I
A Mafalda le entusiasman los
encuentros familiares, pero se cansa
pronto de tantas voces sonando al unísono, de tantas anécdotas ya conocidas que
se repiten con crueldad innecesaria, de tantos recuerdos comunes que se
intercambian de forma repetitiva porque forman parte de la imprescindible
cohesión del grupo.
Entonces sale discretamente -le gusta pasar desapercibida cuando hay tanto bullicio- y se regala con un discreto paseo en el camino polvoriento que rodea el cortijo. Por un momento se siente adulta e
independiente, nota sus pasos breves arañar la arena suelta y disfruta de su
atrevida libertad. Mafalda es muy sociable, pero a veces le gusta sentirse
libre en la solitaria quietud del campo.
Está cayendo la noche, el sol se
ocultó hace rato, pero el anochecer de noviembre no tiene prisa en instalarse.
Se ha detenido la oscuridad tras las montañas, sin prisa por cubrir el pequeño
valle donde el cortijo se asienta. En lontananza, los cerros yerguen sus
crestas de quebrada geometría dibujando un horizonte cercano, creando la
ilusión de que el mundo se acabara en la línea que trazan contra el cielo.
Quedan aún, bajo las nubes oscuras que se difuminan en la oscuridad, unos
jirones rojos que el sol mortecino envía en un suspiro póstumo, despidiéndose
en un último gesto de su poder, advirtiendo al firmamento de que su
desaparición es solo un accidente del que despertará, con su potencia cegadora,
dentro de pocas horas.
Empieza a caer la noche, el camino
se ha convertido en una cinta de plata que desaparece en lo oscuro y Mafalda,
que es de natural asustadizo, se arrepiente de su osadía y vuelve grupas
apresurando el paso hacia la bonanza del cortijo.
Seguro que la chimenea ya está encendida.
II
Mafalda es débil y caprichosa, como
esos niños encanijados a los que nadie se atreve a reñir temiendo avasallar su
patente fragilidad; ella se aprovecha cuando tenemos invitados bajo la fresca
morera. Con mohines de vieja alcahueta y remilgos de adolescente inmadura, se
acerca a cada uno de los comensales como si fuera un amigo recién descubierto y
le suplica, con la mirada lastimera del que está sometido a una injusta
abstinencia, un poco de comida. Casi siempre tiene éxito; a la gente que no
conoce sus ardiles, le enternece la mirada suplicante que no sospechan
hipócrita. Mafalda engulle –a tragaloperro, nunca mejor dicho- cualquier cosa
que le ofrezcan como si, efectivamente estuviera famélica, con un hambre
insaciable de perro desnutrido. Insiste una y otra vez y cuando aburre al
cliente, que la rechaza, cambia de apostadero. Nunca tiene bastante, debe
padecer lo que se llama hambre canina.
A su Mami y a mí no nos engaña, pero
contemporizamos por no dar explicaciones a los invitados. Luego, sufrimos sus
malas noches y sus vomitonas.
Mafalda, a veces, se comporta como
una chica alocada e inconsciente.
III
A Mafalda, desde la primera vez que
la llevamos al mar, le gusta hacer castillos en la arena. Bueno, lo que de
verdad le gusta es que yo se los haga mientras ella construye el foso
alrededor. Escarba hasta que llega al agua, entonces salta hacia atrás
alborozada, como si el pequeño riachuelo la persiguiera, porque el agua no le
gusta. Luego, impaciente, sigue escarbando y escarbando hasta que tira todo el
castillo que tanto trabajo me ha costado levantar. Yo me rio y no se me ocurre
reñirle. Así nos divertimos, como si fuéramos chiquillos.
Ayer encontramos un niño en la
playa, un niño que no tendría arriba de cinco o seis años, no llegamos a
averiguarlo porque tenía parálisis infantil y no supo decírnoslo. Se reía con
muecas descontroladas cada vez que le preguntábamos, como si nuestras preguntas
le hicieran mucha gracia. Estaba tan contento que un hilo de babilla le caía
por la comisura de la boca. A Mafalda no le gustan los niños porque le roban
protagonismo y le tiran del pelo sedoso y grisáceo, pero este si pareció
gustarle, quizás porque intentaba construir un castillo y no le salía. Su madre
vigilaba cerca, pero nos dejó jugar con él cuando vio que le construíamos uno
de nuestros mejores castillos, con sus almenas, su foso y todo lo demás. El
niño palmeaba y se reía, como si aquello fuera lo más gracioso que le hubiera
pasado en su vida, luego se compinchó en destruirlo con Mafalda, a grandes
manotazos, mientras nos riamos los tres
como locos. Esta vez, el foso no sirvió para nada.
IV
No me gusta llevar a Mafalda a la playa porque sé que frente a la inmensidad de agua azul se siente insegura. Procuro
acercarla poco a poco a las olas suaves por la mañana temprano, cuando la saco
para que estire las patas y haga lo que tenga que hacer para alivio de su
vientre reprimido toda la noche. Ella, después dos o tres breves paradas
técnicas y reconcentradas, trota a mi lado sin mucho convencimiento, echando
miradas furtivas hacia la casa, cada vez más lejana, donde Mami nos espera
preparando el desayuno. Al principio Mafalda se muestra contenta, me sigue
dando botes y haciendo sonar de forma alocada el cascabel de su collar, pero
cuando nos acercamos al agua, se vuelve temerosa. Yo le riño: "no seas
cagueta, Mafalda, es solo agua y está calentita". Ella agacha la cabeza,
no quiere contrariarme, pero el agua sigue sin gustarle. La estoy poniendo en
un compromiso con mis recomendaciones que no atiende, pero no se atreve a
desobedecerme. Se acerca a las olas que rompen mansamente, casi sin ruido,
olisquea con desconfianza y se retira con precaución antes de que alguna pueda
mojarle las patas.
Acabo dándome por vencido.
"Vámonos, Mafalda". Y volvemos a casa, paseando lentamente.
El café está recién hecho.
v
“En la piragua no te vas a mojar, no
tengas miedo”, le digo, porque aún mantengo la esperanza de convertirla en una
perra anfibia. Una vez en la piragua, ya no hay retroceso, pienso, de aquí no
se atreverá a tirarse.
Siempre he oído decir que a los
perros les gusta el agua y que nadan con cierta facilidad, pero con Mafalda
hemos pinchado en hueso. Solo le gusta el agua templadita de la pileta donde
Mami la baña. Allí se recrea, rebozada en champoo como si fuera un merengue
peludo. Solo protesta airada cuando le cae jabón en los ojos; entonces grita
con gruñidos amenazadores y amagos de muerdo a los que Mami no hace caso. Luego
sale, se sacude y lo pone todo perdido. Nos dirige una mirada traviesa y
divertida, como diciendo “Eh! Que no soy un perro de aguas, tengo que quitarme
todo esto de encima cuanto antes”.
Una vez aseada, por no hacerme la
contra, se deja subir a la piragua, pero en cuanto me doy la vuelta para coger
las palas, se escabulle como una anguila y se esconde en el sitio más
inverosímil.
¡Como es tan pequeña!...
VI
Mafalda es muy cobardica, pero en casa se crece. Apostada junto a la puerta del patio, vigila a los gatos vagabundos que han dado en saltar la valla del jardín al olisque de las ratas que lo patrullan de noche. Yo le advierto “Mafalda, no te juntes con esos gatos, que tienen pulgas”. Son gatos medio montaraces de los que no se puede uno fiar. A Mafalda no es que le disgusten especialmente los gatos -sospecho que no tiene muy claro su pertenencia a la clase perro-, pero es muy pundonorosa y sabe cuál es el escalafón que le corresponde. Nunca permitiría que yo presenciara una escena tan vergonzosa como la de verla contemporizar con esos gatazos de pelo crespo y mirada provocadora, así que cuando percibe a alguno de ellos deslizándose por un agujero de la enredadera, salta como un resorte, ladrando como si fuera a comérselo. A veces pienso que se entretiene haciendo prácticas de ladrido cuando nadie la ve, porque emite unos sonidos largos y profundos, impropios de un cuerpo tan pequeño, y obtiene unos resultados estupendos; el gato hacia el que se dirige emitiendo aquellos ladridos terroríficos asume también su papel. Sale corriendo despavorido -haciendo fu- con el rabo en alto, tropezándose varias veces con la valla antes de dar con el mismo agujero por el que entró. Mafalda, satisfecha, vuelve pavoneándose a su apostadero, junto a la puerta del patio, en el trocillo de baldosas que el sol mantiene caliente, hasta que al poco rato, la historia vuelve a repetirse. Mafalda debe estar convencida de que es un perro guardián de primera clase.
VII
El jefe está convencido de que soy
una gandula porque paso muchas horas sesteando en mi cómodo almohadoncito,
junto a la covachuela donde se guarda la leña para la chimenea. El jefe es
persona bienintencionada, pero tiene poca imaginación. No sabe que los pequeños
somos estructuras delicadas que estamos obligados a dosificar la energía. Mi
corazón es casi tan chico como el de una paloma, late muy deprisa y resulta
inútil fatigarlo de forma innecesaria. Cuando no hay nada urgente que hacer, lo
lógico es echarse una siestecita en un lugar cómodo, a salvo de miradas
importunas.
Los grandes piensan que en el tamaño
diminuto reside mi encanto. Las señoras se detienen a nuestro paso como si
hubieran visto una vaca con tres cabezas o un cerdo con la cola en la frente:
"mira que rica, tan pequeñita, parece de juguete", dicen. Y la Mami
se esponja. Yo pongo cara de circunstancias y miro al infinito, como si la cosa
no fuera conmigo. Esto de ser pequeña tiene sus ventajas; por lo menos a la
gente le hace gracia.
Cuando volvemos del paseo, a media
mañana, me tumbo junto a la puerta del patio, en el rincón embaldosado que el
tímido sol de invierno calienta. Allí me estiro, bostezo y sueño que soy un
Husky siberiano de ojos azules y piel sedosa que abriga como la de un oso
polar. Mi verdadera vocación ha sido siempre la de tirar de un trineo sobre el
hielo, pero ya ven donde me he quedado. Cosas de la vida. El jefe sigue con
devoción los documentales de Pirena y yo, cuando lo veo abstraído ante la tele,
camino poco a poco para que el cascabel no me delate, hasta que me sitúo a su
lado y no me pierdo detalle de la carrera.
Sueño que en la próxima
reencarnación...
VIII
No sé cómo se le ocurriría lo de Mafalda ni de dónde sacó el nombre. Decía que, de pequeña, le recordaba al personaje de Quino cuando ponía cara de enfurruñada, pero sospecho que eso no es del todo cierto. Mafalda es un dibujo y yo soy un perro, pequeña, pero perro. Poca semejanza podemos tener; ya he dicho en alguna ocasión que el jefe es persona de poca imaginación. El caso es que con Mafalda me quedé. Años más tarde, cuando tuve edad para navegar en internet, averigüé que Mafalda es un nombre con importantes reminiscencias. Fue el de una princesa, hija del rey de Italia Vittorio Emanuel III, tan hermosa como desdichada, que murió en un campo de concentración alemán donde la venganza de Hitler contra su padre la había conducido. También fue el nombre de un trasatlántico, al que habían puesto el nombre en homenaje a la princesa. El barco tuvo un final tan trágico como el de ella: en octubre de 1927 se hundió en las costas de Brasil con una enorme carga de emigrantes que viajaban hacinados en sus bodegas. El mal estado del buque debido a la avaricia de los armadores que habían descuidado su mantenimiento, hizo que estallaran las calderas y se partieran las hélices perforando el casco. No habían botes salvavidas o estaban en mal estado. Algo parecido a lo del Titanic. El Duce tuvo mucho empeño en que no se conocieran las cifras de los muertos o desaparecidos en un mar infestado de tiburones, pero según parece, oscilaron entre 400 y 650 personas. La desgracia se silenció por completo.
Quizás
el jefe pensaba en esas otras Mafaldas cuando me bautizó ¡A saber!
IX
A Mafalda no le gusta quedarse sola cuando Mami y yo nos vamos a trabajar. Algunos días aúlla con tristeza durante largo rato, nos dijeron los vecinos. Pensamos entonces en comprarle un osito de peluche para que le hiciera compañía, o un perrito de trapo, de esos que si le aprietas la barriga emiten un aullido lastimero, pero acabamos comprándole un gallo. A lo mejor un bicho de una especie diferente a la suya podía resultarle más divertido, dijo Mami. Estuvimos a punto de comprarle un gallo en Portugal, que es donde los gallos hacen milagros después de cocinados, pero al final le compramos un gallo francés; un gallo que estaba esperándonos en un mercadillo dominical en la zona de La Camarga, abundosa en caballos, el verano que fuimos de vacaciones por allí. El gallo se llamaba Co-cot, dijo la señora que nos lo vendió aprovechando que era el santo de Mami y ese día yo tenía las defensas económicas un poco bajas.
Cuando
volvimos del viaje, Mafalda nos hizo todas las fiestas que sabía, y como había
previsto Mami, enseguida hizo amistad con el gallo. En cuanto advirtió que no
iba a ser competencia para ella.
La verdad es
Co-cot es un gallo muy prudente.
X
Y bueno, aquí se acaba la historia.
Os contaré como fue. El jefe llevaba una caja de cartón bajo el brazo y una picaza en la otra mano. Dentro de aquella caja que había contenido seis blíster de leche desnatada iba yo, o lo que quedaba de mí. Un cuerpecillo menudo y chorreante -la Mami me había lavado la herida bajo el grifo y había acabado por empaparme entera.
El jefe tiene pocas ideas y cuando
se le mete algo entre ceja y ceja, no escucha a nadie; ya había decidido donde
había de depositarme y no se paró a oír ninguna otra opinión. Cuando llegaron
al final del bancal de los olivos, justo en la esquina donde empieza el monte lleno
de retamas, cavó un hoyo entre las riscas. La Mami, con prisas, decía "ya
vale", pero él seguía cavando hasta que el agujero le pareció bastante
profundo. Luego echó dentro la caja, tapó el hoyo y colocó encima una buena
porción de piedras planas de las que allí abundan. “Para que no la desentierren
los perros”, dijo. En medio puso una alargada, vertical, sobresaliendo a modo
de túmulo funerario. Nunca pensé que yo pudiera tener un último lugar de reposo
tan aparente. Me sentí orgullosa del jefe y de Mami cuando se fueron
cabizbajos, dejándome allí para siempre.
El asunto había empezado mal, como
empiezan todos los accidentes, de forma estúpida, y eso que el día prometía,
como todos los que transcurren en aquel cortijo. Son gentes acogedoras los que
reciben al jefe y a Mami, deben ser de su tribu. Allí siempre hay comida en
abundancia, como si todos los días fueran día de matanza. Los grandes hablan
fuerte y se dan palmadas en la espalda cuando se encuentran, como si no se
hubieran visto hace años. Luego se sientan, comen hasta hartarse y dan grandes
risotadas. Yo me encuentro bien entre ellos, debajo de la mesa paso inadvertida
y voy de uno a otro haciendo gracias, les golpeo con la pata pidiendo una
piltrafilla que acaban dándome. Me lo pasó pipa en el cortijo.
El peligro está fuera, Ramón tiene
perros, unas veces más fieros, otras menos, Ramón cambia de perros con
frecuencia, y los pequeños somos frágiles como pollitos recién nacidos. Debemos ser cautos, porque el
mordisco de alguna de aquellas fieras puede ser muy peligroso. Ramón los suele
tener atados, pero les da suelta de noche, así que por las mañanas, cuando el
jefe me saca para que no me mee dentro de casa, tengo que andar con cien ojos
por si aquella fieras rondan todavía por la era.
La jodimos, esa mañana me descuidé.
La era estaba desierta cuando me aponé, cerca de la casa, para aliviar la
vejiga llena de toda la noche. En ello estaba cuando aparecieron las dos bordes
aquellas. En puridad puede decirse que me pillaron meando. Una era pelirroja y
grande, de pelo lacio y largo, raza indefinida y mala leche. La otra negra, más
menuda, una especie de perro de caza abandonada seguramente después de una
partida sin éxito, que se había refugiado en el cortijo. Las dos corrían
desaforadas hacia mí con unas ansias homicidas, fruto seguramente de largas
temporadas de cadena y privaciones. Me sorprendieron inmovilizada por el
terror.
Me cogieron una por la cabeza y otra
por las patas y me abrieron en canal. Allí se acabó Mafalda.
Cuando el jefe y Mami volvieron al
cortijo para decirle a la familia donde me habían enterrado, alguien dijo: "le
llevaremos flores".
Que disparate, pensé yo, como si un perro fuera un ser humano.