jueves, 29 de noviembre de 2018

RELEYENDO EL QUIJOTE (III)


Arrancada

La lectura me parece uno de los hábitos que con menor riesgo pueden recomendarse. Nunca he sabido de ningún libro que haya hecho daño alguno a no ser que se emplee para menesteres arrojadizos muy lejanos de su fin originario, o para iniciar fuegos reparadores como recomendaba el personaje de Vazquez Montalban. De todos los que hasta ahora he leído, por malos que sean, no hay ninguno que no tenga algo bueno, siquiera mínimo: la descripción de un lugar desconocido, una frase acertada, un dicho memorable; no creo que exista ningún autor en el mundo incapaz de dejar, al menos una frase ingeniosa en su obra, por breve que sea. Otra cosa diferente (y nociva) son los libros de adoctrinamiento, sectarios y faltos de imaginación bajo cuya egida todos corremos peligro de caer, pues pocas cosas hay en el mundo más fáciles que sucumbir a una idea llena de fanatismo si la naturaleza o la geografía nos predisponen a ello.
Y digo esto porque a pesar de los ciertos riesgos que entraña, el hábito de leer desarrolla el intelecto, creo que en mayor medida que ningún otro, de manera que asomándose a un libro de determinada especie, en él suelen contenerse referencias de algunos otros temas; y el lector que ha desarrollado la curiosidad (que es condición inherente a lectura), se sentirá intrigado por aquellos y procurará buscarles desenlace y fin, y así de uno en otro, saltando o sacando una tras otra las cerezas entrelazadas del cesto, irá abriendo su mente al mundo y notándose más ignorante y discreto a medida que su saber aumenta.
Pasa algo parecido con el hombre que, sin salir nunca de su lugar, vida, costumbres y lengua, se aventura a otros países y lugares. Observará con sorpresa que muchas de aquellas cosas que le dijeron sus mayores no son rigurosamente ciertas: ni su lugar es el mejor del mundo (unos mejores, otros peores, en definitiva, muchos diferentes), ni sus costumbres las que hay que universalizar colonizando otras, ni su lengua la más sonora y culta… el buen aldeano, abiertos los ojos de su mollera gracias a la mirada hacia el exterior, será, en mayor medida dueño de unas decisiones que vendrán del conocimiento.
Y nuestro buen hidalgo Quijano empezó por ahí. Solo que cometió un error fatal: el de la escritura sesgada. Se dio a leer libros de caballerías solamente. Debía ser un hidalgo ilustrado o de familia de profesionales que lo hubieran familiarizado con los libros, porque en la época no debían abundar granjas ruinosas como la suya con nutridas bibliotecas, y menos quien las utilizara. El caso es que el buen caballero se desvelaba intentando comprender aquella sarta de disparates: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra fermosura. Y, sin otra ocupación provechosa (que los caballeros tenían prohibidos los trabajos manuales y ni siquiera el socorrido hobby del bricolaje les estaba permitido), polarizó toda su atención en la lectura. Sabido es lo nocivo de cualquier habito que se deslice en una sola dirección, como resulta monstruosa la pata de la estrella de mar que, una vez amputada, crece hasta lo inverosímil desequilibrando el conjunto, antes armonioso.
El pobre acabó perdiendo, parcialmente, el juicio. Yo me pregunto ¿un hombre viejo (de 57 años en una época donde la media de vida era de 30), no estaría llegando modus naturalis, a esa época en que los recuerdos se apantallan y la memoria se licúa por lo suyo? Dejémoslo como hipótesis. No es que se le fuera la olla por los libros solamente, es que le pilló mayor y vino a caer en el disparate de querer ser quien no era:

Y fue que le pareció conveniente y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones  y peligros donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.


jueves, 1 de noviembre de 2018

RELEYENDO EL QUIJOTE (II).


La primera burla

Don Miguel empieza en broma: “Desocupado lector”. Supone al que inicie la lectura del libro sin nada mejor que hacer, como al protagonista le pasaba. Arranca de un punto de modestia en lo que a su persona se refiere, seguramente al uso en la época, procurando a base de ingenio, darle la vuelta a la tortilla. ¿Qué va a salir del estéril y mal cultivado ingenio suyo sino un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios? (por variados o estrafalarios). Y asume solo parcialmente la paternidad: aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, sin duda refiriéndose al verdadero autor, el moro Cide Amete Benengeli. Para más pantalla, mete en el asunto a un amigo suyo que entra a deshora, gracioso y bien intencionado al que le confía su miedo al juicio del antiguo legislador a quien llaman vulgo, cuando salga al mundo con todos sus años a cuestas y una leyenda seca como el esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos (por fabuladores) y profanos.
Como los abogados con escamas que siempre aconsejan al cliente la táctica de “la persona interpuesta”, Cervantes le carga al amigo imaginario (o real, vaya Ud. a saber, que en la fantasía cabe todo) la prueba del consejo que luego explotará al máximo: los sonetos , epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes  graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisieredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trebisonda.
Define lo que quiere que el libro sea: una invectiva contra los libros de caballerías, […] vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y el el vulgo tienen los libros de caballerías.
Los prólogos de los libros, con ser la cabecera, se suelen escribir una vez pergeñada la obra de manera que vienen a ser como una declaración de intenciones y resumen de lo que en la obra ha salido (que no siempre sale lo que uno se imaginó al comenzarla). Así pasaría seguramente con el Quijote, que empezó de una manera y acabó de otra. Al don Quijote primigenio, maquinador de su nuevo destino en la soledad de sus aposentos llenos de libros, se le añade pronto su gran contrapunto barrigón y lleno de socarronería que permitirá el jugoso y disparatado dialogo a lo largo de la obra; cuando iba rumbo a Zaragoza, las circunstancias lo llevan a Barcelona, etc.
Y el amigo que lo visita “a deshora”, acaba haciéndole el resumen de lo que la obra pretende; que el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. Llevad la mirada puesta a derribar la maquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzasedes, no habréis alcanzado poco.
Parece que, en efecto, lo alcanzó.
Y arranca a renglón seguido con una sarta de versos a cual más disparatado, tal y como le ha recomendado “el amigo”. Empieza con los de pie quebrado (artificio cómico muy al uso de la época) de Urganda la desconocida, la maga protectora de Amadís de Gaula. Luego el propio Amadís, redivivo, le enjareta un soneto donde cita su retiro en la Peña Pobre, motivo que a don Quijote dará inspiración para el suyo en Sierra Morena, ya en el capítulo XXV de la primera parte. Toda una sarta de personajes ilusorios y estrambóticos desfilan por la exposición poética: don Belanís de Grecia, La señora Oriana, a lo que parece también versificadora, dama de Amadís de Gaula y residente en Londres; Gandalin, escudero del anterior al que visita la musa en ocasión de dirigirse a Sancho, su homónimo; luego el caballero de Febo, escapado del Espejo de príncipes y caballeros que escribiera Diego Ortuño hacia 1555; un anónimo Solisdan, colado de rondón, para acabar con un desternillante soneto en el que dialogan Babieca y Rocinante, a los que separan una distancia de cuatro siglos. Babieca llegó a vivir muchos años (dice la tradición que más de cuarenta) pero aún así es poco probable que llegara a conocer a Rocinante.