jueves, 29 de noviembre de 2018

RELEYENDO EL QUIJOTE (III)


Arrancada

La lectura me parece uno de los hábitos que con menor riesgo pueden recomendarse. Nunca he sabido de ningún libro que haya hecho daño alguno a no ser que se emplee para menesteres arrojadizos muy lejanos de su fin originario, o para iniciar fuegos reparadores como recomendaba el personaje de Vazquez Montalban. De todos los que hasta ahora he leído, por malos que sean, no hay ninguno que no tenga algo bueno, siquiera mínimo: la descripción de un lugar desconocido, una frase acertada, un dicho memorable; no creo que exista ningún autor en el mundo incapaz de dejar, al menos una frase ingeniosa en su obra, por breve que sea. Otra cosa diferente (y nociva) son los libros de adoctrinamiento, sectarios y faltos de imaginación bajo cuya egida todos corremos peligro de caer, pues pocas cosas hay en el mundo más fáciles que sucumbir a una idea llena de fanatismo si la naturaleza o la geografía nos predisponen a ello.
Y digo esto porque a pesar de los ciertos riesgos que entraña, el hábito de leer desarrolla el intelecto, creo que en mayor medida que ningún otro, de manera que asomándose a un libro de determinada especie, en él suelen contenerse referencias de algunos otros temas; y el lector que ha desarrollado la curiosidad (que es condición inherente a lectura), se sentirá intrigado por aquellos y procurará buscarles desenlace y fin, y así de uno en otro, saltando o sacando una tras otra las cerezas entrelazadas del cesto, irá abriendo su mente al mundo y notándose más ignorante y discreto a medida que su saber aumenta.
Pasa algo parecido con el hombre que, sin salir nunca de su lugar, vida, costumbres y lengua, se aventura a otros países y lugares. Observará con sorpresa que muchas de aquellas cosas que le dijeron sus mayores no son rigurosamente ciertas: ni su lugar es el mejor del mundo (unos mejores, otros peores, en definitiva, muchos diferentes), ni sus costumbres las que hay que universalizar colonizando otras, ni su lengua la más sonora y culta… el buen aldeano, abiertos los ojos de su mollera gracias a la mirada hacia el exterior, será, en mayor medida dueño de unas decisiones que vendrán del conocimiento.
Y nuestro buen hidalgo Quijano empezó por ahí. Solo que cometió un error fatal: el de la escritura sesgada. Se dio a leer libros de caballerías solamente. Debía ser un hidalgo ilustrado o de familia de profesionales que lo hubieran familiarizado con los libros, porque en la época no debían abundar granjas ruinosas como la suya con nutridas bibliotecas, y menos quien las utilizara. El caso es que el buen caballero se desvelaba intentando comprender aquella sarta de disparates: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra fermosura. Y, sin otra ocupación provechosa (que los caballeros tenían prohibidos los trabajos manuales y ni siquiera el socorrido hobby del bricolaje les estaba permitido), polarizó toda su atención en la lectura. Sabido es lo nocivo de cualquier habito que se deslice en una sola dirección, como resulta monstruosa la pata de la estrella de mar que, una vez amputada, crece hasta lo inverosímil desequilibrando el conjunto, antes armonioso.
El pobre acabó perdiendo, parcialmente, el juicio. Yo me pregunto ¿un hombre viejo (de 57 años en una época donde la media de vida era de 30), no estaría llegando modus naturalis, a esa época en que los recuerdos se apantallan y la memoria se licúa por lo suyo? Dejémoslo como hipótesis. No es que se le fuera la olla por los libros solamente, es que le pilló mayor y vino a caer en el disparate de querer ser quien no era:

Y fue que le pareció conveniente y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones  y peligros donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.


jueves, 1 de noviembre de 2018

RELEYENDO EL QUIJOTE (II).


La primera burla

Don Miguel empieza en broma: “Desocupado lector”. Supone al que inicie la lectura del libro sin nada mejor que hacer, como al protagonista le pasaba. Arranca de un punto de modestia en lo que a su persona se refiere, seguramente al uso en la época, procurando a base de ingenio, darle la vuelta a la tortilla. ¿Qué va a salir del estéril y mal cultivado ingenio suyo sino un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios? (por variados o estrafalarios). Y asume solo parcialmente la paternidad: aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, sin duda refiriéndose al verdadero autor, el moro Cide Amete Benengeli. Para más pantalla, mete en el asunto a un amigo suyo que entra a deshora, gracioso y bien intencionado al que le confía su miedo al juicio del antiguo legislador a quien llaman vulgo, cuando salga al mundo con todos sus años a cuestas y una leyenda seca como el esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos (por fabuladores) y profanos.
Como los abogados con escamas que siempre aconsejan al cliente la táctica de “la persona interpuesta”, Cervantes le carga al amigo imaginario (o real, vaya Ud. a saber, que en la fantasía cabe todo) la prueba del consejo que luego explotará al máximo: los sonetos , epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes  graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisieredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trebisonda.
Define lo que quiere que el libro sea: una invectiva contra los libros de caballerías, […] vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y el el vulgo tienen los libros de caballerías.
Los prólogos de los libros, con ser la cabecera, se suelen escribir una vez pergeñada la obra de manera que vienen a ser como una declaración de intenciones y resumen de lo que en la obra ha salido (que no siempre sale lo que uno se imaginó al comenzarla). Así pasaría seguramente con el Quijote, que empezó de una manera y acabó de otra. Al don Quijote primigenio, maquinador de su nuevo destino en la soledad de sus aposentos llenos de libros, se le añade pronto su gran contrapunto barrigón y lleno de socarronería que permitirá el jugoso y disparatado dialogo a lo largo de la obra; cuando iba rumbo a Zaragoza, las circunstancias lo llevan a Barcelona, etc.
Y el amigo que lo visita “a deshora”, acaba haciéndole el resumen de lo que la obra pretende; que el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. Llevad la mirada puesta a derribar la maquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzasedes, no habréis alcanzado poco.
Parece que, en efecto, lo alcanzó.
Y arranca a renglón seguido con una sarta de versos a cual más disparatado, tal y como le ha recomendado “el amigo”. Empieza con los de pie quebrado (artificio cómico muy al uso de la época) de Urganda la desconocida, la maga protectora de Amadís de Gaula. Luego el propio Amadís, redivivo, le enjareta un soneto donde cita su retiro en la Peña Pobre, motivo que a don Quijote dará inspiración para el suyo en Sierra Morena, ya en el capítulo XXV de la primera parte. Toda una sarta de personajes ilusorios y estrambóticos desfilan por la exposición poética: don Belanís de Grecia, La señora Oriana, a lo que parece también versificadora, dama de Amadís de Gaula y residente en Londres; Gandalin, escudero del anterior al que visita la musa en ocasión de dirigirse a Sancho, su homónimo; luego el caballero de Febo, escapado del Espejo de príncipes y caballeros que escribiera Diego Ortuño hacia 1555; un anónimo Solisdan, colado de rondón, para acabar con un desternillante soneto en el que dialogan Babieca y Rocinante, a los que separan una distancia de cuatro siglos. Babieca llegó a vivir muchos años (dice la tradición que más de cuarenta) pero aún así es poco probable que llegara a conocer a Rocinante.

jueves, 18 de octubre de 2018

RELEYENDO EL QUIJOTE (I).


Encuentro con el caballero

Eran años grises de los que recuerdo en forma especial los inviernos brumosos de una Murcia más húmeda. Los señoritos vestían trajes Príncipe de Gales cruzados y llevaban sombrero, los obreros, pantalones de pana con parches de colores variopintos en las rodilleras, gorra y zapatillas de andar por casa o esparteñas. Los señoritos se hacían lustrar los zapatos los domingos después de misa por limpiabotas genuflexos en la puerta del Casino, (que aún no había alcanzado la realeza). Observaba fascinado, de pie junto a la silla ocupada por mi padre, la habilidad con que el hombrecillo de dedos tintados en mil colores, cambiaba de mano el cepillo con un golpe seco y preciosista que exhibía con orgullo de profesional. Luego retiraba los cartoncillos resobados que protegían los calcetines del cliente y procedía a sacar el ultimo brillo con un paño, negro por un lado y rojo por el otro, según requiriera el color del calzado, pasándolo con brío de acordeonista para acabar diciendo “servido” mientras tendía la mano en espera del el magro óbolo, voluntad del cliente.
Los niños de la época teníamos poco contacto con los mayores, especialmente con los padres, siempre ausentes en trabajos múltiples. La educación estaba encomendada a las madres, verdaderas matronas romanas, refugio y fortaleza de todas nuestras cuitas, aunque poco duchas en prepararnos para los avatares de la vida. El cariño, maternal y completo, se reducía a unas disciplinas básicas de relación con los hermanos (que solían abundar), la adquisición y practica de buenos modales y el arte de manejar cuchillo y tenedor. De lo demás, se ocupaban en el colegio. Los chicos en los Maristas o Capuchinos y las chicas en las Carmelitas descalzas, a las que por cierto nunca les vi los pies, o en Jesús María, las que pertenecían a familias de mejor acomodo.
Por aquellos primeros años de bachillerato, mi curiosidad me llevó a penetrar, casi violar, el único sancta-antorum que en la casa había: el despacho de mi padre. Era una habitación grande, situada a un lado del largo pasillo que las casas solían tener entonces, donde nunca entraba nadie ni siquiera a limpiar. Solo mi padre, a últimas horas de la tarde, para coger los dos o tres libros que llevara en danza y que leía alternativamente en la mesa de camilla del comedor, abstraído del bullicio que solía reinar a su alrededor.
Aquel despacho, por el que el resto de los habitantes de la casa nunca mostraron ningún interés a pesar de que jamás se cerró con llave, me fascinaba. A la izquierda había una gran mesa de despacho de madera negra, brillante y labrada con cajoneras a ambos lados. Estaba rodeada por un cerco de pilastrillas torneadas unidas por varetas en la parte superior para impedían que cualquier objeto pudiera deslizase hasta el suelo. Un cristal sobre fieltro rojo cubría toda la superficie. Estaba cubierta de papeles y expedientes, siempre los mismos, que nunca logre averiguar que hacían allí. Eran papeles de juicios o cosas por el estilo, seguramente de hacía muchos años, a juzgar por el leve polvillo gris que los cubría y que estaba rigurosamente prohibido retirar. Frente al sillón, donde pocas veces vi sentado a mi padre, había una escribanía de plata con una campanilla de sonido diáfano y cristalino que aún conservo.
Las paredes estaban llenas de libros. En los anaqueles más altos, muchos de pergamino que nunca me atreví a alcanzar, pero mas bajo había obras de Historia, Economía, Filosofía y Literatura que me resultaban ininteligibles pero que me impresionaban por sus esmeradas encuadernaciones y sobre todo por el olor especial que tenían, que tienen, los libros que han permanecido mucho tiempo cerrados cuando se abren. Años después, supe que la mayor parte de aquella biblioteca le había llegado a mi padre como herencia de un tío suyo, por lo visto misógino, masón, caballero de Calatrava y licenciado en Historia, que dedicó toda su vida a la investigación y la enseñanza, al parecer con escaso éxito.
De mis investigaciones entre aquellos mamotretos a la búsqueda de algo que fuera diferente a los aburridísimos libros del colegio, solo me fueron accesibles unos pocos: los viajes de Alí Bey, que me resultaba el colmo del exotismo; entonces ni siquiera barruntaba que pudieran haber países como los que allí se describían y mucho menos gentes de otras religiones o culturas. Luego di con unas obras completas de Mark Twain, en papel biblia encuadernadas en color marrón a las que me apliqué de inmediato. No entendí con facilidad a aquel niño, sin más amparo que la tía Polly, en un ambiente que me resultaba extraño, pero me identificaba con su espíritu libre y el comportamiento de una madurez que envidiaba. Nunca lo he vuelto a releer, temiendo que aquella imagen perfecta que guardo pueda verse mixtificada por mis propios cambios. Nunca he olvidado una frase dicha en medio de una pelea con espadas de madera en la que, ya no recuerdo si es Tom o uno de sus amigos, cae en su papel de herido sobre un lecho de ortigas y el narrador concluye “levantándose con harta agilidad para tratarse de un cadáver”. Creo que la primera lección práctica de mi vida me la dio el pasaje en el que Tom, obligado por la tía Polly a enjalbegar la verja (que tampoco me imaginaba lo que era, porque nunca había visto una verja de madera rodeando una casa y mucho menos la necesidad de enjalbegarla) convierte lo que era un oneroso trabajo en una empresa rentable en la que enreda a sus colegas que le ruegan permitirles hacer aquel interesante trabajo a cambio de valiosas “mercancías”: una rata muerta recen cobrada, un lápiz sin punta, unas canicas o una madeja de lana sin utilidad inmediata.
La segunda parte, las aventuras de Huckleberry Finn, ya no me interesaban tanto, el personaje, después de Tom, no me parecía atractivo, y su huida Misisipi abajo en compañía del negro Tom, esclavo fugado (que también me resultaba lejano e increíble mientras que Tom me parecía contemporáneo). Me resulto pesada. Ahí lo abandoné.
Mi padre debió darse cuenta de mi interés por la lectura y en uno de los escasos momentos de atención que procuraba distribuir con cierta equidad entre cada uno de sus numerosos hijos, me recomendó que leyera el Quijote, señalándome el estante donde se encontraba y en el que yo nunca había reparado. Era una edición en octavo, en cuatro tomos que dormía entre todos aquellos libros “serios” que poco interés podían despertar en un mozalbete de mi edad.
El libro me resultó ilegible y antipático. Las páginas eran duras como el cartón, desagradables y crujientes, de pergamino añejo; teñidas de amarillo en los bordes, sin una sola nota. Sencillamente indescifrable. No tenía la menor idea de lo que era la Mancha, ni un rocín flaco, ni un galgo corredor, mucho menos los duelos y quebrantos o la lanza en astillero. De la rodela no hablemos. Con gran disgusto de mi padre, abandone la lectura en las primeras matas.
Me consolé de aquel fracaso con otro hallazgo: dos novelas de la colección de bolsillo Alcotán, encuadernadas en rustica, con una letra infame que ahora me sería imposible leer: “Banderas al viento” y “Un buque de línea”, de C. S. Forester. Aquel fue mi primer encuentro con el, entonces, capitán Hormblower (apellido que aun hoy me resulta impronunciable), cuyas aventuras completas duermen ahora en mi biblioteca reeditadas por Edhasa muchos años después.
No recuerdo otro tropiezo con el Quijote hasta la Universidad Laboral de Sevilla donde pasé un infortunado invierno, alrededor de mis diecisiete años. Huyendo de las aburridas clases que nunca consiguieron hacer de mí un buen Aparejador y de los soporíferos y aterradores sermones salesianos, solía refugiarme en la biblioteca, notablemente surtida. Allí encontré una edición del Quijote mucho más asequible, con multitud de notas, creo recordar que de Lázaro Carreter. Aquello fue un hallazgo interesante y accesible. Me apliqué a leer más las notas que la historia, pues eran estas las que me revelaban el verdadero sentido de aquellas cosas que había entendido poco y mal. Hasta que logré desentrañar el sentido crítico y festivo de la obra, pasó mucho tiempo, pero el gusanillo, la curiosidad por entender aquellos personajes, entonces indescifrables, pero que intuía fundamentales, ya estaba dentro de mí.



jueves, 11 de octubre de 2018

SOBRE EL QUIJOTE


Mariano Sanz Navarro

“El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra” novela publicada, en su primera parte, el año de 1.605.

Es una obra de madurez (Cervantes tiene 57 años en aquel momento, edad en que su época lo sitúa en los umbrales de la ancianidad), que trata de los disparatados hechos de un personaje también maduro:.. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años...
Cuando inicia el Quijote, Cervantes es un hombre viejo y presumiblemente desencantado de casi todo. Ha sido soldado de fortuna (escasa) aunque de cierta gloria, ha padecido la burocracia de Felipe II, miserias y cárceles, como su padre y como su abuelo; ha sido aprisionado por los turcos y sometido a penosa estancia en sus baños hasta que los mercedarios lo rescatan por 500 escudos después de numerosos y fallidos intentos de fuga por los que, contra todo pronóstico, no es represaliado; tiene una hija bastarda a la que da su segundo apellido, se casa ya cuarentón, parece que más por las rentas esperadas del enlace que por otra razón y en sus últimos años vive con un grupo de mujeres de su familia, de más que dudosa reputación, entre las que no figura su esposa, que lo sumergen en lances vergonzosos con demasiada frecuencia.
No parece que estas circunstancias de su vida, rodeada siempre de penurias económicas, sean las más propicias para engendrar una obra de la magnitud del Quijote y de su talante generoso e innovador que constituye, seguramente, la primera gran novela escrita en lengua castellana[1]. Sin embargo, y a pesar de sus escasos éxitos como escritor hasta el momento, acomete en silencio, esta gigantesca tarea que constituye el triunfo mayor de su vida, del que aún tuvo la fortuna de poder disfrutar en sus últimos años.
Es posible que Cervantes pretendiera ser, ante todo, poeta y autor teatral (dice en el “Viaje del Parnaso”: Yo que siempre me afano y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo), campos en los que no obtiene la respuesta exitosa que cree merecer. Como poeta no es excesivamente apreciado y como autor teatral queda ensombrecido por la figura de Lope de Vega que acapara la posibilidad de representar en los corrales, con sus comedias ágiles y desenfadadas muy del agrado del público del momento. Su “Cerco de Numancia”,  de una densidad demasiado trágica, no tiene nada que hacer frente al divertido costumbrismo picante que las obras de Lope proporcionan a un público poco culto y vulgar, ávido de diversión sin mayores complicaciones. Ha de quejarse el autor, con amargura de ello cuando en la segunda parte de D. Quijote que dedica a D. Pedro López de Castro, conde de Lemos, se duele: ... mis comedias antes impresas que representadas...
La fortuna, aunque no económica, sonríe por fin al viejo poetón tullido de un arcabuzazo en Lepanto, con la publicación del primer Quijote, que tiene un éxito inmediato; se edita cinco veces en 1605 y dieciséis entre 1605 y 1616; aún llega a tiempo de ver sus traducciones al francés y al inglés. Conviene recordar que Cervantes sólo ha publicado hasta ese momento “La Galatea”, y de eso hace ya veinte años.
El Quijote es, quizás, la novela más divertida y profunda jamás escrita en castellano; su humor, como sabio, es elegante, sobrio y sin ninguna concesión a lo chabacano; humor de sonrisa, no de carcajada, que no la precisa.
Es más que probable que se iniciara, en un principio, como una serie de relatos cortos y el desarrollo de los personajes desencadenara pronto la necesidad de mayor espacio y la aparición de nuevos elementos. Hay una evidente sátira acerca de los embelecos que los libros de caballerías inducen en las mentes sencillas de los que se enfrentan con la novedad de los libros impresos. También un ascendiente mágico que todo lo escrito despierta sobre las gentes que lo creen cierto por el solo hecho de estar impreso. Hay que recordar que en uno de los episodios de la venta (cap. XXXII), las únicas historias escritas que se reputan como falsas son precisamente las cuentas del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, mientras que las fantasías de que hablan los libros de caballerías, con sus disparatados hechos, son aceptadas como verdades de evangelio.
Esta intención se evidencia en el prólogo del primer Quijote... pues esta, vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías...
Hay, además de esto, el sano intento de que leyendo la obra,…el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.
Se gesta el Quijote, a la manera de una “novella” corta italiana, del estilo Bocaccio o Bandello, con un personaje que, aunque bien dibujado desde el principio, no tiene la dimensión gigantesca que, por contraste, ha de asumir con la aparición de Sancho.
Los seis primeros capítulos transcurren sin que don Quijote, que ha iniciado su andadura de desfacedor de entuertos, bien pertrechado de los elementos caballerescos que su monomanía le ha hecho escoger con minuciosidad, (incluida la dama imaginaria que ha de mantenerse en ese plano durante toda la obra) tenga necesidad de más ayuda. Es a partir del capítulo VII que D. Quijote solicita a un labrador vecino suyo, hombre de bien [...] pero de muy poca sal en la mollera,  que se salga con él para servirle de escudero, eso sí, contratado “a merced”  que no hay ninguna otra forma de salario descrita en los libros de caballerías que él conozca.
A partir de ese momento queda consolidada una de las parejas más famosas del patrimonio literario universal; y por lo que supone para el desarrollo de la obra, puede considerarse a Sancho Panza el hallazgo fundamental del Quijote. A través de él vamos a poder conocer la realidad social, el folclore y las costumbres de su tiempo. Va a darle cuerpo y cara al rústico de la época, simple, pero con una notable dosis de ingenio natural como demostrará durante los breves días de gobierno en su ansiada ínsula, en los que acaba como burlador de los que se prometían divertidas chanzas a su costa. Sancho comienza su  andadura como antítesis y contraste de D. Quijote, pero a medida que la novela transcurre, sobre todo en la segunda parte, asistimos al fenómeno de la sanchificacion de Don Quijote y de la quijotización de Sancho, con lo que las dos figuras se complementan y enriquecen. Han tomado tal consistencia cada una por su lado, que pueden separarse, como sucede al final de la segunda parte, y navegar con rumbos diferentes sin que la historia sufra menoscabo.
Desde el principio, Sancho opone su pragmática visión de la realidad a la de D. Quijote, ilusoria y llena de sueños fantásticos a los que la acomoda, transformándola de la mano de los encantadores que lo persiguen encarnizados y la trocan a su comodidad de continuo. Sancho no duda que su amo esté, si no loco, por lo menos algo trastornado, a pesar de lo cual lo seguirá apoyando en sus más descabelladas aventuras, magnificando sus hazañas ante los demás y esperando, confiado, la ínsula que no duda ha de otorgársele un día.
Pero ese momento feliz no ha de llegarle, por ahora, ya que los pérfidos encantadores que persiguen a su buen amo, han tramado una extraña máquina para perderle, que consiste en encantarlo por medio de sus habituales engaños y malas artes para conducirlo maniatado, enjaulado y sobre una carreta tirada por mansos bueyes, impidiéndole así, envidiosos de su fama y hechos, ejercer su beneficioso oficio de andante caballero. Allí, auxiliado por las fieles ama y sobrina, bizmará sus heridas y recobrará el sosiego que precisa para preparar su tercera salida, en la que piensa dirigirse a unas famosas justas que han de celebrarse en Zaragoza.
Conducido de la forma más indigna que para un caballero pueda haber y que él soporta, estoico, por la Orden de Caballería que profesa, es  transportado hasta la aldea por el tropel de diablos que ocultan bajo sus máscaras al cura, al barbero y al resto de los personajes que han sido actores, en la Venta de Juan Palomeque, de los últimos acontecimientos. Lo conducen entre burlas y veras mientras Sancho, que alimenta fundadas sospechas acerca de los fingidos demonios, no acaba de hacerle la contra a su señor que atribuye toda la máquina a los pérfidos encantadores que le persiguen sin tregua. Llegada la comitiva al lugar, es recibida por el ama y la sobrina, contentas de la vuelta del caballero aunque apesadumbradas por su aspecto roto y exánime, del que tardará en recuperarse los diez próximos años.
Durante el otoño de 1614, cuando Cervantes se acercaba a la conclusión de la segunda parte de don Quijote, encaminado con toda seguridad a Zaragoza como se nos había prometido en la primera, llega a sus manos un libro publicado en Tarragona con el titulo de Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, firmado por Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas. Nombre y patria falsos, encubren al autor, aún hoy desconocido, posiblemente un compañero de armas de su juventud, con toda seguridad del entorno de Lope de Vega, nada amigo de Cervantes.
Ya en el prólogo, Avellaneda carga contra Cervantes refiriéndose a sus novelas más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas y entra, con evidente mal gusto, a sus defectos físicos y otros alifafes: y digo mano, pues confiesa de sí que tiene solo una [...] tiene más lengua que manos […] Cervantes es ya de viejo [...] y por los años tan mal contentadizo,...
La aparición de este libro debió causar no poco disgusto a nuestro escritor, tanto por verse arrebatados unos personajes paridos por su ingenio, cuanto por las diatribas y ataques que directamente se le hacen.  La reacción es fulminante y digna de su categoría. Primero compone y endereza los pasos de sus personajes a otra parte que la que ha prometido en el final de la primera y que le ha sido usurpada por Avellaneda, luego acelerando la aparición de su propia segunda, en cuyo prólogo da un repaso al atrevido, y por fin vareando al apócrifo en su obra.
Dice el primer biógrafo de Cervantes, Don Gregorio Mayans y Ciscar en su Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, publicada en 1737, del Quijote de Avellaneda: su dotrina es pedantesca i su estilo lleno de impropiedades, solecismos y barbarismos, duro i desapacible i, en suma, digno del destino que ha tenido.
Y Cervantes mismo, en el prólogo de la segunda parte le da una réplica contundente aunque elegante en la que se refiere a Lope de Vega defendido por Avellaneda gratuitamente: y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo, que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa. (Era notoria la vida disoluta de Lope, a la sazón clérigo y familiar del Santo Oficio).
Desde luego, el Quijote de Avellaneda está a mucha distancia literaria del autentico; su protagonista no es un visionario genial sino un pobre loco que acaba donde los tales suelen terminar, y Sancho no es más que un rústico mentecato, desaforado comilón y exento de gracia. Cervantes mismo, comentando el episodio en el que Avellaneda hace a sus personajes asistir a las justas de Zaragoza dice de la escena que es falta de invención, pobre de letras, pobrisima de libreas, aunque rica de simplicidades. Opinión que se supone, quiere hacer extensiva a toda la obra.
Pero, más adelante, continúa  el varapalo cervantino al osado, que no es don Miguel persona que deje las cosas a medio. No contento con rechazarlo de plano, como hemos visto, ingenia la forma de eliminarlo por completo convirtiéndolo en materia de su propia novela. En el capitulo DIX, (que seguramente Cervantes ha recompuesto, pues ya lo debía tener escrito cuando aparece el de Avellaneda), don Quijote y Sancho coinciden en una venta cercana a Zaragoza con dos caballeros a los que oyen, a través del frágil muro, leer la segunda parte apócrifa. Para dejar patente la impostura, don Quijote decide torcer el rumbo y encaminarlo a Barcelona... no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno... 
Más adelante, durante su estancia en Barcelona, el caballero visita una imprenta en la que se está preparando una reimpresión de la obra; Altisidora cuenta que en su tránsito de la vida a la muerte llegó hasta las puertas del infierno y vio a unos demonios jugar a la pelota con libros vanos “llenos de viento y borra” entre los que se encontraba la segunda parte falsa.
Por último y en una genial pirueta, cuando ya regresan al lugar, se encuentran con un personaje del mismo Avellaneda, don Alvaro Tarfe, al que muestran, con su misma presencia, la mentira de los hechos relatados en el quijote del falsario. Don Álvaro, hasta ese momento personaje de Avellaneda, es escamoteado de forma genial, pasando a ser personaje cervantino.
Para concluir esta breve ojeada sobre el Quijote, parece oportuno traer a colación la fabulación que Jorge Luis Borges en su relato, Pierre Menard, autor del Quijote,  hace sobre un escritor francés de final del siglo pasado que concibe la peregrina idea de completar la obra de Cervantes con algunos capítulos de su cosecha. Se pone a la tarea el hombre y después de mucho trabajo descubre que su obra se acerca a la perfección sólo cuando reproduce con exactitud los capítulos del Quijote publicado en 1605 y 1616. Al calcar palabra a palabra los párrafos de la obra, el escritor descubre en ellos una nueva luz no entrevista hasta entonces, comprendiendo que es solamente el lector el que revive el texto, dando vida en sí a los personajes, modulando de forma especial y única sus voces y dotando de sentido nuevo a las viejas, inmortales, palabras.





[1] En 1490 se había publicado, en Valencia la novela de caballerías Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell, escrita en lengua valenciana.

jueves, 4 de octubre de 2018

¿ESCRITORES?


Mariano Sanz Navarro

Quien de la poesía
y de los versos se aleja
huérfana deja su alma
creyendo que está completa

Santiago Delgado
(Escuchado en Zalacaín, 26.01.2016)

Me reprocha mi musa de cabecera, con su habitual proceder dulce y discreto, la vanidad de titularme escritor; y debo manifestar en mi descargo que igual que hubo grandes pintores que ennoblecieron el oficio como Velázquez o Goya (por no citar a tantos más de este y otros países), no por ello a los menores debe hurtárseles la misma denominación que a los principales y consagrados. Salvando las distancias, en su modestia y en su casa, cada persona es rey de lo suyo; todos aquellos fueron pintores con notables diferencias de acierto y fortuna. La cual es tan caprichosa que maestros (como Van Gog) ha habido, que no vendieron ni un solo cuadro en vida, y luego de muertos se les comenzó a apreciar, pagándose por sus obras grandes fortunas.

En todos los oficios -también en los de letras-, hay muchas categorías; de manera que algunos se llaman poetas sin tener de ello más que la fiebre juvenil de los ripios por la que todos hemos pasado, sino que en su caso, jamás les fue curada por el natural paso del tiempo, y los pergeñan con más voluntad que ingenio. A muchos de estos podrían aplicárseles los versos de Miguel Torga que tan acertadamente cita Angel Paniagua:
Esos que solo han conocido de las musas
la blanca vestidura y los cabellos

Otros –pocos-, sí se ganaron el título y denominación de poetas a pulso y con ingenio: el tiempo y las gentes los colocaron para siempre en el alto lugar que les corresponde.
Puede que, como supone el amante de las esdrújulas, Gonzalo Rojas, el poeta se haga ‘de repente’, o por contra, como decía don Miguel, se componga a lo largo de muchos y difíciles trabajos: Yo que siempre me afano y me desvelo/por parecer que tengo de poeta/la gracia que no quiso darme el cielo.
Aunque en otro lugar piense y deje escrito de la poesía: que, según dicen es enfermedad incurable y pegadiza.
Pasa lo mismo con los escritores y escritoras de prosa, que de ellos hay los reputados por sus obras y por el tiempo que los ha declarado inmortales, tanto en épocas pretéritas como en las presentes. Pero existen también los menores (entre los que me cuento), que en su modestia y sin querer establecer parangón alguno con los anteriores, disfrutan del arte de la escritura y aspiran, en el honesto ejercicio della a ocupar un lugar, aunque sea junto al escabel de los consagrados, de manera que algo de la gloria que les rezuma venga a tocarles.

Todos los que escriben, proceden de igual manera en su oficio: colocan ordenadamente las letras formando palabras y éstas componiendo frases para acabar construyendo la historia de que se trate. Pero ¡ay!, algunos, tocados por la vara alada de la fortuna la tienen de tal suerte que de sus plumas salen comedias sin cuento, narraciones fantásticas, iliadas y odiseas; amadises, buscones, quijotes, hamlets, rinconetes, gulliveres, montecristos, alicias, reyes gudús olvidados, parientes del Dr. García, señoras Dolloway, emmas o aurelianos que exigen, ya desde recién nacidos, un lugar imperecedero en la historia universal. El resto, con paciencia digna de encomio, se conforma echando a andar por el mundo de lo literario, los contrahechos engendros que la pluma no logró plasmar con el esbelto y fulgurante talle que concibiera la imaginación del autor.
Por eso, no es el principal objetivo del que escribe (que si no escritor, puede llamársele escribiente o escribano, por parecer estas denominaciones más modestas y de menor altura y presunción), obtener fama, y mucho menos fortuna, sino que el propio ejercicio de la escritura le produzca tantas satisfacciones con lo que, en sí mismo, se complete y realice.
Ítem más que algunos de los escritos que deje, puedan servir para que aquellos a los que les lleguen conozcan algo más del que los ha dejado, e incluso aprendan alguna cosa de las que el amanuense haya puesto sobre el papel.
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Y por parecerme que viene a cuento, voy a relatar al paciente lector un sueño que tuve hace unos días: me vi ante la puerta que cierra el Universo; solo una astilla de luz pude apreciar por el hueco de la cerradura. La curiosidad me llevó a mirar por la rendija y vi el mundo de las vanidades lleno de escritores; en la parte más alta, en un éter blanquecino, los genios de ese arte que en el mundo han sido se movían flotando con el índice de su mano diestra extendido, como si en otra Capilla Sixtina se encontraran, de manera que cada tanto, tocaban con otro del mismo oficio y las chispas de genialidad brotaban de sus dedos como fuegos de artificio.
Más abajo, en un piélago semejante a pegajosa melaza, se encontraba la miríada de escritores anodinos: jóvenes en busca del pelotazo editorial, vertedores de critica indiscriminada, resentidos de todos los calibres; jubilados decadentes empeñados en dejar recuerdo imperecedero de una vida que no interesa a nadie; periodistas hambreantes que aseguran tener decenas de magnificas obras en el cajón a la espera de editor…
En el fondo, un caldo negruzco y fétido, bullía como gusanera. Eran los escritores definitivamente fracasados, los refugiados en periodiquillos criticones y los asilados en programas de “realitis” que jamás saldrían de su estado de larva para pasar al de mariposa.

Desperté con la firme convicción de que jamás atravesaría aquella puerta.