La primera burla
Don
Miguel empieza en broma: “Desocupado lector”. Supone al que inicie la lectura del
libro sin nada mejor que hacer, como al protagonista le pasaba. Arranca de un
punto de modestia en lo que a su persona se refiere, seguramente al uso en la
época, procurando a base de ingenio, darle la vuelta a la tortilla. ¿Qué
va a salir del estéril y mal cultivado ingenio suyo sino un hijo seco, avellanado,
antojadizo y lleno de pensamientos varios? (por variados o estrafalarios).
Y asume solo parcialmente la paternidad: aunque parezco padre, soy
padrastro de don Quijote, sin duda refiriéndose al verdadero autor, el moro
Cide Amete Benengeli. Para más pantalla, mete en el asunto a un amigo suyo que
entra a deshora, gracioso y bien intencionado al que le confía su miedo
al juicio del antiguo legislador a quien llaman vulgo, cuando salga al
mundo con todos sus años a cuestas y una leyenda seca como el esparto,
ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda
erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el
fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos (por
fabuladores) y profanos.
Como
los abogados con escamas que siempre aconsejan al cliente la táctica de “la
persona interpuesta”, Cervantes le carga al amigo imaginario (o real, vaya Ud.
a saber, que en la fantasía cabe todo) la prueba del consejo que luego explotará
al máximo: los sonetos , epigramas o elogios que os faltan para el
principio, y que sean de personajes
graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún
trabajo en hacerlos y después los podéis bautizar y poner el nombre que
quisieredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de
Trebisonda.
Define
lo que quiere que el libro sea: una invectiva contra los libros de caballerías,
[…] vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en
el mundo y el el vulgo tienen los libros de caballerías.
Los
prólogos de los libros, con ser la cabecera, se suelen escribir una vez
pergeñada la obra de manera que vienen a ser como una declaración de
intenciones y resumen de lo que en la obra ha salido (que no siempre sale lo
que uno se imaginó al comenzarla). Así pasaría seguramente con el Quijote, que
empezó de una manera y acabó de otra. Al don Quijote primigenio, maquinador de
su nuevo destino en la soledad de sus aposentos llenos de libros, se le añade
pronto su gran contrapunto barrigón y lleno de socarronería que permitirá el
jugoso y disparatado dialogo a lo largo de la obra; cuando iba rumbo a
Zaragoza, las circunstancias lo llevan a Barcelona, etc.
Y
el amigo que lo visita “a deshora”, acaba haciéndole el resumen de lo que la
obra pretende; que el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente,
el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la
desprecie, ni el prudente deje de alabarla. Llevad la mirada puesta a derribar
la maquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y
alabados de muchos más; que si esto alcanzasedes, no habréis alcanzado poco.
Parece
que, en efecto, lo alcanzó.
Y
arranca a renglón seguido con una sarta de versos a cual más disparatado, tal
y como le ha recomendado “el amigo”. Empieza con los de pie quebrado (artificio
cómico muy al uso de la época) de Urganda la desconocida, la maga protectora de
Amadís de Gaula. Luego el propio Amadís, redivivo, le enjareta un soneto donde
cita su retiro en la Peña Pobre, motivo que a don Quijote dará inspiración para
el suyo en Sierra Morena, ya en el capítulo XXV de la primera parte. Toda una
sarta de personajes ilusorios y estrambóticos desfilan por la exposición poética:
don Belanís de Grecia, La señora Oriana, a lo que parece también versificadora,
dama de Amadís de Gaula y residente en Londres; Gandalin, escudero del
anterior al que visita la musa en ocasión de dirigirse a Sancho, su homónimo;
luego el caballero de Febo, escapado del Espejo de príncipes y caballeros
que escribiera Diego Ortuño hacia 1555; un anónimo Solisdan, colado de rondón,
para acabar con un desternillante soneto en el que dialogan Babieca y Rocinante,
a los que separan una distancia de cuatro siglos. Babieca llegó a vivir muchos
años (dice la tradición que más de cuarenta) pero aún así es poco probable que
llegara a conocer a Rocinante.
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