Encuentro con el caballero
Eran
años grises de los que recuerdo en forma especial los inviernos brumosos de una
Murcia más húmeda. Los señoritos vestían trajes Príncipe de Gales cruzados y
llevaban sombrero, los obreros, pantalones de pana con parches de colores
variopintos en las rodilleras, gorra y zapatillas de andar por casa o
esparteñas. Los señoritos se hacían lustrar los zapatos los domingos después de
misa por limpiabotas genuflexos en la puerta del Casino, (que aún no había
alcanzado la realeza). Observaba fascinado, de pie junto a la silla ocupada por
mi padre, la habilidad con que el hombrecillo de dedos tintados en mil colores,
cambiaba de mano el cepillo con un golpe seco y preciosista que exhibía con
orgullo de profesional. Luego retiraba los cartoncillos resobados que protegían
los calcetines del cliente y procedía a sacar el ultimo brillo con un paño,
negro por un lado y rojo por el otro, según requiriera el color del calzado,
pasándolo con brío de acordeonista para acabar diciendo “servido” mientras
tendía la mano en espera del el magro óbolo, voluntad del cliente.
Los
niños de la época teníamos poco contacto con los mayores, especialmente con los
padres, siempre ausentes en trabajos múltiples. La educación estaba encomendada
a las madres, verdaderas matronas romanas, refugio y fortaleza de todas nuestras
cuitas, aunque poco duchas en prepararnos para los avatares de la vida. El
cariño, maternal y completo, se reducía a unas disciplinas básicas de relación
con los hermanos (que solían abundar), la adquisición y practica de buenos
modales y el arte de manejar cuchillo y tenedor. De lo demás, se ocupaban en el
colegio. Los chicos en los Maristas o Capuchinos y las chicas en las Carmelitas
descalzas, a las que por cierto nunca les vi los pies, o en Jesús María, las que
pertenecían a familias de mejor acomodo.
Por
aquellos primeros años de bachillerato, mi curiosidad me llevó a penetrar, casi
violar, el único sancta-antorum que en la casa había: el despacho de mi padre.
Era una habitación grande, situada a un lado del largo pasillo que las casas solían
tener entonces, donde nunca entraba nadie ni siquiera a limpiar. Solo mi padre,
a últimas horas de la tarde, para coger los dos o tres libros que llevara en
danza y que leía alternativamente en la mesa de camilla del comedor, abstraído
del bullicio que solía reinar a su alrededor.
Aquel
despacho, por el que el resto de los habitantes de la casa nunca mostraron
ningún interés a pesar de que jamás se cerró con llave, me fascinaba. A la
izquierda había una gran mesa de despacho de madera negra, brillante y labrada
con cajoneras a ambos lados. Estaba rodeada por un cerco de pilastrillas
torneadas unidas por varetas en la parte superior para impedían que cualquier
objeto pudiera deslizase hasta el suelo. Un cristal sobre fieltro rojo cubría
toda la superficie. Estaba cubierta de papeles y expedientes, siempre los
mismos, que nunca logre averiguar que hacían allí. Eran papeles de juicios o
cosas por el estilo, seguramente de hacía muchos años, a juzgar por el leve
polvillo gris que los cubría y que estaba rigurosamente prohibido retirar. Frente
al sillón, donde pocas veces vi sentado a mi padre, había una escribanía de plata
con una campanilla de sonido diáfano y cristalino que aún conservo.
Las
paredes estaban llenas de libros. En los anaqueles más altos, muchos de
pergamino que nunca me atreví a alcanzar, pero mas bajo había obras de Historia,
Economía, Filosofía y Literatura que me resultaban ininteligibles pero que me
impresionaban por sus esmeradas encuadernaciones y sobre todo por el olor
especial que tenían, que tienen, los libros que han permanecido mucho tiempo
cerrados cuando se abren. Años después, supe que la mayor parte de aquella
biblioteca le había llegado a mi padre como herencia de un tío suyo, por lo
visto misógino, masón, caballero de Calatrava y licenciado en Historia, que
dedicó toda su vida a la investigación y la enseñanza, al parecer con escaso
éxito.
De
mis investigaciones entre aquellos mamotretos a la búsqueda de algo que fuera
diferente a los aburridísimos libros del colegio, solo me fueron accesibles
unos pocos: los viajes de Alí Bey, que me resultaba el colmo del exotismo; entonces
ni siquiera barruntaba que pudieran haber países como los que allí se
describían y mucho menos gentes de otras religiones o culturas. Luego di con unas
obras completas de Mark Twain, en papel biblia encuadernadas en color marrón a
las que me apliqué de inmediato. No entendí con facilidad a aquel niño, sin más
amparo que la tía Polly, en un ambiente que me resultaba extraño, pero me identificaba
con su espíritu libre y el comportamiento de una madurez que envidiaba. Nunca
lo he vuelto a releer, temiendo que aquella imagen perfecta que guardo pueda
verse mixtificada por mis propios cambios. Nunca he olvidado una frase dicha en
medio de una pelea con espadas de madera en la que, ya no recuerdo si es Tom o
uno de sus amigos, cae en su papel de herido sobre un lecho de ortigas y el
narrador concluye “levantándose con harta agilidad para tratarse de un
cadáver”. Creo que la primera lección práctica de mi vida me la dio el pasaje
en el que Tom, obligado por la tía Polly a enjalbegar la verja (que tampoco me
imaginaba lo que era, porque nunca había visto una verja de madera rodeando una
casa y mucho menos la necesidad de enjalbegarla) convierte lo que era un
oneroso trabajo en una empresa rentable en la que enreda a sus colegas que le
ruegan permitirles hacer aquel interesante trabajo a cambio de valiosas “mercancías”:
una rata muerta recen cobrada, un lápiz sin punta, unas canicas o una madeja de
lana sin utilidad inmediata.
La segunda
parte, las aventuras de Huckleberry Finn, ya no me interesaban tanto, el
personaje, después de Tom, no me parecía atractivo, y su huida Misisipi abajo
en compañía del negro Tom, esclavo fugado (que también me resultaba lejano e
increíble mientras que Tom me parecía contemporáneo). Me resulto pesada. Ahí lo
abandoné.
Mi
padre debió darse cuenta de mi interés por la lectura y en uno de los escasos
momentos de atención que procuraba distribuir con cierta equidad entre cada uno
de sus numerosos hijos, me recomendó que leyera el Quijote, señalándome el
estante donde se encontraba y en el que yo nunca había reparado. Era una
edición en octavo, en cuatro tomos que dormía entre todos aquellos libros “serios”
que poco interés podían despertar en un mozalbete de mi edad.
El
libro me resultó ilegible y antipático. Las páginas eran duras como el cartón, desagradables
y crujientes, de pergamino añejo; teñidas de amarillo en los bordes, sin una
sola nota. Sencillamente indescifrable. No tenía la menor idea de lo que era la
Mancha, ni un rocín flaco, ni un galgo corredor, mucho menos los duelos y
quebrantos o la lanza en astillero. De la rodela no hablemos. Con gran disgusto
de mi padre, abandone la lectura en las primeras matas.
Me consolé
de aquel fracaso con otro hallazgo: dos novelas de la colección de bolsillo
Alcotán, encuadernadas en rustica, con una letra infame que ahora me sería
imposible leer: “Banderas al viento” y “Un buque de línea”, de C. S. Forester.
Aquel fue mi primer encuentro con el, entonces, capitán Hormblower (apellido
que aun hoy me resulta impronunciable), cuyas aventuras completas duermen ahora
en mi biblioteca reeditadas por Edhasa muchos años después.
No
recuerdo otro tropiezo con el Quijote hasta la Universidad Laboral de Sevilla
donde pasé un infortunado invierno, alrededor de mis diecisiete años. Huyendo
de las aburridas clases que nunca consiguieron hacer de mí un buen Aparejador y
de los soporíferos y aterradores sermones salesianos, solía refugiarme en la
biblioteca, notablemente surtida. Allí encontré una edición del Quijote mucho más
asequible, con multitud de notas, creo recordar que de Lázaro Carreter. Aquello
fue un hallazgo interesante y accesible. Me apliqué a leer más las notas que la
historia, pues eran estas las que me revelaban el verdadero sentido de aquellas
cosas que había entendido poco y mal. Hasta que logré desentrañar el sentido
crítico y festivo de la obra, pasó mucho tiempo, pero el gusanillo, la curiosidad
por entender aquellos personajes, entonces indescifrables, pero que intuía
fundamentales, ya estaba dentro de mí.
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