Chej Ma el-Ainin en dos autores españoles [1]
De
sobra conocida y estudiada la figura de Chej Ma El Ainin, en esta breve comunicación
solo intentaremos hacer una aproximación a ella de la mano de dos escritores
españoles que contemplaron la estela del personaje (que había muerto ya hacía
cincuenta años), casi al mismo tiempo. Se trata
de Ángel Domenec Lafuente [2],
coronel de infantería, que fuera Delegado de Asuntos indígenas en la Zona Norte
del protectorado de España en Marruecos y Secretario General del Gobierno del África
Occidental española; y de Julio Caro Baroja[3],
antropólogo e historiador, autor de numerosas obras de investigación, varias de
ellas relacionadas con el Sahara, sus costumbres y formas de vida.
Ambos
estuvieron en la zona del entonces Sahara Occidental, colonia española y
provincia después, que dejaría de serlo a finales del año 1975 para iniciar el
camino lleno de convulsiones que todos conocemos.
Ambos
dejaron, fruto de sus experiencias, varios trabajos de distintas características,
según eran diferentes la formación y puntos de vista de los autores.
El
primero, militar de profesión, hombre amante del desierto que lo había
cautivado desde el principio, y con la visión paternalista propia de los militares
coloniales de finales del S.XIX, queda impresionado por la figura de Chej Ma El
Ainin que conoce a través de sus descendientes, especialmente de Chej El Agdaf,
uno de sus hijos más eminentes, califa de sus dos hermanos Chej Ahmed El Hiba y
Mrabbi Rebbu, los “sultanes azules.”
A
Chej El Agdaf lo había visto Domenec Lafuente por primera vez, a finales de los
años cuarenta en Cabo Jubi, entonces Villa Bens, donde el Chej se había
presentado con algunos miembros de su tribu. Domenec había quedado fascinado
por su imponente figura envuelta en leyendas y tradiciones, de la que se
contaba que, entre otros prodigios, era capaz de “salir de noche hacia la meca
cabalgando una zalea, para volver al amanecer después de haber pasado el tiempo
en recogimiento y meditación”. A través de él tuvo noticia directa y familiar
de su padre, y en su afán de comprender a unas gentes que, de colonizados
pasarían a ser compatriotas, inició la investigación que daría lugar a su libro
“Ma El Ainin, Señor de Semara” aparecido en el año 1954 en la Editora Marroquí
de Tetuán.
Como
muestra de la sedución que el personaje ejercía sobre Domenec Lafuente, baste
esta cita con la que comienza el relato: “Hay un momento en la historia de
nuestro desierto (el Sahara Occidental o saheliano) en que un astro refulgente
brilla poniendo sombras de silencia en cuantas personalidades relevantes hayan
venido destacándose, hasta entonces, en la guerra, en la política, en la
religión y en la cultura de las tribus nómadas”.
Sus
fuentes de investigación más próximas son parientes cercanos del Chej,
especialmente su hijo Chej Mohamed El Imam, por lo que no es de extrañar que el
texto tenga algo de las hagiografías magnificadoras de los personajes a los que
se envuelve en una aureola en las que se mezcla la historia, la leyenda, la tradición
y los deseos fantásticos en cantidades aleatorias. “Cuando Ma El Ainin fue
concebido, se anunció a su padre que sería el más sabio del mundo. Recién
nacido, habló. A los siete años sabía de memoria el Corán; a los dieciocho había
completado todos los estudios superiores”, nos dice el autor recogiendo las
palabras de su hijo El Imam, que sin duda veneraba y ennoblecía la figura paterna,
como es propio de la tradición islámica, especialmente incrementada por las
costumbres de las familias Chorfa
del Sahara.
De
la misma forma se tratan algunos de los muchos prodigios que se le atribuyen al
Chej, como el alumbramiento de pozos capaces de salvar vidas y haciendas en
momentos de extrema sequía y peligro, o el fuego misterioso que cae sobre los
ladrones que le han robado el ganado cuando nomadeaba por la zona de Tinduf.
Su
buena relación con los sultanes Muley Abderrahamen y su hijo Sidi Mohamed, de
la que la historias oficiales se hacen amplio eco, está trufada de relatos que,
precisamente por parecer fantásticos, nadie duda de su verosimilitud, como la
cura milagrosa que hizo de la lepra que aquejaba a uno de los ministros del sultán,
Mohamed uld Bol-la, mediante la
confección de un amuleto de virtud sobrenatural colocado al cuello del doliente;
o de la época de lluvias que suscitó después de cuatro años de sequía
implorando la intercesión de su padre Chej Mohamed Fadel a través de uno de sus
talmids colocado en un altozano.
Tiene
el libro de Domenec Lafuente el indudable valor del testimonio directo recogido
en la época y en el sitio donde los acontecimientos se acababan de producir.
Hay que recordar que esa época resultó un periodo de cambios convulsos, no
siempre deseados por las poblaciones autóctonas, que supusieron un fuerte
revulsivo para las costumbres y las formas de vida de los –entonces escasos-
habitantes del Sahara Occidental. La ocupación española, que culminaba un periodo
colonial iniciado por los europeos a finales del S.XIX, contribuyó a dar el último
empujón a la desaparición de los grandes nómadas y a poner en un contraste, a
veces violento, a unas poblaciones tranquilas y con una forma de vida
tradicional y placida (aunque a veces revistiera una extraordinaria dureza y
violencia), con unas gentes venidas del mar que tenían otras costumbres, otros
dioses y que se creían superiores y con la obligación de redimir de su
ignorancia y su atraso a unas gentes que podían muy bien pasarse sin ellos. También
el encanto de algunos testimonios recogidos “in situ” que más tarde, porque no
resultaban convenientes para la elaboración mítica del personaje, fueron cuidadosamente
apantallados por los encargados de magnificar sin fisuras el relato[4];
o el testimonio directo del frasco encontrado en Smara por un destacamento a
camello, que había dejado allí, en 1930 el explorador francés Michael
Vieuchange, llegado en condiciones rocambolescas y que moriría poco después
dejando la leyenda, propagada por su hermano de “ver Smara y Morir”.
Es ese
el contexto que refleja la obra. La visión de un militar de la época, que
generalmente no se distinguían por sus veleidades intelectuales, pero que en
este caso resulta lleno de interés y sensibilidad al captar la importancia de
los personajes que descubre en una tierra que siente como prolongación de la
suya propia.
El
relato se extiende a las acciones del Chej Ma el Ainin en casos de cierta
relevancia histórica, como su mediación en el caso del rescate de los
prisioneros del pailebote Icod en 1892, en el que ya se sitúa al Chej como
personaje de respeto, mediador entre disputas de difícil resolución que es uno
de los papeles más significativos por los que se reconoce el auténtico
predicamento de un verdadero Chej. La muerte, poco después del sultán Muley El
Hassan, la ascensión al trono de su débil hijo Muley Abdelazis, y el periodo de
influencia del visir Ba Ahmad, el antiguo esclavo de Muley Abderrahamen que
acabó haciéndose con el poder efectivo, ayudó a que se siguieran produciendo
cambios, no siempre a mejor, en la sociedad marroquí, a que disminuyera la
cohesión del estado, lo que repercutía en la falta de control del Majzén en las
zonas del sur. La brecha entre Bled el Majzén y Bled el Siba se hacía más
palpable y este último abarcaba los macizos del Rif, el Atlas, los valles del
Sus y del Draa y los llanos desérticos que se extienden más al sur. Es,
probablemente desde esos momentos, que el Chej Ma El Ainin es considerado como kotb
o polo de su época y su influencia se extiende y es aceptada como sustitución
de un poder central cada vez más débil e imperceptible fuera de las zonas
estrictamente controladas por el poder del sultán. Las gentes del sur siempre
habían estado dispuestas a gestionar sus asuntos desde su organización tribal y
democrática en que los jefes son aceptados y no impuestos y donde los tributos
se pagan según la ley coránica, a quien y como cada uno considera oportuno.
Muchos
otros asuntos que escapan a esta comunicación se tratan en el libro: el
escabroso asunto de la muerte de Coppolani, la visita del Chej a Fez como jefe
espiritual de las gentes de Mauritania solicitando ayuda al sultán para luchar
contra la penetración que los franceses habían iniciado desde el rio Senegal,
la proclamación de Muley Abdelafiz, hermano del sultán reinante como sultán de
la Yihad contra los invasores extranjeros, la ascensión de El Glaui en al Majzén
alauita y la de su hermano Hach Thami como pachá de Marraquech mientras la región
de Taza era gobernada como reino independiente por el “Rogui”, etc.
Completan
el relato los títulos de cien de los libros escritos por el Chej y una relación
de su descendencia, necesariamente incompleta porque algunos de sus
descendientes directos aún estaban vivos en esos momentos, hasta sus nietos.
El
caso de nuestro segundo autor es muy diferente. La obra de Julio Caro Baroja, a
pesar de los años transcurridos desde su publicación en 1955, continua siendo
una obra imprescindible para cualquier aproximación a la historia del Sahara
Occidental y su complicada y traumática evolución,
resuelta solo parcialmente, hasta nuestros días. Es el estudio, apresurado y
sin embargo lleno de profundidad y exactitud, de un profundo conocedor de la Etnología
y la Antropología que se encontraba en un momento de enorme madurez científica.
El libro está dispuesto en siete apartados temáticos, el quinto de los cuales
se dedica al Chej Ma El Ainin bajo el epígrafe: “Un santón sahariano y su
familia”. No es pues, un estudio monográfico como en el caso anterior, lo que
no empece para que el tratamiento sea riguroso, profundo y de extensión
parecida.
Caro
Baroja, con fina percepción de profesional de la Historia y de la Etnografía,
hace especial hincapié en el carácter religioso del personaje, que le viene
dado en cierta forma por la impronta paterna y su pertenencia a los Qadri o Qadiria, una importante cofradía de los
que su antecesor habría escindido su propia rama: La Fadelia. Es esta parte
religiosa la única capaz de legitimar cualquier movimiento político dentro de
la doctrina islámica, por lo que un estudio riguroso de los personajes que han
tenido una significación importante en los aconteceres políticos, no puede de
ninguna forma obviarla: el Chej Ma El Ainin, perteneciente a una familia
cherifiana, estaba predestinado o por lo menos encaminado a formar parte de la
“cadena dorada” que lo remontaría, a través de otros muchos hombres venerables,
hasta el origen de los tiempos, hasta el mismo Profeta.
El
autor se basa, para las facetas personales o familiares del personaje, en las biografías
y relatos familiares, en este caso de Sidi Buia uld Chej Sidati uld Chej Ma El
Ainin, a la que sin embargo reprocha estar escrita “del modo seco y harto monótono
propio de los eruditos árabes que se consagran a este género”. Recurre en otros
casos a historiadores como Chapelle, D’Almonte, Marty, etc. También a Domenec
Lafuente, Oro, Mulero y otros autores españoles que dejaron una amplia bibliografía
sobre la zona del Sahara Occidental y de forma muy especial a los múltiples
relatos dejados por militares que pasaron por Aaiún y Smara.
Caro
Baroja describe de forma minuciosa y prolija la vida del Chej Ma El Ainin desde
su nacimiento en el Hodh, en 1830, sus estudios en Marraquech, (donde años más
tarde tendría una zawiya donada por el sultán Muley el Hassan (1873-1894) cerca
de la cual reposan dos de sus hijos: Sidi Othman y Sidi Takiola, junto a otros
familiares), su trato con los sultanes que quizás viene de esta época, su
partida desde Tánger en 1828 para dirigirse a La Meca, su enfermedad de
viruelas en Alejandría y su vuelta a Marruecos donde reinaba el nuevo sultán
Sidi Mohamed que lo recibió como a un hermano.
Para
1860 ya había desposado a su cuarta esposa Maimuna Mentz Ahmed uld Alien, que
le daría algunos de sus hijos más preclaros: Sebihenna, Sidi Aotzman, El
Hadrami, Taleb Ajiar, Mohamed El Agdaf, Ahmed El Hiba y Mrabbih Rebbu y en 1864
volvió al Hodh tanteando las posibilidades de asentarse cerca de las zonas de
nomadeo de su padre. Cualquiera que fuera el resultado de aquella entrevista,
por otro lado breve, el caso es que volvió de nuevo al norte, quizás imbuido ya
de la idea de fundar un poblado que sirviera como centro comercial, religioso,
cultural y político en pleno Sahara, en un punto que uniera Atar con el Ued Nun;
lo que sería su obra más emblemática y conocida: La ciudad de Esmara, comenzada
en 1898 en las proximidades de la tumba de Sidi Ahmed Larosi, el “padre de los
Arosien”.
Después
de la muerte de su padre y de su entrevista con Maimuna, a la que encontró, ya
cerca de su final, en 1869, nomadeó por el Tiris, y el Adrar Tmar, anudando
relaciones con sus conocidos y parientes del emirato de Atar, entonces bajo Sid
Ahmed uld Enhamed el-Aida, con el que mantenía relaciones de amistad y casi
parentesco. Así se convertirá en una especie de puente entre el norte, donde
reinan los sultanes con los que también tiene una excelente relación, y el sur,
cuna de sus antepasados, donde le adornan con un gran prestigio de hombre sabio
y conciliador. Hacia 1887, Muley Hassan, además de colmarle de regalos y
dotarlo de armas de fuego, le nombraría califa suyo en el Sahara.
Caro
Baroja describe de forma minuciosa, casi exhaustiva, la ciudad de Smara y detalla
su construcción con numerosas fotografías, planos y dibujos que constituyen
documentos de gran importancia y con toda probabilidad únicos.
La
ciudad viviría once años de esplendor y acabaría siendo volada en parte en 1913
por los invasores franceses, acabando así la primera parte de la epopeya del
Chej Ma El Ainin. Sus descendientes Chej El Hiba y Chej Mrabbih Rebbu aún mantendrían
la ficción del poderío sahárico durante unos años más, pero los tiempos habían
cambiado para siempre. Ya nada sería igual en el futuro.
[1] Comunicación presentada en el I congreso sobre el Chej Ma
el-Ainin en Fez, 2008.
[3]
CARO BAROJA, JULIO, Estudios saharianos,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1955
[4]
Como las posibles prácticas de hechicería aprendidas de los contactos con los
negros del sur, sobre las que habría escrito un tratado, entre sus muchas obras
sobre Teología, Poesía, literatura, etc. Hasta un número de 314.
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