viernes, 7 de febrero de 2020

MAFALDA



   I





A Mafalda le entusiasman los encuentros  familiares, pero se cansa pronto de tantas voces sonando al unísono, de tantas anécdotas ya conocidas que se repiten con crueldad innecesaria, de tantos recuerdos comunes que se intercambian de forma repetitiva porque forman parte de la imprescindible cohesión del grupo.
Entonces sale discretamente -le gusta pasar desapercibida cuando hay tanto bullicio- y se regala con un discreto paseo en el camino polvoriento que rodea el cortijo. Por un momento se siente adulta e independiente, nota sus pasos breves arañar la arena suelta y disfruta de su atrevida libertad. Mafalda es muy sociable, pero a veces le gusta sentirse libre en la solitaria quietud del campo.
Está cayendo la noche, el sol se ocultó hace rato, pero el anochecer de noviembre no tiene prisa en instalarse. Se ha detenido la oscuridad tras las montañas, sin prisa por cubrir el pequeño valle donde el cortijo se asienta. En lontananza, los cerros yerguen sus crestas de quebrada geometría dibujando un horizonte cercano, creando la ilusión de que el mundo se acabara en la línea que trazan contra el cielo. Quedan aún, bajo las nubes oscuras que se difuminan en la oscuridad, unos jirones rojos que el sol mortecino envía en un suspiro póstumo, despidiéndose en un último gesto de su poder, advirtiendo al firmamento de que su desaparición es solo un accidente del que despertará, con su potencia cegadora, dentro de pocas horas.
Empieza a caer la noche, el camino se ha convertido en una cinta de plata que desaparece en lo oscuro y Mafalda, que es de natural asustadizo, se arrepiente de su osadía y vuelve grupas apresurando el paso hacia la bonanza del cortijo. 
Seguro que la chimenea ya está encendida.


  II





Mafalda es débil y caprichosa, como esos niños encanijados a los que nadie se atreve a reñir temiendo avasallar su patente fragilidad; ella se aprovecha cuando tenemos invitados bajo la fresca morera. Con mohines de vieja alcahueta y remilgos de adolescente inmadura, se acerca a cada uno de los comensales como si fuera un amigo recién descubierto y le suplica, con la mirada lastimera del que está sometido a una injusta abstinencia, un poco de comida. Casi siempre tiene éxito; a la gente que no conoce sus ardiles, le enternece la mirada suplicante que no sospechan hipócrita. Mafalda engulle –a tragaloperro, nunca mejor dicho- cualquier cosa que le ofrezcan como si, efectivamente estuviera famélica, con un hambre insaciable de perro desnutrido. Insiste una y otra vez y cuando aburre al cliente, que la rechaza, cambia de apostadero. Nunca tiene bastante, debe padecer lo que se llama hambre canina.
A su Mami y a mí no nos engaña, pero contemporizamos por no dar explicaciones a los invitados. Luego, sufrimos sus malas noches y sus vomitonas.
Mafalda, a veces, se comporta como una chica alocada e inconsciente.

  III





A Mafalda, desde la primera vez que la llevamos al mar, le gusta hacer castillos en la arena. Bueno, lo que de verdad le gusta es que yo se los haga mientras ella construye el foso alrededor. Escarba hasta que llega al agua, entonces salta hacia atrás alborozada, como si el pequeño riachuelo la persiguiera, porque el agua no le gusta. Luego, impaciente, sigue escarbando y escarbando hasta que tira todo el castillo que tanto trabajo me ha costado levantar. Yo me rio y no se me ocurre reñirle. Así nos divertimos, como si fuéramos chiquillos.
Ayer encontramos un niño en la playa, un niño que no tendría arriba de cinco o seis años, no llegamos a averiguarlo porque tenía parálisis infantil y no supo decírnoslo. Se reía con muecas descontroladas cada vez que le preguntábamos, como si nuestras preguntas le hicieran mucha gracia. Estaba tan contento que un hilo de babilla le caía por la comisura de la boca. A Mafalda no le gustan los niños porque le roban protagonismo y le tiran del pelo sedoso y grisáceo, pero este si pareció gustarle, quizás porque intentaba construir un castillo y no le salía. Su madre vigilaba cerca, pero nos dejó jugar con él cuando vio que le construíamos uno de nuestros mejores castillos, con sus almenas, su foso y todo lo demás. El niño palmeaba y se reía, como si aquello fuera lo más gracioso que le hubiera pasado en su vida, luego se compinchó en destruirlo con Mafalda, a grandes manotazos,  mientras nos riamos los tres como locos. Esta vez, el foso no sirvió para nada.



IV







No me gusta llevar a Mafalda a la playa porque sé que frente a la inmensidad de agua azul se siente insegura. Procuro acercarla poco a poco a las olas suaves por la mañana temprano, cuando la saco para que estire las patas y haga lo que tenga que hacer para alivio de su vientre reprimido toda la noche. Ella, después dos o tres breves paradas técnicas y reconcentradas, trota a mi lado sin mucho convencimiento, echando miradas furtivas hacia la casa, cada vez más lejana, donde Mami nos espera preparando el desayuno. Al principio Mafalda se muestra contenta, me sigue dando botes y haciendo sonar de forma alocada el cascabel de su collar, pero cuando nos acercamos al agua, se vuelve temerosa. Yo le riño: "no seas cagueta, Mafalda, es solo agua y está calentita". Ella agacha la cabeza, no quiere contrariarme, pero el agua sigue sin gustarle. La estoy poniendo en un compromiso con mis recomendaciones que no atiende, pero no se atreve a desobedecerme. Se acerca a las olas que rompen mansamente, casi sin ruido, olisquea con desconfianza y se retira con precaución antes de que alguna pueda mojarle las patas.
Acabo dándome por vencido. "Vámonos, Mafalda". Y volvemos a casa, paseando lentamente. El café está recién hecho.


 v






“En la piragua no te vas a mojar, no tengas miedo”, le digo, porque aún mantengo la esperanza de convertirla en una perra anfibia. Una vez en la piragua, ya no hay retroceso, pienso, de aquí no se atreverá a tirarse.
Siempre he oído decir que a los perros les gusta el agua y que nadan con cierta facilidad, pero con Mafalda hemos pinchado en hueso. Solo le gusta el agua templadita de la pileta donde Mami la baña. Allí se recrea, rebozada en champoo como si fuera un merengue peludo. Solo protesta airada cuando le cae jabón en los ojos; entonces grita con gruñidos amenazadores y amagos de muerdo a los que Mami no hace caso. Luego sale, se sacude y lo pone todo perdido. Nos dirige una mirada traviesa y divertida, como diciendo “Eh! Que no soy un perro de aguas, tengo que quitarme todo esto de encima cuanto antes”.
Una vez aseada, por no hacerme la contra, se deja subir a la piragua, pero en cuanto me doy la vuelta para coger las palas, se escabulle como una anguila y se esconde en el sitio más inverosímil.
¡Como es tan pequeña!...


VI






Mafalda es muy cobardica, pero en casa se crece. Apostada junto a la puerta del patio, vigila a los gatos vagabundos que han dado en saltar la valla del jardín al olisque de las ratas que lo patrullan de noche. Yo le advierto “Mafalda, no te juntes con esos gatos, que tienen pulgas”. Son gatos medio montaraces de los que no se puede uno fiar. A Mafalda no es que le disgusten especialmente los gatos -sospecho que no tiene muy claro su pertenencia a la clase perro-, pero es muy pundonorosa y sabe cuál es el escalafón que le corresponde. Nunca permitiría que yo presenciara una escena tan vergonzosa como la de verla contemporizar con esos gatazos de pelo crespo y mirada provocadora, así que cuando percibe a alguno de ellos deslizándose por un agujero de la enredadera, salta como un resorte, ladrando como si fuera a comérselo. A veces pienso que se entretiene haciendo prácticas de ladrido cuando nadie la ve, porque emite unos sonidos largos y profundos, impropios de un cuerpo tan pequeño, y obtiene unos resultados estupendos; el gato hacia el que se dirige emitiendo aquellos ladridos terroríficos asume también su papel. Sale corriendo despavorido -haciendo fu- con el rabo en alto, tropezándose varias veces con la valla antes de dar con el mismo agujero por el que entró. Mafalda, satisfecha, vuelve pavoneándose a su apostadero, junto a la puerta del patio, en el trocillo de baldosas que el sol mantiene caliente, hasta que al poco rato, la historia vuelve a repetirse. Mafalda debe estar convencida de que es un perro guardián de primera clase.



VII






El jefe está convencido de que soy una gandula porque paso muchas horas sesteando en mi cómodo almohadoncito, junto a la covachuela donde se guarda la leña para la chimenea. El jefe es persona bienintencionada, pero tiene poca imaginación. No sabe que los pequeños somos estructuras delicadas que estamos obligados a dosificar la energía. Mi corazón es casi tan chico como el de una paloma, late muy deprisa y resulta inútil fatigarlo de forma innecesaria. Cuando no hay nada urgente que hacer, lo lógico es echarse una siestecita en un lugar cómodo, a salvo de miradas importunas.
Los grandes piensan que en el tamaño diminuto reside mi encanto. Las señoras se detienen a nuestro paso como si hubieran visto una vaca con tres cabezas o un cerdo con la cola en la frente: "mira que rica, tan pequeñita, parece de juguete", dicen. Y la Mami se esponja. Yo pongo cara de circunstancias y miro al infinito, como si la cosa no fuera conmigo. Esto de ser pequeña tiene sus ventajas; por lo menos a la gente le hace gracia.
Cuando volvemos del paseo, a media mañana, me tumbo junto a la puerta del patio, en el rincón embaldosado que el tímido sol de invierno calienta. Allí me estiro, bostezo y sueño que soy un Husky siberiano de ojos azules y piel sedosa que abriga como la de un oso polar. Mi verdadera vocación ha sido siempre la de tirar de un trineo sobre el hielo, pero ya ven donde me he quedado. Cosas de la vida. El jefe sigue con devoción los documentales de Pirena y yo, cuando lo veo abstraído ante la tele, camino poco a poco para que el cascabel no me delate, hasta que me sitúo a su lado y no me pierdo detalle de la carrera.
Sueño que en la próxima reencarnación...


VIII







No sé cómo se le ocurriría lo de Mafalda ni de dónde sacó el nombre. Decía que, de pequeña, le recordaba al personaje de Quino cuando ponía cara de enfurruñada, pero sospecho que eso no es del todo cierto. Mafalda es un dibujo y yo soy un perro, pequeña, pero perro. Poca semejanza podemos tener; ya he dicho en alguna ocasión que el jefe es persona de poca imaginación. El caso es que con Mafalda me quedé. Años más tarde, cuando tuve edad para navegar en internet, averigüé que Mafalda es un nombre con importantes reminiscencias. Fue el de una princesa, hija del rey de Italia Vittorio Emanuel III, tan hermosa como desdichada, que murió en un campo de concentración alemán donde la venganza de Hitler contra su padre la había conducido. También fue el nombre de un trasatlántico, al que habían puesto el nombre en homenaje a la princesa. El barco tuvo un final tan trágico como el de ella: en octubre de 1927 se hundió en las costas de Brasil con una enorme carga de emigrantes que viajaban hacinados en sus bodegas. El mal estado del buque debido a la avaricia de los armadores que habían descuidado su mantenimiento, hizo que estallaran las calderas y se partieran las hélices perforando el casco. No habían botes salvavidas o estaban en mal estado. Algo parecido a lo del Titanic. El Duce tuvo mucho empeño en que no se conocieran las cifras de los muertos o desaparecidos en un mar infestado de tiburones, pero según parece, oscilaron entre 400 y 650 personas. La desgracia se silenció por completo.
Quizás el jefe pensaba en esas otras Mafaldas cuando me bautizó ¡A saber!




IX






A Mafalda no le gusta quedarse sola cuando Mami y yo nos vamos a trabajar. Algunos días aúlla con tristeza durante largo rato, nos dijeron los vecinos. Pensamos  entonces en comprarle un osito de peluche para que le hiciera compañía, o un perrito de trapo, de esos que si le aprietas la barriga emiten un aullido lastimero, pero acabamos comprándole un gallo. A lo mejor un bicho de una especie diferente a la suya podía resultarle más divertido, dijo Mami. Estuvimos a punto de comprarle un gallo en Portugal, que es donde los gallos hacen milagros después de cocinados, pero al final le compramos un gallo francés; un gallo que estaba esperándonos en un mercadillo dominical en la zona de La Camarga, abundosa en caballos, el verano que fuimos de vacaciones por allí. El gallo se llamaba Co-cot, dijo la señora que nos lo vendió aprovechando que era el santo de Mami y ese día yo tenía las defensas económicas un poco bajas.
Cuando volvimos del viaje, Mafalda nos hizo todas las fiestas que sabía, y como había previsto Mami, enseguida hizo amistad con el gallo. En cuanto advirtió que no iba a ser competencia para ella.
La verdad es Co-cot es un gallo muy prudente. 


X





Y bueno, aquí se acaba la historia.

Os contaré como fue. El jefe llevaba una caja de cartón bajo el brazo y una picaza en la otra mano. Dentro de aquella caja que había contenido seis blíster de leche desnatada iba yo, o lo que quedaba de mí. Un cuerpecillo menudo y chorreante -la Mami me había lavado la herida bajo el grifo y había acabado por empaparme entera.
El jefe tiene pocas ideas y cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no escucha a nadie; ya había decidido donde había de depositarme y no se paró a oír ninguna otra opinión. Cuando llegaron al final del bancal de los olivos, justo en la esquina donde empieza el monte lleno de retamas, cavó un hoyo entre las riscas. La Mami, con prisas, decía "ya vale", pero él seguía cavando hasta que el agujero le pareció bastante profundo. Luego echó dentro la caja, tapó el hoyo y colocó encima una buena porción de piedras planas de las que allí abundan. “Para que no la desentierren los perros”, dijo. En medio puso una alargada, vertical, sobresaliendo a modo de túmulo funerario. Nunca pensé que yo pudiera tener un último lugar de reposo tan aparente. Me sentí orgullosa del jefe y de Mami cuando se fueron cabizbajos, dejándome allí para siempre.

El asunto había empezado mal, como empiezan todos los accidentes, de forma estúpida, y eso que el día prometía, como todos los que transcurren en aquel cortijo. Son gentes acogedoras los que reciben al jefe y a Mami, deben ser de su tribu. Allí siempre hay comida en abundancia, como si todos los días fueran día de matanza. Los grandes hablan fuerte y se dan palmadas en la espalda cuando se encuentran, como si no se hubieran visto hace años. Luego se sientan, comen hasta hartarse y dan grandes risotadas. Yo me encuentro bien entre ellos, debajo de la mesa paso inadvertida y voy de uno a otro haciendo gracias, les golpeo con la pata pidiendo una piltrafilla que acaban dándome. Me lo pasó pipa en el cortijo.
El peligro está fuera, Ramón tiene perros, unas veces más fieros, otras menos, Ramón cambia de perros con frecuencia, y los pequeños somos frágiles como pollitos recién  nacidos. Debemos ser cautos, porque el mordisco de alguna de aquellas fieras puede ser muy peligroso. Ramón los suele tener atados, pero les da suelta de noche, así que por las mañanas, cuando el jefe me saca para que no me mee dentro de casa, tengo que andar con cien ojos por si aquella fieras rondan todavía por la era.
La jodimos, esa mañana me descuidé. La era estaba desierta cuando me aponé, cerca de la casa, para aliviar la vejiga llena de toda la noche. En ello estaba cuando aparecieron las dos bordes aquellas. En puridad puede decirse que me pillaron meando. Una era pelirroja y grande, de pelo lacio y largo, raza indefinida y mala leche. La otra negra, más menuda, una especie de perro de caza abandonada seguramente después de una partida sin éxito, que se había refugiado en el cortijo. Las dos corrían desaforadas hacia mí con unas ansias homicidas, fruto seguramente de largas temporadas de cadena y privaciones. Me sorprendieron inmovilizada por el terror.                                              
Me cogieron una por la cabeza y otra por las patas y me abrieron en canal. Allí se acabó Mafalda.
Cuando el jefe y Mami volvieron al cortijo para decirle  a la familia donde me habían enterrado, alguien dijo: "le llevaremos flores".

Que disparate, pensé yo, como si un perro fuera un ser humano.





jueves, 6 de febrero de 2020

LECTURAS: ¿SOMOS MUCHOS? (y V)


Desertización
PAUL Y ANNE AHRLICH La explosión demográfica, Biblioteca Científica Salvat, Barcelona, 1993.

Uno de los problemas medioambientales más importantes con que se enfrenta la humanidad es el de la desertización, ya iniciada antes de que el hombre se instalara sobre la Tierra. Recuérdese que algunos desiertos como el del Sahara estuvieron en su tiempo cubiertos por las aguas y más tarde se convirtieron en paraísos vegetales antes de llegar a su estado actual. La desertización “artificial” que nos rodea a pasos agigantados está causada por el aniquilamiento de la vegetación debida a la tala y quema de arboles, el pastoreo excesivo, la erosión a causa del agua y el viento resultado de la mala política agraria, la salinización y encharcamiento de los campos de regadío y la compactación del suelo (debido al ganado, al trabajo de los tractores, a la desecación y al impacto de la lluvia sobre la superficie desnuda de la tierra entre otros muchos factores coadyudantes). Su estado terminal se reconoce fácilmente: un erial, prácticamente desprovisto de vegetación. Un ecosistema que apenas puede prestar servicio alguno a la humanidad.
Lo grave de la desertización es que, en sus primeras etapas puede pasar inadvertida. Es un proceso lento y gradual difícil de apreciar durante la vida de una persona. Hacia el año 2.000, cerca de 18.000 km², gravemente desertizados han perdido más de la mitad de su productividad. Más de 32.000 km² han dejado de ser productivos por completo. Las zonas más afectadas son los márgenes del Sahara, el este u el sur de África, gran parte del sur y centro de Asia, Australia, la región oeste de EEUU y la parte meridional de Sudamérica. Aproximadamente 230 millones de personas, casi todas en los países pobres, se hallan directamente afectadas por este fenómeno.
Un ejemplo  del efecto perverso del uso de técnicas modernas para paliar los efectos de la desertificación y sus consecuencias, es la construcción de pozos artesianos en el Sahel Africano (El Sahel es una franja de clima semiárido, con precipitaciones anuales que oscilan entre los 200 mm. del norte y los 600 del sur, que recorre el continente africano de este a oeste, desde el sur del Sahara hasta el norte de las sabanas de África central. Abarca, total o parcialmente Mauritania, Senegal, Malí, Argelia, Guinea, Burkina Faso, Níger, Nigeria, Camerún, Chad, Sudán y Eritrea).
Según parece, existen grandes bolsas de agua en algunos puntos del desierto pero son restos de épocas pretéritas que han permanecido inmutables durante muchos siglos y no tienen visos de que puedan volver a realimentarse con el nivel pluviométrico actual. La construcción de pozos en unos acuíferos que, en el mejor de los casos, tardarán muchos años en volverse a llenar trajo como consecuencia inmediata la superpoblación de rebaños en proporción superior a la capacidad de carga de la zona. El ganado, según se trate de camellos, asnos, vacas u ovejas, se desplaza con una periodicidad entre uno y cinco días, siempre por rutas fijas, las más próximas a los lugares de pastoreo. Esto hace que sus continuos tránsitos destruyan la vegetación y compacten el suelo. Los animales se concentran alrededor de los pozos esperando ansiosamente su turno para beber y acaban con cualquier rastro de hierba en los alrededores, compactando la tierra en un amplio espacio, cada vez mayor a medida que la vegetación retrocede. Las deposiciones del ganado durante largas horas de espera, contribuyen en una medida importante a agravar el problema. Los excrementos se secan rápidamente al sol, calentándose y provocando la destrucción de los hongos y bacterias que sirven para acelerar su descomposición y proveer a la tierra de nutrientes. Los excrementos secos forman un “pavimento fecal” que impide que vuelva a crecer la hierba. Por si fuera poco, en época de lluvias estos excrementos contribuirán a contaminar los acuíferos, provocando infecciones y trasmitiendo enfermedades. Es un círculo vicioso que se ha querido paliar construyendo más pozos, pero esto no hace sino multiplicar el problema, porque a cada nuevo alumbramiento el problema se inicia de nuevo.

El panorama, visto desde un aspecto global, es poco esperanzador. Las medidas a largo plazo son difíciles de tomar, dada la escasa proyección que los humanos tienen como consecuencia de lo breve de su vida en relación con los fenómenos que se desarrollan en tiempos mucho más extensos. Queda la esperanza –exigua- de que los movimientos sociales tengan capacidad suficiente para concienciar al resto de la sociedad de la necesidad imperiosa de cuidar un entorno. De lo contrario será la tumba de la humanidad de la misma forma que fue su cuna.


miércoles, 5 de febrero de 2020

LECTURAS: ¿SOMOS MUCHOS? (IV)


Cambiando el clima

PAUL Y ANNE AHRLICH La explosión demográfica, Biblioteca Científica Salvat, Barcelona, 1993.

La población humana se beneficia de ciertos recursos suministrados de forma natural por los ecosistemas naturales de la Tierra: dosifican la mezcla de gases en la atmósfera, suministran agua potable, controlan las inundaciones, proporcionan alimentos marinos y productos forestales, crean suelo fértil, reciclan nutrientes esenciales, polinizan las cosechas y controlan a la mayoría de plagas que las atacan. Si estos ecosistemas dejaran de funcionar, la economía humana se hundiría y nuestra especie sufriría una catástrofe sin precedentes.
El planeta nos resulta habitable debido a que en la atmósfera se encuentran presentes unas minúsculas partículas  de gases llamados “de invernadero” que retienen el calor cerca de la superficie. Los más conocidos son el vapor de agua y el dióxido de carbono (CO2), pero existen más de veinte (metano (CH4), óxido nitroso, ozono, dióxido de carbono, vapor de agua, clorofluorocarburados, etc.). Si la cantidad de esos gases fuera insuficiente, la Tierra sería una esfera helada semejante a Marte. Si la cantidad fuera excesiva, la Tierra, igual que Venus, estaría demasiado caliente para que hubiera vida en ella. En suma, nos beneficiamos del nivel justo del “efecto invernadero”, pero a medida que se talan y queman los bosques se añade CO2 a la atmósfera, a menos que ese bosque se replante para que pueda seguir atrapando el CO2 del aire. El CO2 liberado a la atmósfera, junto con las emanaciones de otros gases de efecto invernadero, van calentando gradualmente el planeta elevando la temperatura del sistema atmosférico.
¿Qué efecto produce esto?: El calentamiento, a corto plazo, incide de una forma directa en el desplazamiento de granes masas de calor de las regiones ecuatoriales a los polos, con la aparición de temibles huracanes que lo devastan todo a su paso, aunque siempre nos quedará la duda de si las sequías y los huracanes son exclusivamente el resultado de la acumulación de gases de efecto invernadero. En cualquier caso, sí estamos seguros de que la acción humana contribuye de forma determinante al cambio climático y al deterioro de las condiciones ambientales. Véase el efecto nocivo de la polución creada por los automóviles en las grandes ciudades, por no hablar de otros agentes cuya contaminación es mucho más importante: Trasporte pesado, aviones, grandes trasatlánticos, etc.
El futuro se presenta aún más tenebroso a medida que los países pobres vayan incorporándose (con todo derecho) a los niveles de bienestar de los ricos, lo que implica un mayor consumo energético y el aumento de las emisiones de CO2 a la atmósfera.
Otro efecto demoledor del impacto humano sobre el clima es la aparición de la lluvia ácida. La pérdida de vida en los lagos, ríos y bosques tiene sus orígenes en los óxidos de azufre y nitrógeno que emanan de las chimeneas de los complejos industriales y domésticos, así como de los tubos de escape de los automóviles.
La ecuación I=PRT, donde I es el impacto producido sobre el medio, P la población, R la riqueza y T la tecnología, da una idea de en qué medida cada uno de estos factores, en medida muy diferente según el país de que se trate, tienen una influencia mayor o menor en el impacto final sobre el ecosistema. Así, en los países con alta tasa de industrialización y elevado número de automóviles por cabeza, los factores R y T tendrían gran importancia, mientras que el África, el impacto sería debido sobre todo al factor demográfico.
Todo ello tiene como consecuencia final la disminución de la capa de ozono, presente en las capas altas de la atmosfera, que protege a las plantas, animales y personas de la nociva radiación ultravioleta causante del cáncer de piel en los humanos, además de afectar el ADN y los sistemas inmunitarios, inhibir la fotosíntesis y dañar las poblaciones de algas que habitan en aguas superficiales con desastrosos efectos sobre la pesca.
Los mayores agresores de la capa de ozono son los clorofluorocarbonos (CFC) empleados como refrigerantes, agentes espumantes de los plásticos y propulsores de los aerosoles, prohibidos por fortuna en muchos países, pero que aún siguen contaminando al planeta desde muchos otros. Y dado el sistema global hacia el que la humanidad camina de forma irremisible, un aerosol que se dispara en Malasia, contribuye a potenciar el cáncer de piel que puede aparecer sobre la piel de un turista que se tuesta al sol apacible (e imprudentemente) en Mónaco.