que lo citó con tiempo, de forma serena, de igual a igual, sin entregarse pero sin rebelarse más que lo justo ante lo inevitable y natural. Con un par. 
Siempre lo recordaré como un gran hombre. Se llamaba José María y era mi padre. 
 
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