Arrancada
La
lectura me parece uno de los hábitos que con menor riesgo pueden recomendarse.
Nunca he sabido de ningún libro que haya hecho daño alguno a no ser que se
emplee para menesteres arrojadizos muy lejanos de su fin originario, o para
iniciar fuegos reparadores como recomendaba el personaje de Vazquez Montalban. De
todos los que hasta ahora he leído, por malos que sean, no hay ninguno que no
tenga algo bueno, siquiera mínimo: la descripción de un lugar desconocido, una frase
acertada, un dicho memorable; no creo que exista ningún autor en el mundo
incapaz de dejar, al menos una frase ingeniosa en su obra, por breve que sea.
Otra cosa diferente (y nociva) son los libros de adoctrinamiento, sectarios y
faltos de imaginación bajo cuya egida todos corremos peligro de caer, pues
pocas cosas hay en el mundo más fáciles que sucumbir a una idea llena de fanatismo
si la naturaleza o la geografía nos predisponen a ello.
Y
digo esto porque a pesar de los ciertos riesgos que entraña, el hábito de leer
desarrolla el intelecto, creo que en mayor medida que ningún otro, de manera que
asomándose a un libro de determinada especie, en él suelen contenerse
referencias de algunos otros temas; y el lector que ha desarrollado la
curiosidad (que es condición inherente a lectura), se sentirá intrigado por
aquellos y procurará buscarles desenlace y fin, y así de uno en otro, saltando
o sacando una tras otra las cerezas entrelazadas del cesto, irá abriendo su
mente al mundo y notándose más ignorante y discreto a medida que su saber
aumenta.
Pasa
algo parecido con el hombre que, sin salir nunca de su lugar, vida, costumbres
y lengua, se aventura a otros países y lugares. Observará con sorpresa que
muchas de aquellas cosas que le dijeron sus mayores no son rigurosamente
ciertas: ni su lugar es el mejor del mundo (unos mejores, otros peores, en
definitiva, muchos diferentes), ni sus costumbres las que hay que universalizar
colonizando otras, ni su lengua la más sonora y culta… el buen aldeano, abiertos
los ojos de su mollera gracias a la mirada hacia el exterior, será, en mayor
medida dueño de unas decisiones que vendrán del conocimiento.
Y nuestro
buen hidalgo Quijano empezó por ahí. Solo que cometió un error fatal: el de la
escritura sesgada. Se dio a leer libros de caballerías solamente. Debía ser un
hidalgo ilustrado o de familia de profesionales que lo hubieran familiarizado
con los libros, porque en la época no debían abundar granjas ruinosas como la
suya con nutridas bibliotecas, y menos quien las utilizara. El caso es que el
buen caballero se desvelaba intentando comprender aquella sarta de disparates: La
razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece,
que con razón me quejo de vuestra fermosura. Y, sin otra ocupación
provechosa (que los caballeros tenían prohibidos los trabajos manuales y ni
siquiera el socorrido hobby del
bricolaje les estaba permitido), polarizó toda su atención en la lectura.
Sabido es lo nocivo de cualquier habito que se deslice en una sola dirección,
como resulta monstruosa la pata de la estrella de mar que, una vez amputada,
crece hasta lo inverosímil desequilibrando el conjunto, antes armonioso.
El
pobre acabó perdiendo, parcialmente, el juicio. Yo me pregunto ¿un hombre viejo
(de 57 años en una época donde la media de vida era de 30), no estaría llegando
modus naturalis, a esa época en que los recuerdos se apantallan y la
memoria se licúa por lo suyo? Dejémoslo como hipótesis. No es que se le fuera
la olla por los libros solamente, es que le pilló mayor y vino a caer en el
disparate de querer ser quien no era: