Mariano Sanz Navarro
Quien
de la poesía
y
de los versos se aleja
huérfana
deja su alma
creyendo
que está completa
Santiago
Delgado
(Escuchado en Zalacaín, 26.01.2016)
Me
reprocha mi musa de cabecera, con su habitual proceder dulce y discreto, la
vanidad de titularme escritor; y debo manifestar
en mi descargo que igual que hubo grandes pintores que ennoblecieron el oficio
como Velázquez o Goya (por no citar a tantos más de este y otros países), no
por ello a los menores debe hurtárseles la misma denominación que a los
principales y consagrados. Salvando las distancias, en su modestia y en su
casa, cada persona es rey de lo suyo; todos aquellos fueron pintores con
notables diferencias de acierto y fortuna. La cual es tan caprichosa que
maestros (como Van Gog) ha habido, que no vendieron ni un solo cuadro en vida,
y luego de muertos se les comenzó a apreciar, pagándose por sus obras grandes
fortunas.
En
todos los oficios -también en los de letras-, hay muchas categorías; de manera
que algunos se llaman poetas sin tener de ello más que la fiebre juvenil de los
ripios por la que todos hemos pasado, sino que en su caso, jamás les fue curada
por el natural paso del tiempo, y los pergeñan con más voluntad que ingenio. A
muchos de estos podrían aplicárseles los versos de Miguel Torga que tan
acertadamente cita Angel Paniagua:
Esos que solo han conocido de las
musas
la blanca vestidura y los cabellos
Otros
–pocos-, sí se ganaron el título y denominación de poetas a pulso y con
ingenio: el tiempo y las gentes los colocaron para siempre en el alto lugar que
les corresponde.
Puede
que, como supone el amante de las esdrújulas, Gonzalo Rojas, el poeta se haga
‘de repente’, o por contra, como decía don Miguel, se componga a lo largo de
muchos y difíciles trabajos: Yo que
siempre me afano y me desvelo/por parecer que tengo de poeta/la gracia que no
quiso darme el cielo.
Aunque
en otro lugar piense y deje escrito de la poesía: que, según dicen es enfermedad incurable y pegadiza.
Pasa
lo mismo con los escritores y escritoras de prosa, que de ellos hay los
reputados por sus obras y por el tiempo que los ha declarado inmortales, tanto
en épocas pretéritas como en las presentes. Pero existen también los menores
(entre los que me cuento), que en su modestia y sin querer establecer parangón
alguno con los anteriores, disfrutan del arte de la escritura y aspiran, en el
honesto ejercicio della a ocupar un lugar, aunque sea junto al escabel de los
consagrados, de manera que algo de la gloria que les rezuma venga a tocarles.
Todos
los que escriben, proceden de igual manera en su oficio: colocan ordenadamente
las letras formando palabras y éstas componiendo frases para acabar
construyendo la historia de que se trate. Pero ¡ay!, algunos, tocados por la
vara alada de la fortuna la tienen de tal suerte que de sus plumas salen
comedias sin cuento, narraciones fantásticas, iliadas y odiseas; amadises, buscones,
quijotes, hamlets, rinconetes, gulliveres, montecristos, alicias, reyes gudús
olvidados, parientes del Dr. García, señoras Dolloway, emmas o aurelianos que
exigen, ya desde recién nacidos, un lugar imperecedero en la historia universal.
El resto, con paciencia digna de encomio, se conforma echando a andar por el
mundo de lo literario, los contrahechos engendros que la pluma no logró plasmar
con el esbelto y fulgurante talle que concibiera la imaginación del autor.
Por
eso, no es el principal objetivo del que escribe (que si no escritor, puede
llamársele escribiente o escribano, por parecer estas denominaciones más
modestas y de menor altura y presunción), obtener fama, y mucho menos fortuna,
sino que el propio ejercicio de la escritura le produzca tantas satisfacciones
con lo que, en sí mismo, se complete y realice.
Ítem
más que algunos de los escritos que deje, puedan servir para que aquellos a los
que les lleguen conozcan algo más del que los ha dejado, e incluso aprendan
alguna cosa de las que el amanuense haya puesto sobre el papel.
*
Y
por parecerme que viene a cuento, voy a relatar al paciente lector un sueño que
tuve hace unos días: me vi ante la puerta que cierra el Universo; solo una
astilla de luz pude apreciar por el hueco de la cerradura. La curiosidad me
llevó a mirar por la rendija y vi el mundo de las vanidades lleno de
escritores; en la parte más alta, en un éter blanquecino, los genios de ese
arte que en el mundo han sido se movían flotando con el índice de su mano diestra
extendido, como si en otra Capilla Sixtina se encontraran, de manera que cada
tanto, tocaban con otro del mismo oficio y las chispas de genialidad brotaban
de sus dedos como fuegos de artificio.
Más
abajo, en un piélago semejante a pegajosa melaza, se encontraba la miríada de
escritores anodinos: jóvenes en busca del pelotazo editorial,
vertedores de critica indiscriminada, resentidos de todos los calibres;
jubilados decadentes empeñados en dejar recuerdo imperecedero de una vida que
no interesa a nadie; periodistas hambreantes que aseguran tener decenas de
magnificas obras en el cajón a la espera de editor…
En
el fondo, un caldo negruzco y fétido, bullía como gusanera. Eran los escritores
definitivamente fracasados, los refugiados en periodiquillos criticones y los
asilados en programas de “realitis” que jamás saldrían de su estado de larva
para pasar al de mariposa.
Desperté
con la firme convicción de que jamás atravesaría aquella puerta.
Pero qué bien escribes, don Mariano. Da gusto leer tus prosas tan elegantes e ilustradas. Un verdadero placer, colega, amigo, maestro, sí, maestro, por qué no?... Un abrazo.
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