CON LOS DUQUES
Desde hace tantos años que ya lo
hemos olvidado, nos movemos entre tres generaciones: la anterior, la nuestra y
la siguiente, lo demás es historia. Probad a reconstruir algo de los personajes
más allá de vuestros abuelos si me creéis exagerado. Comprobareis, quizás con
sorpresa, que hasta los apellidos o circunstancias vitales de esos antepasados se
nos pierden en una niebla a menudo irrecuperable. El resto cae en el dominio de
la historia y ese es un terreno resbaladizo que cada uno compone a su antojo, elaborada
por los que tienen tiempo para ello, que suelen ser los más favorecidos por la
vida. La memoria tiene poco recorrido.
Si representamos la historia de la
humanidad en un eje de abscisas y ordenadas, encontraríamos una línea que al
principio progresa muy lentamente para adquirir, a medida que avanzamos en
ella, una aceleración creciente. El primer “eslabón” que nos separa netamente
de nuestros parientes monos está situado, por el momento, hace unos 7 millones de años. Poco a poco la maquinaria
de la evolución humana se pone en marcha, al principio de forma renqueante,
hasta ir cogiendo velocidad. En nuestros días las cosas suceden cada vez más rápidas.
Tanto los fenómenos culturales como el conocimiento en general avanza a
velocidad de vértigo, también las diferencias sociales y las de los ricos con
los pobres, sean del mismo país o de países diferentes. El abanico de la
igualdad social se va abriendo a pesar de nuestra ilusoria ansiedad de que se
cerrara. Las normas (sean o no legales), las costumbres, las relaciones
sociales están sujetas también a esa ley inexorable. Lo que valía hace unos
años ha quedado obsoleto en poco tiempo. Basta observar las normas sociales y
de conducta. Ya no resulta necesaria aquella “buena educación” que
considerábamos fundamental para la convivencia hace unos años. Se trata ahora
de innovar, establecer normas sin norma que respeten la creatividad o la
inventiva de cada individuo de manera que este no se sienta constreñido por
reglas que establecieron, sin su consentimiento, quienes lo antecedieron.
Quizás por eso, para los que
nacimos y nos desarrollamos en épocas anteriores, resulta refrescante el
reencuentro con viejas páginas (obsoletas o eternas, depende de la visión de
cada uno), en las que se nos proponían unas normas de convivencia que se nos
antojaban útiles y provechosas.
En la segunda parte del Quijote, ya
hacia el final, se narra el encuentro del caballero con unos duques con mucha
necesidad de embromar a cualquiera que se les acerque para aliviar la monotonía
de su existencia campesina y vacua. Hay un par de capítulos dedicados a la
recopilación de esas normas que citábamos antes, en los que conviene detenerse.
Sancho, sumergido en la broma de los
duques que raya en la crueldad, es nombrado gobernador de una ínsula, la que su
señor natural y amo le viene prometiendo desde que iniciaron su andadura. Solo
que esta se encuentra en tierra: un lugar
de hasta mil vecinos que era de los mejores que el duque tenía.
Don quijote se siente obligado a
proporcionar a Sancho algunos consejos y preceptos para el buen
desenvolvimiento de su misión, de cuyo éxito jamás duda. El autor los divide en
dos partes, a cada una de las cuales dedica un capítulo (XLII y XLIII
respectivamente). Primero a las cosas del espíritu:
Has
de temer a dios
Haz
gala de la humildad de tu linaje
Préciate
más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio
La
sangre se hereda y la virtud se aquista
Si
acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dadiva, sino
con el de la misericordia.
No
te ciegue la pasión propia en la causa ajena
Etc.
Y luego a las cosas del cuerpo:
No
andes desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo
desmazalado.
No
comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería.
Habla
con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda
afectación es mala.
Come
poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina
del estómago.
Sé
templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni
cumple palabra.
Etc.
Dudo que estos consejos (y el
numeroso resto que he omitido), tan elementales y de uso universal a primera
vista, pudieran ser de aplicación en nuestros días.
Al mismo Sancho, parecen hacérsele
cuesta arriba:
—Señor
–respondió Sancho-, bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha dicho son
cosas buenas, santas y provechosas, pero ¿de qué me han de servir, si de
ninguna me acuerdo?