La Tinaja 2019
NORMANDÍA
Tranco 1
27.06.19
Se refiere el autor del Quijote en su capítulo
II de la primera parte a “uno de los [días] calurosos del mes de julio”, de
donde podemos concluir que las extremas temperaturas que nos han afligido en
este final de junio de 2019 y principio del siguiente mes no son algo que,
aunque poco habitual, debiera parecernos novedoso ni extraordinario. Andan los
entendidos meteorólogos a vueltas con la influencia humana en el evidente
cambio climático y seguro que están en lo cierto, pero conviene recordar que
este planeta, mucho antes de que nuestra especie lo poblara hasta hacerlo pequeño,
había sufrido enormes cambios que nadie puede garantizar que no vuelvan a
repetirse. Al fin y al cabo el tiempo geológico es tan diferente del nuestro
que, con frecuencia, somos incapaces de entenderlo y mucho menos de predecirlo
con exactitud. Parece que, cada vez más, el Hombre viva de espaldas a la
naturaleza que le sustenta. Paradojas de la especie.
Casi nada de lo que sucede en este proceloso
mundo es algo que no haya sucedido con anterioridad, de manera que la vida del
Hombre no es más que una repetición de acontecimientos que se suceden unos a
otros como los cangilones encadenados de una noria, repitiendo una y otra vez
el mismo recorrido como si su paso en el mismo punto estuviera trazado de
antemano por un destino ignoto y misterioso.
La Tinaja, abrumada por los calores que este
año se le antojan un poco más rigurosos que los anteriores, emprende viaje
hacia la sierra de Albarracín, donde ha oído decir que la altura atempera en
algo la canícula. Y descubre que el hermoso y agreste paisaje de carrascas,
abetos y pino negro no es bastante para lograr ese objetivo. No hay más que
hacer de tripas corazón, evitar las horas centrales del día y concentrarse en
la discreta belleza de los despoblados pueblecitos que jalonan el agreste
paisaje, empezando por la ciudad de Albarracín.
Nos enteramos de que la villa es Monumento
Nacional desde 1961 y que actualmente se encuentra propuesta por la UNESCO como
Patrimonio de la Humanidad. Visitamos algunos de los numerosos monumentos que
la ciudad alberga: la iglesia de Santa María, el palacio Episcopal y la casa
señorial de los Monterde. Abrumados por tanto lugar emblemático en tan corto
espacio, nos solazamos en la recoleta Plaza Mayor, lugar de insólita frescura
gracias a la protección de sus soportales. Los antiguos, a los que con
ignorante frecuencia solemos despreciar, estaban mucho más cerca de la
naturaleza que nosotros, se adaptaban a ella con elástica facilidad y eran
capaces de convertirla en aliada antes que en enemiga.
En la ladera del monte que domina la ciudad,
hay una muralla en bastante buen estado que en tiempos debió cumplir una
importante misión. En su punto más alto se encuentra la que llaman Torre del
andador, que data del S.X. sobre el acantilado al borde del cual se yergue la
ciudad, quedan las ruinas de un alcázar. Visitamos la catedral del Salvador,
del S.XVI, con un campanario que según dice su historia, fue construido sobre
los restos de un templo de arquitectura románica.
En algo se encuentra la ciudad emparentada con
la nuestra, pues según parece su nombre deriva del árabe Ibn Racín (hijo de
Racín), reyes de taifas desde la fitna hasta
el Rey Lobo de Murcia. Predomina en los edificios un color rojizo
característico llamado rodeno, lo que
en nuestra zona se conoce como almagra, que da nombre a ciertas “Casas Colorás”.
Algunas casas de
Albarracín, colgadas de altos farallones, recuerdan vagamente a las de Cuenca y
su arquitectura, mezcla de piedra y mampostería compartimentada con madera, a
las casas alsacianas que ya tenemos ganas de volver a visitar. El turismo, que
todo lo fagocita y pervierte, ha cambiado el rostro de la ciudad, y en sus
callejas estrechas por las que se filtra un airecillo fino y vivificante,
tienen asiento toda suerte de tiendas de souvenirs
y productos típicos más o menos mistificados. Al visitante ocasional le produce cierto vértigo
tanta tienda de recuerdos y productos locales a precios prohibitivos, a las que
procura no avecindarse en demasía por temor a que el diablejo que dormita en su
interior se prende de algún inútil objeto.
La ciudad es cuna
de varios ríos –Guadalaviar, Tajo, Júcar, Cabriel y Jiloca- nacidos de las
nieves que en su época cubren la zona. A su larga historia, que comienza con
los vestigios de un primer asentamiento, Lobetum, en la edad de hierro, hay que
añadir sangrientos episodios ocurridos en la guerra civil, durante la cual fue
ocupada sucesivamente por tropas de ambos bandos y sus calles se vieron
ensangrentadas por terribles episodios.
Optamos por visitar
pueblecitos cercanos –Terriente, Valdecuenca, Rubiales, El Vallecillo, Aloras-,
en los que el forastero es observado con
cierto grado de extrañeza por los escasos habitantes que los pueblan,
incrementados ahora por los emigrantes locales que retornan para las fiestas.
Puede que coincidamos con alguno de los festejos propios de la estación entre
los que destaca lo relacionado con el toro: suelta de vaquillas por el pueblo,
enrejado para la ocasión, o festejo nocturno de lo mismo con el animal provisto
de antorchas encendidas en los cuernos. Ponemos pies en polvorosa ante tamaña
demostración de cultura a la hispana forma. Sobre temas de tal raigambre carpetovetónica,
y vistos los bíceps de los mozos que las camisetas de tirantes dejan ver con
cierto alarde, conviene hacer discreto mutis antes que mostrar cualquier atisbo
de crítica.
A destacar, un pueblecito de 130
habitantes llamado Moscardón que alberga un restaurante -El Horno- donde puede
comerse un magnifico ternasco sabiamente horneado y sazonado con miel, un
curioso plato semejante a la escalibada al que llaman “fantasma del horno”, amén
de otras curiosidades gastronómicas que el dueño ofrece en carta manuscrita
diariamente.
Tranco
2.
29.06.19
Valle
de Ordesa-Bujaruelo
Asentada convenientemente La Tinaja en un estupendo
campamento del valle de Ordesa, salimos por la mañana en dirección a Bujaruelo,
que forma parte del valle del Broto, por una pista de tierra en muy buenas
condiciones hasta que el paso, que sin duda conduce a Francia -estamos
prácticamente en la frontera-, se muestra vedado a los automóviles
particulares. Solo autobuses de paradas controladas o vehículos de
mantenimiento autorizados.
Estos caminos de montaña parecen trufados de
viejas historias de pastores, bandoleros y contrabandistas (quizás todo en
uno), que han sido desde tiempos inmemoriales sus naturales transeúntes. Por
estas rutas pasaron el comercio, el contrabando y los fugados al país vecino,
disidentes del franquismo en aquellos años oscuros, que conviene no olvidar por
si las absurdas repeticiones de la Historia.
Nos enteramos de que en tiempos fue enclave muy
poblado, y que en él se levantó el Hospital de San Nicolás hacia 1150 por la
Orden de los Hospitalarios. De aquellos tiempos queda un puente románico que
atravesamos en nuestra excursión, y las ruinas de edificios, víctimas de las
frecuentes contiendas con el país vecino.
Seguimos desde el último refugio al que se
accede en autobús, el curso del Río Ara. Senderos compartidos con vacas, a
juzgar por los abundantes restos de su paso que jalonan el camino. Un poco más
arriba encontramos numerosos grupos de ellas que nos ven pasar con habituada
indiferencia. Con cierto temor del paseante poco avezado a semejantes
compañías, las vemos compartir sendero desfilando mansamente a pocos pasos de
nosotros, con un enjambre de moscas revoloteando sobre cada una de ellas.
Están mezcladas la raza Charoláis con otra de
color rojo, sin que la diferencia de clase parezca establecer entre ellas las
distancias que existen entre los humanos. Posiblemente se hallen en un estadio
de evolución más avanzado que el nuestro. Recentales de ambos sexos corretean
entre las madres ocupadas en el pasto, ajenos al trágico fin que les espera
cuando hayan alcanzado la edad suficiente.
El sol inclemente del medio día sorprende a los
excursionistas imprudentes y contrasta con la visión de los lejanos neveros de
las cumbres, donde resalta la blancura de la nieve que aún no se ha fundido.
Esas son las nieves que alimentan los turbulentos ríos trucheros como el
Ara. El calor de la montaña, al medio día es el mismo de todas partes y
quizás el sol un poco más agresivo. Logramos mitigarlo con el agua fresca de
sabor único que nos ofrecen los varios manantiales que encontramos. Conviene
esperar a que el sol inicie su caída para dejar paso a la brisa del atardecer.
Una buena opción es recostarse en algún ribazo sombreado procurando no
desbaratar las florecillas que asemejan orquídeas diminutas, o las matas de
fresas silvestres que comienzan a entrar en sazón y nos regalan con su sabor un
poco ácido. El ruido de las aguas que discurren entre los guijarros
redondeados, es música placentera que invita al relax cuando no a la cabezada
reparadora.
Refugiarse a la hora de comer en algún
restaurante de los varios campings que por la zona existen, puede ser un error
de difícil reparación. A la abigarrada multitud cargada de mochilas que los
ocupa, se suma la improvisación y la desgana de los profesionales en casi todos
ellos. Resulta mejor opción recalar en alguno de los numerosos hoteles de
Ordesa. Quizás el empeño resulte más oneroso, pero el resultado vale la pena.
Las noches, en el campamento que La Tinaja ha
escogido, a la orilla del Ara de veloz corriente, son frescas hasta el edredón,
y ese reposo por la noche compensa largamente al vengativo sol diurno. El
amable anciano que regenta el camping nos pondera las virtudes rejuvenecedoras
del agua de una fuentecilla que brota en las inmediaciones, pero a la vista del
estado semicomatoso del que nos la encarece, no hacemos mucho caso.
Imprescindible la excursión al valle de Ordesa
y Monte Perdido, que debe hacerse en autobús, ya que el acceso al parque está
prohibido a los vehículos particulares, saludable medida que redundará en la
conservación de los pocos espacios que aún no hemos destruido.
En realidad, el valle de Ordesa y Monte Perdido
está formado por una amplia zona de valles más pequeños y picos de hasta 3.000
m. de altura que lindan al norte con al Monte Perdido, frontera con Francia y
al sur la sierra Custodia-Acuta. La cuenca fluvial recorre el Valle de Ordesa
por el que discurre el rio Arazas. Allí se abre una enorme grieta llamada “La
Brecha de Rolando”, un paso natural entre Francia y España del que cuenta la
leyenda que fue abierta por Rolando con un golpe de su espada Durandarte cuando
protegía la retirada de Carlomagno, su tío y señor, en su frustrado intento de
hacerse con Zaragoza. Un poco más abajo, se encuentra la Gruta Casteret,
formada por columnas y cascadas de hielo.
De entre las varias rutas de dificultad
variable escogemos la de la Cola del Caballo. Son nueve Km. de subida que
transcurren entre bellísimos parajes sombreados por altos álamos envueltos
entre sus colegas propios del bosque mediterráneo. El recorrido sigue el cauce
del río, del que se aparta solamente en los tramos de imposible orografía. A
pesar de la época, las aguas bajan abundantes y espumosas permitiendo al
viajero relajarse en algún recodo accesible con un gélido pediluvio que lo
reconforta. Trinan los pajarillos indiferentes al paso de los numerosos
viandantes, mientras en lo alto de las cárcavas planea una pareja de águilas
reales que salió de caza, nunca sabremos con qué éxito. A pesar de la afluencia
de visitantes, la zona constituye un magnifico refugio para algunas especies
amenazadas que aquí se sienten a salvo: el oso pardo del pirineo, el urogallo,
el quebrantahuesos, el desmán de los pirineos, la perdiz nival y otros.
La bajada resulta mucho más gratificante.
La visión de las tres o cuatro cascadas que
atronan con su ruido ensordecedor el paisaje, suponen un alto obligado en el
camino que los excursionistas se apresuran a “inmortalizar” con sus
celulares.
Cae la tarde y el centro de acogida se aparece
como la tierra prometida, donde un grifo de gélida cerveza compensa al
peregrino de los escasos inconvenientes de la excursión.
Tranco
3.
2.07.19
Las
Landas
La Tinaja continúa ruta hacia Francia, la
“douce France, cher país de mon enfance” que cantó Jacques
Trenet, inspirándose en La chançon de
Roland, leyenda tejida en los lugares que tan cerca hemos tenido días
atrás:
Le comte Roland s’étendit dessous un
pin.
Vers l’Espagne, il a tourné son visage.
Bien des choses lui reviennent en mémoire,
Tant de terres que le baron conquit,
La douce France,
les hommes de son lignage,
Charlemagne, son seigneur
qui l’éleva.
Il ne peut s’empêcher de pleurer et de soupirer
Inevitable el recuerdo al relato de Flor de Leyendas de Alejandro Casona, en
el que se hace referencia a la gesta de Roland en Roncesvalles. Cuando por fin Roldán
se decide a tañer su olifante en petición de ayuda, ya es tarde. Los moros de
Marsil lo cercan como perros rabiosos. Nadie puede oírlo y solo le queda,
“sangrando por cien heridas”, “cruzar la espada dulcemente sobre su pecho y
tenderse boca arriba bajo un pino, entre la hierba fresca”. “Roldán confiesa en
voz alta sus culpas y, en descargo de ellas levanta hacia dios su guante
derecho”. “Al alba, cuando Carlos llega, su cuerpo está rígido y frío”, cuenta
Casona, Premio Nacional de Literatura, en su imprescindible librito editado en
1934.
Atravesamos los valles del Pirineo llenos de
verdor, que imaginamos blancos en otras épocas a juzgar por los numerosos
remontes ahora inactivos, como esqueletos metálicos abandonados a la intemperie.
Dejamos atrás Jaca, capital de los iacetanos que citaba Estrabón en el S.I.
como pueblo que dominaba la zona comprendida desde las laderas del Pirineo
hasta la llanura ocupada por los ilergetes de Lérida y Osca (Huesca).
En la ruta, Panticosa, cuna del panticuto, una de las variedades de la
lengua aragonesa. Es lugar privilegiado para la práctica del esquí, tanto de
descenso como de fondo. En verano es lugar adecuado para el excursionismo y la aventura
montañera, con un estupendo balneario de donde parten los senderos que llevan
al valle de Bearn en Francia, custodiados por los altos picos de Argualas, Peña
Blanca y Peña Telera. Más adelante, la espectacular estación de esquí de
Formigal, ahora en una parada llena de verdor a la espera de los blancos
invernales.
Los ciento cincuenta caballos que tiran de La
Tinaja se esfuerzan alegremente en los interminables repechos y bajan aliviados
hacia el largo valle que nos adentra en Las Landas, ya en territorio
francés, después de haber pasado la imperceptible frontera que separa los dos
países.
El auriga recuerda otros tiempos en el que el
paso de fronteras como esta requería farragosos trámites, incluidos el cambio
de moneda, y se felicita por conocer y disfrutar estos.
Nos detenemos en el parque nacional de
Gascuña-Las Landas, lugar preferido por las Grullas Cenicientas que escogen el
país para su larga invernada, alimentándose de los restos abandonados en los
enormes campos de maíz que riegan gigantescos pivots. El parque, desde Mont-de-Marsan, su capital, hasta Arcachon
en el norte, ocupa una extensión de 315.000 Km2. de arenales y
tierras planas cubiertas en gran parte de pinos para explotación maderera. Las
carreteras que recorren el territorio en un entramado que se asemeja a una tela
de araña, son rectas y suaves, con poca circulación, como si el tiempo se
hubiera detenido o transcurriera a velocidad diferente a la que estamos habituados. La extensa planicie
recuerda al “plat país” que cantaba Jacques Brel refiriéndose al suyo
natal, donde las únicas montañas eran espadañas de iglesias y catedrales que,
como en Francia, son habituales en cada pueblo. Puede que el entorno fuera
visitado en su tiempo por el también gascón de Bergerac, el hombre de nariz
descomunal, espada certera y amores desdichados.
El auriga y su acompañante, una vez desuncidos
los caballos, parten a su lomo en un breve recorrido por un circuito de
pueblecitos vecinos: Luxey, Sore, Argelouse, Belhade, Moustey, Pissos y
Trensac. Un alto en Pissos para degustar una estupenda cerveza de barril, les
proporciona oportunidad para contemplar durante un rato las carreras de
trotones en la tele del bar. Unos cuantos parroquianos que se nota asiduos
hacen sus apuestas. Uno de ellos gana unos cientos de euros, el resto pierde,
la banca, como es sabido, nunca. Cerca hay una exposición de artesanos locales
en el fresco recinto de una iglesia que ya no lo es, se llama la exposición
“manos comunitarias”. Los franceses siempre tan exquisitos. A los viajeros
les parece muy encomiable esta promoción en un pueblecito que apenas cuenta con
unos cientos de habitantes.
Cuando los excursionistas vuelven al
campamento, hay gran animación. Un grupo de trabajadores del Este, acabada la
faena, se han instalado en tiendas comunitarias. Por turnos -los aseos no son
demasiado numerosos- lavan sus ropas y se adecentan ellos mismos. Los hay de
todas las edades y tallas, mano de obra importada. El auriga, que se considera
un excursionista de modestos recursos, reflexiona sobre la fábula del sabio que
iba cogiendo las hierbas que otro arrojó. Se repite, una vez más, que en su
modestia, puede considerarse privilegiado. Recuerda cuando él también fue
trabajador en tierra ajena y se ve reflejado y colega de estos que viven
experiencias que ya tenía olvidadas.
Después de una noche relativamente fresca,
aunque no tanto como acostumbraba en las montañas que hemos dejado atrás, nos
disponemos a visitar la estrella de la zona: “Le Quartier de Marqueze”,
propiedad rural de 25 Ha., una granja comunal de principios del siglo XIX que
el consistorio local ha procurado conservar, reconstruyéndola de forma
fidedigna para mostrar la vida de una familia extensa hacia 1890. Han procurado
reconstruir las viviendas con materiales y técnicas de la época, mantener los
animales autóctonos y las labores de aquel momento, aunque evidentemente no con
el mismo objeto ni estilo que tenían en origen. La visita, que puede durar
hasta cuatro horas de paseo por la propiedad según nos dicen, tiene el encanto
añadido de que el único acceso es un tren de época que se desplaza por vía
única a través del hermoso paisaje de Las Landas durante la media hora que
necesita para cubrir los escasos 10 Km. que separan el parque de la única estación de salida, Sabres.
La visita invita a reflexionar sobre lo rápido
que cambian los tiempos; en apenas cien años se ha pasado del arado de bueyes y
del pastoreo sobre zancos a modernas explotaciones que gobiernan el riego
mediante paneles electrónicos, potentes tractores que hacen en pocas horas las
labores que antes requerían meses, y ganados estabulados que rinden diez veces
más que las ovejas sueltas por la extensa planicie. Ha desaparecido la potente
industria resinera, de donde se extraía la apreciada ‘pez’, usada para
impermeabilizar las cubas de vino y los cascos de los barcos, entre otras muchas
aplicaciones.
Nos enteramos de que una de las piezas de la
casa albergaba durante el invierno al par de bueyes que constituían el soporte
de la familia. De espaldas a la chimenea, el boyero los alimentaba con
exquisitos bocados de heno fresco a fin de engordarlos. Una abertura en el
muro, las estaulias, encerraba las
cabezas de los bueyes como en una picota.
Ahora, Las Landas, en otro tiempo imagen de un
desierto insalubre en el camino de Santiago, se han convertido en un enorme
espacio dedicado a la industria maderera y al cultivo del maíz que alberga
pocos habitantes en pueblecitos recoletos y muy dispersos. Lejos está ya el
cruel comentario de François Aragó en 1829: “Ici vivent des êtres sauvages, des
hommes abrutits, sans être pervers, des peuplades de bergers chaseurs qui
naisent vivent et meurent, effrayés du tumulte des bourgs qui marquent la limite
de leurs excursions”.
Nos llevamos un magnífico recuerdo de la zona,
solo empañado por el problema ocular que nos aconteció, afortunadamente
resuelto con la inestimable ayuda de la farmacopea local. Las secuelas
desaparecieron paulatinamente durante los días siguientes sin dejar rastro.
Tranco
4.
5.07.19
Burdeos
La Tinaja abandona, no sin cierto pesar, las
soledades relativamente frescas del campamento que le ha dado cobijo durante
los últimos días, vecino a Sabres. El imperativo del nómada es el movimiento
constante como saben los amigos saharauis con los que tantos viajes hemos
compartido. Persiguen las nubes que han de traerles el alimento para ellos y
sus ganados, nosotros la curiosidad, el conocimiento, la aventura, el
esparcimiento, la sorpresa, o todo junto. Quizás nuestro viaje responda al afán
inconsciente heredado de los antepasados, que partiendo de la falla del Rif
poblaron el mundo. Entonces les parecía infinito y ahora se nos ha quedado
pequeño.
Un salto de apenas un centenar de Km. nos
coloca en Burdeos, capital de la región de Nueva Aquitania. La ciudad era conocida
como “La Belle Au Bois Dormant”, en referencia a su atraso secular. Hoy, ese
apelativo resulta por completo inadecuado.
Acampamos a la orilla de un ameno estanque
reposado y umbrío que se adapta de maravilla a nuestras discretas exigencias.
La visita a la cercana ciudad, por el contrario, resulta poco agradable, entre
el calor extremo y la multitud de viandantes que abarrotan las grandes arterias
convertidas en peatonales, Ste-Catherine, Place Gambeta -donde más de 300
contrarrevolucionarios perdieron la cabeza durante los primeros días de la
Revolución-, y Place de Tourny, con sus aledaños que constituyen el centro
de la ciudad. La visión del escaparate de Cartier donde se exhiben relojes de
precios astronómicos, acaba de desilusionarnos. Por si fuera poco,
recibimos la noticia de la muerte de Arturo Fernández, en plena actividad a los
90 años. No era un actor cuya carrera siguieramos con excesivo interés, a no
ser una serie de mediana calidad con Paco Rabal (que solo por eso merecía la pena),
en la que Arturo se representaba a sí mismo, como siempre, pero parece
meritoria una carrera como la suya y una muerte al pie del cañón, que es lo que
muchos desearíamos para nosotros mismos. Procuramos sobrellevar el desencanto
mojándonos los pies en la enorme extensión de fuente-lago que hay a la orilla
del rio Garona que atraviesa la ciudad. Este año las aguas presentan un color
terroso, producto seguramente de recientes tormentas. Es opinión generalizada
que los viajes son fuente de sorpresas y una de ellas nos asalta al pasar por
la Court Melbi, un edificio construido en 1707 que hoy alberga la Sala Regional
de Cuentas. Delante de su fachada, la estatua en bronce a tamaño natural de un
personaje que nos resulta familiar por el gesto adusto que han popularizado
unos premios cinematográficos, el cabello alborotado, el sombrero de copa que
guarda bajo el brazo, y el resto de vestimenta de la época. Reparamos en que el
autor de la escultura fue Mariano Benlliure y que la estatua de bronce se
fundió en Barcelona. Pertenecen a los misterios que la historia oculta las
razones que llevaron al insigne pintor de Fuendetodos a exiliarse en Francia
cuando ya tenía 78 años. Seguramente el temor a las represalias que Fernando
VII –el rey felón- venia tomando contra los liberales. En la ciudad se reunió
con su última pareja, Leocadia Zorrilla y con sus dos hijos, Guillermo y María
Rosario. Su exilio se vio aliviado por su trabajo incansable y la compañía de
sus amigos Manuel Silvela y Fernando González de Moratín. Dicen que murió de
una caída por las escaleras, pero esta es una de las muchas leyendas que
jalonan su vida, incluida el paradero de la cabeza, que no se encontró cuando
sus restos fueron trasladados a Madrid en 1886.
Al auriga de La Tinaja, que no se considera
chovinista en exceso, le resulta grato que algunos rasgos culturales de su
país, -que no se prodigan en exceso-, hayan llegado hasta estas latitudes. Loor
a don Francisco de Goya y Lucientes.
El paseo por la ciudad es muy agradable ya que,
además del encanto de sus calles llenas de gente y los edificios que raramente
superan las tres alturas, son numerosos los parques y lugares verdes, como el
Jardín Public, el Jardín Botanique o la Explanade de Quinconces, donde hay una
monumental fuente dedicada a los girondinos.
Burdeos debe su nombre a la colonización
romana, hacia el año 56 aC., luego fue inglesa cuando Leonor de Aquitania casó
con Enrique II Plantagenet. Dicen que la fama de sus vinos claretes proviene
desde aquellos tiempos en que el rey se aficionó a ellos y los popularizó entre
sus vasallos. En cualquier caso, como todas las zonas de vegetación
agradecida, la región ha sido siempre invitadora al asentamiento humano, desde
que hace entre 20 y 30.000 años la habitaran los neandertales cuyos restos se
han encontrado en la cueva Pair-non-Pair, cerca de Bourg-sur-Gironde, en el
lado norte de la ciudad.
La larga historia de la villa desde esa época,
tiene su punto álgido durante la Primera Guerra Mundial, cuando el gobierno
francés, no sintiéndose seguro en París amenazado por los ejércitos alemanes,
se retiró a Burdeos, lo que se repitió por una breve temporada en 1940, durante
la Segunda Gran Guerra. Allí la marina italiana estableció una base de
submarinos para dar replica a los U-Boot alemanes en la Batalla del Atlántico.
La zona es referencia mundial por sus vinos,
por cuya conservación y esencia vela la Academia del Vino de Burdeos, fundada
en 1948 y compuesta por cuarenta miembros entre los que se encuentran
propietarios de viñedos, académicos, escritores, artista, etc. Tenemos ocasión
de hacer una cata de tinto elaborado con Cabernet Sauvignon, Cabernet, Franc,
Merlot, Petit Verdot y Malbec. Aún para paladares tan poco expertos como los
nuestros, el resultado es excelente. Dejamos la del blanco, elaborado con
Sauvignon Blanc, Semillón y Muscadelle para mejor ocasión.
Al auriga, por estos días, le ha caído un año
más, según el cómputo temporal inventado por Julio Cesar en 46 aC. a partir de
los establecidos por Rómulo primero y Numa Pompilio más tarde, y ajustado el 24
de febrero de 1582 por el papa Gregorio XIII., que por aquellos tiempos regía
los destinos de la cristiandad y su percepción temporal. El auriga no parece
notar grandes diferencias entre este y los días anteriores, pero no es ajeno a
que, desde el punto de vista estadístico, se acerca peligrosamente a su fecha
de caducidad.
Pasar por Burdeos y no ir a comer ostras a la
cercana bahía de Arcachon, fuera delito imperdonable que de ninguna forma los
ocupantes de La Tinaja tienen pensado cometer. De buena mañana aparejan la
caballería y se tragan los 50 Km. de retenciones que los conducen hasta el
pueblecito de Bíganos. Paseo relajado por los canales del puerto de Larros, a
cuya orilla hay coquetas casetillas de madera con embarcaderos privados para
veraneantes que aman la navegación y la pesca reposada de los canales. Luego
comida relajada en uno de los chiringuitos que ofrecen por todo condumio
ostras, caracoles de mar que llaman bigaroux, gambas, bulots, pâté de champagne
con mantequilla para los disidentes del bivalvo, y vino del país a escoger,
blanco o rosado. Los ocupantes de La Tinaja cumplen adecuadamente y vuelven
notablemente reconfortados al campamento base para dar relajado final a un día
memorable.
Nos despedimos de la zona no sin antes rendir
visita al faro bicolor de Cap Ferret, situado en una estrecha franja de tierra
poblada de pinos que se adentra en el mar. Es tradición entre los habitantes de
la zona que el faro constituye, desde tiempos inmemoriales, lugar de parada de
los Djins en sus largas travesías a lomos de las Grullas Plateadas.
07.07.19
Hacia
Bretaña
Con la imagen de las mareas de Arcachon y el
sabor de sus ostras en el paladar, los ocupantes de La Tinaja emprenden viaje
hacia el norte, como siempre con destino aproximado, esta vez con los ojos
puestos en Tours, a 350 Km. Normandía, según nos avisa la Loney Planet, se
distingue por el camembert, la sidra y las vacas. Al primero le hacemos honores
limitados porque nuestra nevera, en pruebas
anteriores, se resintió de forma aguda; del resto, esperamos futuras
degustaciones para mejor juicio. La historia normanda es sobradamente conocida
desde los vikingos y Enrique el Conquistador, cuando parte de Francia e
Inglaterra eran una misma cosa. De otros viajes recordamos el castillo de Chinón,
donde Enrique II Plantagenet y su esposa Leonor pasaron la navidad de 1183,
recogida en la inolvidable película ”El
León en invierno”, basada en la obra de James Goldman. Es la segunda
parte de “Beckett”, interpretada por los monstruosos Peter O’Toole (que sigue
haciendo de Enrique en la segunda), Katherine Hepburn, y Richard Burton. Leonor,
que fue sucesivamente reina de Francia y de Inglaterra, y su primogénito
Richard, muerto prematuramente, reposan en la abadía de Fontevraud visitada en
otras ocasiones. Allí se puede admirar el cuarto destinado a “moridero” donde
eran recluidas las monjas en situación terminal, colocadas sobre un lecho de
cenizas que les anticipara el estado en que iban a encontrarse a no tardar
mucho. Les acompañaban algunas novicias para que fueran tomando nota de
cómo iba a pintar el asunto.
Una estupenda autovía nos pone a 100 Km. de Tours,
pero estos últimos los hacemos por autopista, bastante cara, por cierto. Nos
quita el mal sabor de boca de los 19 € del peaje encontrar un camping estupendo
en un pueblecito llamado Vouvray, a 9 Km. de Tours, la ciudad bañada por el
Loira. Paseo relajante a la caída del sol, que ha sido inclemente, aunque no
tanto como el de Murcia a juzgar por las noticias que de allí nos llegan;
hablan de cuarenta y tantos grados. Fracasamos en el intento de tomarnos algo
fresco en el único restaurante que encontramos operativo. O se come, o no hay
nada que rascar. No estamos por la faena después de la opípara comida a base de
aperitivos variados y tortellinis que
hemos disfrutado en el campamento, merced a las habilidades culinarias de la
repostera jefe. Nos levantamos y nos vamos, acompañados de las excusas del
frustrado camarero. En Francia, las costumbres y los horarios pecan de cierta
rigidez que se acopla difícilmente con nuestro carácter latino.
Otra mala noticia vía internet: Joao Gilberto.
Hasta la Bossa Nova tiene final, programado o no.
Nos instalamos a las afueras de un pueblecito
llamado Vouvray que recorremos pausadamente al atardecer. Nos sorprenden -y
alegran- una serie de carteles colocados en lugares estratégicos bajo el título
genérico de “Raconte-moi Vouvray”. En ellos se relata, en francés e inglés, la
historia de los acontecimientos más significativos acaecidos en el pueblo,
acompañados de fotografías de la época o dibujos y esquemas cuando los tiempos
son más antiguos. Ese cariño por la historia y el amor a su tierra que se
manifiesta en los cuidados jardines de todos los pueblos de Francia, es lo que
echamos con frecuencia de menos en nuestro país.
Para el rincón de los hechos insólitos: nuestro
vecino de campamento viaja en una caravana tipo americano, enorme, plateada,
como de acero inoxidable. Es hombre membrudo y barbicano, muy sociable a pesar
de que le dedicamos poca atención. Le acompañan dos gallinas, una roja y otra
negra, que pasan el día recorriendo los alrededores ejerciendo su oficio,
picotear minuciosamente. Hacen los honores a las pocas migajas que caen de
nuestra mesa. Como diría Derzu Uzala, siempre hay “gente” que puede
alimentarse de lo que otros desechan. Las gallinas se recogen a la caída
del sol y el hombre las hace entrar en una jaula de tijera, circular, tipo
yurta mongola. No llegamos a averiguar si viajan en el asiento vecino al del
conductor ni si hacen adecuado uso del cinturón de seguridad.
Hacia Tours nos conduce un autobús -todos los
que hemos tomado hasta ahora eran pilotados por mujeres- que nos deja al principio
del kilométrico puente que sortea La Loire, llamado Wilson en honor al
presidente Wilson de EEUU, para honrarlo después de la II Guerra Mundial en la
que Tours fue una importante base militar. El puente fue muy castigado durante
la guerra y estuvo a punto de derrumbarse por completo en 1978. Hoy por fortuna
resiste nuestro garboso tránsito y nos deja en la larga avenida Rue Nationale,
donde solo peatones y tranvías tienen acceso. Es norma extensible a casi todas
las ciudades europeas, que los centros son peatonales y sin diferencias de
nivel, algo que muy poco a poco se comienza a ver en algunas de las nuestras. En
los pueblos, la cosa va para más largo. Se ve que nuestros políticos viajan
poco, empecinados en sus disputas de corrala.
La catedral de Saint-Gatien, construida a lo
largo de los siglos XIII a XVI es impresionante por fuera y por dentro, con
unas vidrieras y rosetones asombrosos. Como obra de ingeniería es soberbia y
los numerosos arbotantes que permiten la esbeltez de las torres de 70 m. de
altura, son buena prueba de ello.
Tours es una ciudad cosmopolita y burguesa.
Dicen que es otro Paris en miniatura y, a juzgar por los precios y las tiendas
elegantes, puede que lo sea. Dicen también que en la ciudad se habla el francés
más depurado de la República, detalle que no tenemos ocasión de comprobar. Lo
cierto es que se trata de una ciudad muy agradable de pasear -Rue Nationale,
Boulevard Beranger, Av. de Gramond-, donde se come pasablemente si se tiene la
paciencia de buscar un restaurante “francés” entre la abundante oferta de
comida “fast food” que parece complacer a los numerosos visitantes. A
destacar los escargots al estilo de
Borgoña con que se deleita nuestra repostera jefe.
Como otras muchas ciudades francesas de la zona
en que nos adentramos, sufrió terrible castigo durante la Segunda Gran Guerra y
los edificios actuales son reconstrucciones de la época, sobre todo alrededor
de la Catedral de Saint-Gatien, la primitiva basílica de San Martin de Tours y
la actual plaza Plumereau.
La ciudad, a la orilla del gran Loira tuvo gran
importancia en época de los antiguos galos, cuyos habitantes eran llamados túronos, que acabaron dando nombre a la
ciudad. Fue importante foco de la cristiandad desde el S.III, estableciéndose
una sede episcopal precisamente por su primer obispo Sait-Gatien. La ciudad es
recordada, además de por ser centro de
peregrinación en la Edad Media, por hallarse en el Camino de Santiago. Uno de sus habitantes de más fama: San Martin de Tours, que según cuenta la leyenda,
estando al servicio del ejército romano, compartió su capa con un mendigo.
Debió ser obra de gran mérito para que se le recuerde y venere tantos años
después, o que la capa era elemento de valor extraordinario.
También contribuyó a la fama de la ciudad desde
la antigüedad el escritor galo-romano Gregorio de Tours, autor de Historia de los Francos, hacia el año
575, y por haber sido con frecuencia residencia de los reyes de Francia y sus
respectivas cortes. De esos tiempos quedan la larga serie de castillos que
jalonan el Loira.
Buscando sitio donde calmar el apetito, damos
con un restaurante situado en la planta baja de un edificio donde dicen que
murió Leonardo da Vinci. Debe ser que vivió algún tiempo o simplemente que pasó
por allí, porque lo que consta en su historia es que murió en el castillo de
Clous-Luce, en 1519, lugar que le había cedido su último mecenas y protector,
Francisco I en 1516.
En la Rue de la Scelerie nos encontramos un
mural que glosa la estancia de Honore de Balzac en un pensionado de la ciudad
entre los años 1804 y 1807, con las referencias que a la estancia hizo en su
novela Le Lys en la vallée. Una vez
más admiramos el respeto, la veneración y el buen gusto que los franceses
muestran por su patrimonio histórico.
Contrastes: la tripulación decide tomar un
refrigerio de cebada en uno de los barecillos que aguardan a los turistas bajo
la sombra de imponentes castaños de indias, como los piratas de río aguardaban
a los grandes barcos de paletas en los meandros del Misisipi. A nuestro lado,
un hombre con aspecto de pakistaní repasa su rosario de 99 cuentas con los 99
nombres de Alá. Según las mías, ya lleva cinco vueltas. Debe ser hombre piadoso
en extremo.
Tranco 6
9.07.2019
Rouen
Casi trescientos Km. nos separan de nuestro
próximo destino, Rouen, la ciudad de los cien campanarios, a decir de Victor
Hugo. Es la auténtica capital de Normandía, atravesada por el Sena y tres de
sus pequeños afluentes: el Aubette, el Robec y el Cailly.
De camino pasamos por Chartres, la villa famosa
desde época medieval por su catedral del S. XIII que guarda, entre otras muchas
reliquias, el Ste-Voile, el velo que
según crónicas de todo punto verídicas llevaba la virgen María en el momento de
su único parto. La fe, además de mover montañas, es capaz de guardar telas sin
deterioro aparente a través de los siglos.
A unos 2 Km. se encuentra otro punto más
mundano, el palacio de Chantillí, cuyo invento es bien conocido. En sus
establos, a imitación de lo que hiciera María Antonieta en Versalles, las damas
cortesanas jugaban a ser vaqueras. En sus tardes de regodeo ocioso dieron con
el postre que haría famoso el lugar: la
nata montada no pasteurizada, batida con azúcar glas y vainilla hasta conseguir
la consistencia de una mouse. Si hay posibilidad, se sirve con frutas del
bosque (de ese o de cualquier otro). Cuenta la tradición que en el año 1777
José II de Ausburgo visitó de riguroso incógnito el palacio, para degustar el
exquisito manjar al que bautizaron como Crema de Chantillí. No consta que su
majestad dejara información trascendente sobre la calidad de la merienda.
Aterrizamos en el camping de un pueblecito
tranquilo, Saint-Leger-de bois Denis, tan tranquilo que a las seis de la tarde
no hay nada abierto, ni siquiera un bar donde cumplir con el Pastis del sol
poniente. Por lo demás, el campamento, tranquilo y medio deshabitado, entre
montañas de un verdor relajante, colma todas nuestras expectativas. La ducha de
agua caliente a 1,60 € la tirada de 10 minutos. Optamos por no desprender la
piel de su grasa natural.
A la ciudad de Rouen nos conduce un autobús,
que serpentea por las estrechas calles de los pueblecitos que atravesamos con
rara habilidad y velocidad que nos parece suicida. Una vez llegados paseamos
por la Rue des Carmes, lugar peligroso donde los haya, pues las tiendas de
moda, que abundan, poseen el mismo poder que los cantos de sirena de que habla
Homero en su Odisea: son capaces de atraer al visitante de forma tan
irresistible que este desaparece súbitamente en su interior, como abducido por
fuerza sobrehumana, a veces durante horas. Cuando reaparece suele transportar
una o varias bolsas de objetos de uso indeterminado y muy probablemente inútil.
La catedral, como todas, impresionante. De estilo
gótico flamígero, constituyó fuente de inspiración para Claude Monet. Con una
“torre linterna” que alcanza los 151 m. de altura coronada por una flecha de
hierro fundido, la más alta de Francia. Tiene dos torres, la de Saint-Romain y
la Tour de Beurre, edificada con el dinero obtenido por las bulas papales que
autorizaban a comer mantequilla durante la cuaresma.
El Hombre necesita de grandes símbolos para
acrecentar la importancia de los dioses que imagina, y las aras necesarias para
ofrecerles sacrificios siempre insuficientes. Un dios modesto y terrenal, no va
a ninguna parte. Como un papa en calzoncillos o con tirantes en los calcetines.
Monet dedicó una de sus varias “series” dedicadas
al color, a la catedral de Rouen, pintándola desde diferentes ángulos y a
distintas horas del día para captar los diferentes efectos de luz. La serie
constaba de 28 pinturas que ofreció a varios de sus galeristas para que la
competencia entre ellos hiciera subir el precio de las telas.
Imprescindibles muchas cosas en esta ciudad, el
gran reloj de campanario gótico y esfera renacentista, uno de los mecanismos
más antiguos de Europa; la iglesia de Santa Juana de Arco, en el mismo lugar
que dicen de su martirio el 30 de mayo de 1431. Para ser mujer y en aquellos
tiempos, Juana demostró un valor desmedido o una insensatez supina. Lo cierto
es que, al frente de los ejércitos franceses, durante la Guerra de los Cien Años,
logró derrotar a los ingleses y que Carlos VII de Valois fuese coronado rey de
Francia. Luego las cosas se torcieron, fue capturada por los borgoñones que la
entregaron a los enemigos ingleses. Estos la condenaron por herejía (según ella
oía voces celestiales que le indicaban como conducir la batalla de forma que
los buenos ganaran a los malos y descreídos). El caso es que Juan de Bedford, a
la sazón regente de Inglaterra durante la minoría de edad de su sobrino el
futuro rey Enrique VI, la hizo quemar viva. La muerte, que todo lo iguala, hizo
que ambos estén enterrados en la misma ciudad. Juana fue reivindicada
posteriormente como ilustre católica y hoy goza de los favores divinos por toda
la eternidad.
La santa ha dejado como recuerdo imperecedero
sus lágrimas en forma de dulcecillos de chocolate que pueden encontrarse en las
confiterías de toda la ciudad.
Visitamos el Parlamento de Normandía, el más
importante edificio gótico civil de Francia, construido sobre las ruinas del
barrio judío después de la expulsión de sus ocupantes en 1306, donde pueden
apreciarse aún las huellas de los bombardeos aliados que la ciudad sufrió en
1944; el Aitre San-Maclou, cuyos orígenes se remontan a la Gran Peste negra de
1348 que se llevó por delante a los dos tercios de sus habitantes, un verdadero
festival conmemorativo de la muerte. Ahora en severa restauración que no
permite visitarlo por completo.
Hay muchas casas, sobre todo en los barrios más
antiguos, con pintorescas fachadas de entramado de madera que según parece es
bastante habitual en toda la franja norte de Francia, hasta Alsacia.
El Sena, que por la ciudad pasa henchido y
navegable, la marca como nudo de comunicaciones y actividad comercial. La
ciudad se establece en ambas riberas, unidas por varios puentes. Donde hay agua
hay vida, y si es en tal cantidad, más. Una vez más, nos invade cierta desazón
al recordar nuestra tierra, siempre ávida de ella.
Como colofón, una visita al museo de Bellas
Artes, uno de los más importantes de Francia por sus fondos que cubren todas
las épocas: Caravagio, Velázquez, Pousin, Rubens, Modigliani, Braque, Calder, y
muchos otros. Fuera de París, no hay colección semejante de impresionistas,
Monet, Pissarro, Renoir… Tenemos la suerte de dar con una itinerante, Braque,
Miro, Calder, Nelson, de la época en que, a punto de iniciarse la II Guerra, se
reunieron en el verano de 1937, en Varengeville, Calder y Miró con Nelson, que
debía ser el millonetis, y que compró varias de sus obras. Todos, con Braque,
volverían a encontrarse en el mismo taller normando de Calder durante el año
1939, y los principios del desastre bélico inspiraron al pintor catalán su
famosa serie “Constelaciones”. Sin tener conocimiento de ello, Calder comienza
en NY su propia serie de Constellations,
una serie de esculturas móviles y colgantes, algunas de base estable, con
madera, chapa y alambre. Ambas obras tuvieron ocasión de encontrarse cuando
Miró llevó sus Constelaciones a NY. en 1944.
La dura jornada termina con una sosegada cena
de campamento en la que intervienen, por orden de aparición, un pâté con
pepinillos acompañado con sidra del país para auxilio de su deglución, un
magret de oca cocinado en su grasa y acompañado de tabulé enriquecido con
remolacha roja. Final de tabla de quesos con protagonismo de Comte y oveja
curada, regado con un blanco frío Jurançon, que guardábamos desde los Pirineos.
Tranco
7.
11.07.2019
Doscientos cincuenta Km. nos separan de nuestro
próximo objetivo, Lille, ya en la Picardie, departamento del Somme, que en sus
tiempos, junto con buena parte de Bélgica y los Países Bajos constituyó el
principado feudal conocido como Flandes. Ya lo decía don Juan Tenorio que era
algo correntón, además de mujeriego y frescales: “Do iré, ¡vive Dios! De amor y
lides en pos, que vaya mejor que a Flandes”.
Aún mucha gente de la zona habla un extraño
dialecto medio francés medio flamenco que data de aquellos tiempos en que los
ejércitos españoles se esforzaban vanamente en conservar estos territorios para
La Corona de España. Desde entonces, nuestra vacilante corona no ha hecho más
que dar bandazos, hasta los últimos y más lamentables de escopetas fallidas,
queridas de escaso glamour y presentadoras de televisión con aspecto de
tísicas. El asunto de las colonizaciones, véase la historia, acaba siempre
mal.
Las buenas carreteras y largos trozos de autovía
transcurren entre campos de cultivo, cereal, pasto y maíz. Las grandes
extensiones de terreno llano están separadas por bosques que evitan la
monotonía del paisaje y lo embellecen. No se ven los grandes pívots de Las Landas, al parecer todo es
secano, pero un secano húmedo a juzgar por el buen aspecto de las plantaciones.
El trigo, ya en sazón, está todavía sin recolectar, no así el heno, que se
amontona en grandes balas, redondas o cuadradas, envueltas en plástico que han
de preservarlas hasta el invierno. Muchos prados con vacas paciendo, casi todas
tipo Charoláis y algunas lecheras tipo suiza, de manchas negras o marrones.
Lille (La Isla), es francesa desde que en 1667
la capturara un ejército francés al mando de Luis XVI (se ignora si
directamente o por delegación) y en años posteriores fue centro de la industria
textil, lo que dio lugar a grandes diferencias de clases y a la generación de
fuertes bolsas de pobreza que Víctor Hugo reflejó en “Los Miserables”. Hoy todo
aquello ha pasado a la historia y la ciudad se advierte prospera.
La Tinaja se estaciona en un pueblecito cerca
de la ciudad llamado Houplines donde a las nueve de la noche no se ve un alma
por la calle, como si fuera una ciudad desierta. Por lo visto, los franceses
rurales llevan vidas de gran retraimiento.
Nos han llegado noticias de que en Lens, a tiro
de piedra para un tronco aguerrido como el nuestro, hay una especie de sucursal
del Louvre que vale la pena visitar. Forma parte, según se anuncia a la entrada
de la”política de descentralización de la cultura”, eso dicho en un país
centralista donde los haya, merece un brindis. El museo, gratuito, tiene una
muestrecilla de cada cosa, pero lo compensa con un edificio de diseño
vanguardista y un montaje didáctico muy agradable. Hay algo de egipcio, mesopotámico,
romano (una estatua estupenda de Marco Aurelio), una pintura del Greco y las
consabidas vírgenes y cuadros piadosos que forman gran parte de nuestra cultura.
Ha valido la pena la visita.
Como diría un jugador de ajedrez, me veo
obligado a “componer” el juicio sobre Houplines. Visto hoy, a la luz del
día y en un recorrido más extenso, es un pueblo agradable, con muchas y
modernas tiendas, florido y lleno de encanto. Lo de ayer puede que fuera un
barrio extramuros. No es recomendable juzgar a la primera ojeada, me advierte
mi Pepito Grillo.
Una excursión de casi 100 km. nos lleva hasta
Dunkerque, de tan amargo recuerdo. Durante mayo y junio de 1940, las fuerzas alemanes
cercaron a la Fuerza Expedicionaria Británica y las tropas francesas y belgas
acorralándolas contra el mar. A la vista de que no podían hacer frente a los
ejércitos alemanes, Churchill ordenó la evacuación por Dunkerque, bautizada
como “Operación Dynamo”. Dedica el capítulo IV del libro II de su obra La Segunda Guerra Mundial, a ese
acontecimiento: “Todos los que tenían una embarcación del tipo que fuera, a
vapor o a vela, pusieron rumbo a Dunkerque”. La operación pudo rescatar a unos
350.000 hombres aun perdiendo gran parte del material pesado.
La ciudad, como todas las reconstruidas
precipitadamente después de la guerra, tiene poco encanto. Un paseo por sus
barrios produce la misma sensación anodina que cualquier suburbio de una gran ciudad,
que en eso todas las del mundo se parecen un poco.
Visitamos un museo dedicado a la retirada de
Dunkerque, equipado con profusión de armamento, vehículos y paneles
explicativos sobre la “Operación Dynamo”, en la que según sus informaciones
participaron entre 1176 y 1588 navíos de todas las tallas, británicos, belgas,
franceses y holandeses, a menudo tripulados por personal civil. “Se
aprovecharon los botes salvavidas de los trasatlánticos que había en los
muelles de Londres, los remolcadores del Támesis, los veleros, las barcas de
pesca, las gabarras, las barcazas y las embarcaciones de recreo, en resumen,
todo lo que se pudiera usar en las playas”, dice Churchill.
Aun impresionados por una nueva visión de los
desastres de la guerra que el pequeño museo ha puesto ante nuestro ojos, nos
dirigimos a Calais, punto de paso donde los haya, del que dijo Churchill “en el
constante trashumar del hombre, jamás ha habido un lugar por el que hayan
pasado tantos viajeros y tan pocos se hayan detenido”. En efecto, como tantas
otras de la zona de las que hemos visitado, tiene poco encanto y apenas algún
punto que reseñar, como no sea el jardín Tudor, de modestas dimensiones, vecino
a una iglesia del S.XII reconstruida con diversos pegotes en la que una placa
nos avisa de que allí contrajeron matrimonio el 7 de abril de 1921 el capitán
Charles De Gaulle e Yvonne Vendroux, conocida a partir de aquel momento como
madame De Gaulle.
Una estatua de ambos realizada con escasa
fortuna, situada en una esquina de la gran plaza central de la villa, la Place
d’Armes, los representa en ese acto. Pocas cosas más reseñables de Calais, a no
ser Los Burgueses de Calais, que la han hecho famosa en el mundo. De lo
antiguo, solo supervivió a los bombardeos La Tour de Guet, o torre de
vigilancia, vecina a la plaza, que alza su estructura de cúpula octogonal como
único vestigio de aquellos tiempos.
Al día siguiente nos dirigimos a Lille para
encontrarnos con los chicos, que han tomado el tren desde Bruselas a temprana
hora. Lille, por lo menos el centro, que es todo cuanto podemos abarcar en una
visita rápida, no da para mucho: la plaza del General De Gaulle y adyacentes.
Alto para un café reposado en un sitio de prestigio, la antigua confitería
Meert, que exhibe un escaparate de tartas individuales de exquisita presencia.
Después, visita cultural al museo de Arte Moderno donde entre muchísimos santos
y aterradoras escenas de crucifixión, encontramos una sala dedicada a los
impresionistas, un poco de cada uno: Monet, Renoir, Chagall, Delacroix, incluso
Goya. Unas reproducciones en pequeño formato y en bronce de Los burgueses
de Calais cuyos originales tuvimos la suerte de admirar en el museo Rodin de
París, cierran la exposición. La verdad es que ahora, con lo exacto de las
reproducciones, lo mismo da admirar el original que la copia.
En el piso bajo hay una impresionante colección
de maquetas de poblaciones cercanas hechas a escala con todos sus accidentes
geográficos y lo que resulta muy interesante, la disposición de los muros
defensivos en forma de estrella. Las fortificaciones en estrella son invento
italiano de finales del S.XV como respuesta al intento de invasión de los
franceses. Hasta ese momento, se había desarrollado la artillería de forma que
fuera efectiva contra los altos muros de los castillos que se pretendía
asediar. Para contrarrestar la eficacia de los cañones, se edificaron muros más
bajos de mampostería y tierra que absorbían mejor el impacto de los
proyectiles. El arquitecto Bauvan ideó simultáneamente un tipo de fortificación
llamada “Traza italiana”, en forma de estrella que permitía el fuego cruzado sobre
los atacantes. Este tipo de fortaleza defensiva se extendió por toda Europa y
de sus asentamientos quedan diversas muestras entre las que se encuentra la
ciudadela de Jaca. En el museo se exhiben maquetas en relieve de cinco ciudades
de la época (Tournai, Maastrich, Avesnes, Calais, Aire-sur-La-Lys, Gravelines,
Berges, Ypres, Lille y Namur), bellamente reproducidas hasta el menor detalle y
en un estado de conservación admirable.
La visita a las maquetas de fortificaciones nos
recuerda el libro del catalán Sanchez Piñol que narra las aventuras de Martín
de Zubiría durante el asedio de Barcelona
en 1713 en el curso de la guerra de Sucesión Española. En el libro se
hace repetida mención al ingeniero Sebastien Le Preste de Vauban, inventor de
las fortificaciones en estrella, experto en diseñar fortalezas y en
destruirlas.
Interesante también, una sala dedicada a
originales códices antiguos presentes en vitrinas y digitalizados, que se
pueden repasar como si se tuviera el original en la mano.
Pasamos por el patio de la antigua Bolsa, hoy
convertido en un animado mercadillo de posters de actores antiguos (franceses)
de los que reconocemos a Gabin, Fernandel, Funes, etc. Hay también una amplia
exposición de cómics entre los que no podían faltar los de Tintín, dada su
proximidad con su país de origen. Comemos pasablemente en un restaurante
francés cuyo camarero se entiende en inglés con los muchachos. Sabiendo inglés,
va uno a cualquier parte, pero la cerveza era bien rara, aunque ha caído como
si fuera buena, incluso con repetición, ésta más aceptable.
Sorprende el número de mendigos y pedigüeños de
semáforo que encontramos en Lille, algo muy poco habitual en el resto de
ciudades que hemos visitado.
Acompañamos a los chicos a la estación, rumbo a
Bruselas, después de un día placentero, y nos retiramos a los cuarteles de
verano.
Nos espera un “resopon” de pan integral
con foie, tomatillos Cherry, pepinillos, una ensalada de aguacate, y alguna
exquisitez más que la repostera jefe improvisa con su característica habilidad.
De camino hacia Dieppe al día siguiente,
dejamos atrás el pueblo de St. Omer, que tiene para los santomeranos ciertas
implicaciones más de leyenda o imaginación que históricas. Refería el Padre Abilio
-un franciscano que dedicó su vida a hacer el bien entre los indigentes de un
perdido pueblo nicaragüense llamado Puerto Sandino en la provincia de Nagarote-,
que el St. Omer francés tenía algo que ver con el origen del patronímico
Santomera. Sea cierto o no, St. Omer es un hermoso pueblo de unos 16.000
habitantes, con la fundamental diferencia de que se encuentra a la orilla de un
gran río, el Aa, por el que discurren barcos de considerable tamaño y
transportes de todo tipo.
Tiene también -y quizás en esto ya se parece
más a Santomera- una espléndida iglesia de estilo gótico y un impresionante
órgano barroco que se remontan al siglo XVIII. Está rodeado de canales
pantanosos que se recorren en barcas de fondo plano. Están poblados de fauna
diversa, entre la que merecen especial atención sus varias clases de
murciélagos que mantienen a raya las numerosas colonias de mosquitos, como
estamos intentando hacer en Santomera con la colonia de murciélagos habitantes
de la Cueva de la Yesera, en la sierra de Orihuela.
Presume, además St. Omer, de una marca de
cerveza que lleva su nombre, cuya calidad pueden certificar los tripulantes de
La Tinaja donde sea menester.
Tranco 8
16.07.2019
Dieppe
En nuestro recorrido por la costa bretona, la
próxima singladura nos lleva a Dieppe, a través de extensiones de cereal y maíz
alternadas de vez en cuando con macizos de grandes bosques. Las carreteras
secundarias son estupendas y poco transitadas. La limitación a 70 o a 90 Km/h.,
lejos de ser un inconveniente, permite recrearnos en el hermoso y
cambiante paisaje. Ya tendremos tiempo de mayores aceleraciones cuando volvamos
a nuestro mundo habitual. Pasamos por Camembert, deteniéndonos brevemente para
comprar uno de sus famosos quesos. Últimamente lo hemos sustituido por el Brie,
menos agresivo en nevera. Camembert y Brie son primos hermanos unidos por el
lazo sanguíneo de las bacterias penicillium
candida y penicillium camembert,
de donde vendría el nombre del primero. Al parecer, allá por el S. XI, ciertos
monjes de abadía del Pais d’Auge, aficionados, como todos los de su condición
al buen comercio y bebercio (recuérdense las famosas cervezas de abadía),
comenzaron a experimentar con los quesos de textura blanda. Cuando las turbas
revolucionarias de 1790 amenazaron hacer escabechina eclesiástica, el abad de
Brie, antes de poner pies en polvorosa, confió el secreto de la elaboración del
queso que hacían los monjes a una señora llamada Marie Herel, en cuya casa se había
refugiado. Esta lo modificó hasta convertirlo en el que hoy día conocemos como
Camembert. Sea cierta o no la leyenda, y más o menos misterioso el secreto, lo
que sí consta es que el Camembert recibió el sello real de aprobación de
Napoleón III en la Exposición Universal de 1855. Desde entonces sus diversas
presentaciones están en la mesa de la mayoría de los franceses. Los entendidos
dicen que debe ir inexcusablemente alojado en caja de madera, debe tener un 45%
de materia grasa, y su textura al dedo ha de ser blanda sin resultar pastosa.
El aroma ligeramente afrutado, sin rastros de amoniaco, que delataría su
condición de viejo o pasado. Aroma puro con toque de setas, cremoso y con
“retrogusto” de hierba fresca. Vamos, que para comerse un buen Camembert, hay
que hacer un cursillo…y aprobarlo.
La Dirección General de Destinos y
Asentamientos localiza un estupendo campamento en un pueblecito llamado
Marigny, a pocos Km. de Dieppe. El lago de aguas quietas a cuyo borde asentamos
La Tinaja, recuerda aquellas líneas de “”Flor de Leyendas” de Alejandro
Casona en el relato El anillo de
Sakuntala que cito de memoria: “Sus lagos son de agua azul siempre inmóvil,
el arroz silvestre crece espontáneamente y el lugar es sagrado para el cazador
de afiladas flechas que debe entrar desarmado y sumiso en el silencioso
recinto”. El ambiente es tan bucólico que dos o tres patos (patas, para ser
exactos), abandonan cada mañana el río que nos circunda para venir a solicitar
algunas mollas de pan con las que las obsequiamos.
Aligerados del peso de La Tinaja, nuestros bravos corceles,
ya caída la tarde, nos conducen hasta la vecina Dieppe, ciudad marítima de la
Costa de Alabastro, situada en el departamento del Sena Marítimo, en la bocana
del rio Arques, que desemboca en el Canal de la Mancha. Posee uno de los
puertos de más tráfico de la costa normanda, del que cuatro veces al día salen
los ferrys hacia Gran Bretaña en una
travesía que dura cuatro horas. Con la marea baja, el puerto nos parece más
bien desaliñado y triste, aunque con el encanto que siempre presta la mar. En
el malecón que circunda el puerto de pescadores se apiñan los turistas, muchos
de ellos ingleses, atiborrándose de “fruits de mer” como le llaman al
pescado y marisco. Los franceses, siempre tan delicados. Lo que en España sería
un panadero corriente, aquí pasa a ser “un artisan boulanger”. Para
ponernos a juego, nos tomamos unos moules
con frites acompañados de un pichet de blanco. Los mejillones, plato
corriente en toda Bretaña y habituales en Bélgica, son pequeños y muy gustosos,
se sirven de diversas formas y adobos acompañados siempre de patatas fritas.
Resulta un plato suficiente y sobre todo, muy entretenido.
Después de un descanso placentero en este lugar
privilegiado y fresco, salimos hacia la bahía del Somme, recorriendo los
pueblecitos de la costa. El fenómeno de las mareas, para nosotros tan
desconocido, es allí protagonista. Las distancias entre la pleamar y la bajamar
son enormes, sobre todo en la localidad de Le Crotoy, en la costa norte. Allí
encontramos los vestigios de un antiguo castillo con una placa en su muro
exterior que nos recuerda que fue edificado por los condes de Ponthieu en 1150,
desmantelado en 1674 y reconstruido posteriormente. En él estuvo prisionera
Juana de Arco desde el 21 de noviembre hasta el 20 de diciembre de 1430. Liberada
por los ingleses, le hicieron atravesar a pie la planicie para acabar en Rouen donde le esperaba su trágico final.
El sitio es reserva natural de una flora y
fauna excepcionales, lugar de paso de muchas especies de aves migratorias hacia
Europa y asiento de numerosos rebaños de ovejas que se desperdigan por la
enorme planicie cubierta de apetitoso pasto.
Hacemos un alto en Fécamp, para procurarnos en
origen una botella de Benedictine. Fécamp, patria de Guy de Maupassant, era un
pueblo de pescadores sin mayor relieve hasta que en el S.VI unas cuantas gotas
de la sangre de Cristo llegaron por milagroso conducto a la ciudad
convirtiéndola en centro de peregrinación. Las leyendas más imaginativas dicen
que la sangre milagrosa venía sobre una rama de higuera que arrastró el mar
hasta sus playas. Quien decidió que era la sangre de Cristo es otra cuestión en
la que no conviene entrar. Ricardo Corazón de León (hijo de Enrique II Plantagenet
del que hemos hablado más arriba) hizo construir una abadía que con el tiempo
vino a parar a manos de los benedictinos. Uno de ellos, el abad Dom Bernardo
Vincelli, dio con la fórmula del licor, cuya comercialización dura hasta
nuestros días. Su composición, a base de veintisiete clases diferentes de
hierbas y algunas especies, es secreto celosamente guardado por los actuales
dueños de la destilería.
Seguimos hasta la bahía del Somme, ligada para
siempre a la batalla que se dio en la zona en julio de 1916 en que las tropas
francesas, británicas y de la Commonwealth se enfrentaron a las alemanas a lo
largo de un frente de 34 Km. Muchos miles de soldados de ambos bandos murieron
en la acción, y la estupidez de aquella matanza (y del resto de la guerra) se
recuerda hoy mediante la señalización de la “Ligne de Front” que marcan
numerosos rótulos. En muchos pueblos de los que hemos visitado, los pequeños
cementerios que se agrupan alrededor de las iglesias, guardan los restos de más
de 750.000 soldados de la Commonwealth que, como manda su tradición, fueron
enterrados cerca del lugar donde cayeron. Allí reposan, sin mayores
antagonismos, con los miembros de otra nacionalidad y otra religión.
Al otro lado del estuario se encuentra una
nutrida colonia de focas monje sesteando al sol. Por lo visto es especie de
mucha trashumancia, pues las hemos visto también en la zona de la Güera, al sur
de Marruecos, en la frontera con Mauritania, y en la parte final del Cabo de
Gata.
Siguiendo la tradición de la zona, mediamos la
jornada con una ración de moules y
sus frites, regados con su pichet de medio con colofón de “Ile
flotant”, postre especialmente apreciado por nuestra repostera jefe. Mientras
estamos comiendo, un muchacho que reparte propaganda nos entrega un pasquín
anunciando una representación local de “Los Miserables” de Víctor Hugo.
Una frase de la propaganda viene entrecomillada: “La liberte comencé ou
l’ignorance finit”. Conviene recordarla.
Partimos de mañana con intención de visitar la
ciudad y el puerto de Le Havre, pero nos sale al paso un pueblecito
costero, San Valery en Caux, cuya especial idiosincrasia hace que nos
detengamos, a pesar de que no encontramos rastro suyo en la guía que de
ordinario nos acompaña. Según parece la fama del pueblo se debe a que Enrique
IV se detuvo en él unos días alojándose en la casa que hoy se conserva
como centro turístico.
Con este rey Borbón (1553-1610), los franceses
tuvieron más suerte que otros. Se le conoció como Henri le Grand o Le bon roi
Henri. Fue copríncipe de Andorra y considerado como el mejor monarca que ha
gobernado el país.
Una lengua de agua se adentra en tierra y alrededor
de ella se ha construido un puerto de bajura con enormes bastiones pétreos, una
obra colosal que data del siglo XVIII. Las mujeres de los pescadores venden, en
unos chiringuitos situados al borde de los muros de contención, el pescado y
marisco (los “fruits de mer”) que sus maridos han traído de madrugada. Se
pesca especialmente el bogavante, cangrejos, centollas y buey de mar, en nansas
cebadas con sardina, amén de los lenguados, el cazón, la raya, y otra gran
variedad de peces y crustáceos de arrastre. La Dirección General de Abastos y
Manutenciones considera oportuno proveerse de tan atractivos productos, y
adquirimos -a precio verdaderamente discreto-, un kilo de bulots, un buey de
mar y un lenguado de notables proporciones. Después de tomarnos un Pastis
relajante en una terraza llamada Sparrow sobre el puerto, decidimos volver al
campamento para dar cuenta de las vituallas adquiridas, antes de que el tiempo,
inexorable enemigo de todo lo mundano, pueda hacer estrago en ellas. Un frío
Jurançon les proporciona adecuada compañía.
Decididos a continuar nuestra exploración de la
costa bretona, que tantas y tan dolorosas connotaciones tiene con un pasado
reciente que afectó a toda Europa, incluso a los que, como los españoles,
estaban entretenidos en matarse unos a otros. Animamos a nuestro valiente
tronco de caballos a emprender el camino de El Havre, puerto de suma
importancia de la costa bretona y lugar destacado durante los oscuros tiempos
que en todo este viaje venimos recordando. Si el viajero espera encontrar en El
Havre un puerto al uso, tipo Marsella, con su encanto de abigarrados paseantes,
barcos atracados, callejuelas llenas de misterio, y hasta apaches y mujeres
provocativas en cada esquina, llevaráse la más amarga de las decepciones. La
zona marítima es completamente aséptica, llena de barcos enormes y algún
crucero despistado que ha hecho equivocada escala. La devastadora guerra que
arrasó la ciudad ha tenido como consecuencia que los alrededores del puerto, al
igual que en tantas otras ciudades de la zona, se reconstruyeran en una época
en que las posibilidades eran pocas y los ingenios arquitectónicos escasos. La
gran zona que rodea el puerto está constituida por grandes bloques de apartamentos
con calles de trazado geométrico, todos iguales, que se asemejan a lo que en
nuestro argot murciano podríamos llamar “casas baratas” y, con menos
monstruosidad, a los bloques de apartamentos de la zona oriental de Berlín. A
un barcelonés puede que le trajera a la memoria el barrio de Belvitge. La única
ventaja es que aquí -menos mal-, la altura está limitada a tres plantas.
Una iglesia, o catedral, que yergue su
espantosa espadaña de hormigón incrustado de diminutas cristaleras, constituye el
adefesio central de la villa. Es obra de posguerra, como la mayor parte de la
ciudad, perpetrada por el arquitecto belga Auguste Perret que con esta obra
“barroca estalinista” seguro que intentó dejar clara la animadversión que
belgas y franceses (como buenos vecinos) han mantenido siempre de forma
solapada.
Por dentro es todavía más fea, a pesar –o
quizás por eso- de los juegos de luces que propician los pequeños cristales
insertos en la masa de cemento sin revocar. Los asientos están dispuestos como
las butacas de un cine de pueblo, y un entierro con el que coincidimos, resulta
el espectáculo más triste de los que puedan presenciarse en un día de sol
marino como el que nos acompaña. Por suerte, un estrepitoso monumento compuesto
de contenedores hermosamente coloreados, le hace alegre contraste a la iglesia.
A pesar de todo, la ciudad está declarada Patrimonio Mundial por la Unesco.
Enigmas humanos.
Nos quitamos el mal sabor visitando el museo de
arte moderno, André Malraux, considerado uno de los mejores de Normandía, situado
en un amplio espacio de dos pisos frente a la bocana del puerto. Responde al
moderno concepto de museos diáfanos, sin demasiada obra que abrume al visitante
que, si es neófito como en nuestro caso, después de un par de horas de visita
tiene los ojos llenos de niebla y la cabeza hecha un bombo, colmatada ya de
ideas e imágenes.
Parte importante del museo está destinada a una
exposición temporal de Raoul Dufi, nacido en Le Havre en 1877 que dedicó muchos
de sus cuadros a los paisajes y las gentes de su villa natal. Pertenece a la
época realista-fovista-impresionista y su obra se considera de un nivel
parecido a los Degas, Pizarro, Monet, Cezan y Eugene Boudine -también natural
de El Havre-, con los que comparte espacio. Hay una sala de relleno con autores
del S.XIX en los que no podían faltar cristos colgantes, martirios y vírgenes
dolorosas de corazón apuñalado. A destacar un S. Sebastián de José Ribera asaeteado
y doliente.
Tranco 9
20.07.2019
Caen
Recorremos los 150 Km. que nos separan de Caen
bajo un cielo de los llamados de “nubes y claros”. Nos tocan las “nubes”
que nos descargan una horrísona tormenta, aguacero y niebla incluidos, que
impide ver más allá de las narices, justo cuando estamos atravesando el enorme
puente de Normandía que permite cruzar el estuario del Sena a pie enjuto. El
puente tiene más de 2 Km. y une la ciudad de El Havre con Homfleur, en la
orilla izquierda. En 1995 cuando se terminó, era el puente atirantado con mayor
vano del mundo. Después, como las ciencias avanzan que es una barbaridad, ese
record ha sido superado por varios otros. A pesar de las inclemencias, que en
algún momento ponen a La Tinaja en un compromiso, salimos del aguacero indemnes,
quizás debido al trisagio que le oí a mi abuela:
Santa Bárbara
bendita
En el cielo estás
escrita
Con papel y agua
bendita.
Santo, Santo,
Santo inmortal
Líbranos, Señor,
de todo mal,
recitado con todo el fervor que puede esperarse
de unos descreídos. Al parecer surte efecto. Lamentamos no haber podido
apreciar en toda su belleza el estuario del rio Sena.
Los alrededores
de Caen son pródigos en campings, pero están muy demandados. La zona atrae
a numerosos turistas que, como nosotros, vienen a visitar estos lugares,
escenario de la más grande batalla de la II Gran Guerra, la que marcó el final
definitivo del disparate que había comenzado en 1914, o por lo menos, el
principio del final. “Cuando se apagaron las luces en Europa, en agosto de
1914”, dirá George Steiner en La idea de
Europa.
Entramos en la región de Calvados que abarca
desde Honfleur en este hasta Isigny-sur-Mer en el oeste. Tiene fama por sus
ricos pastos, de los que se derivan afamados productos alimenticios y un brandy
con sabor a manzana del que nos proveemos en una granja al paso. Entramos en
plena zona del desembarco.
Caen, fundada en al S.XI por Guillermo el
Conquistador puede decirse que no es una ciudad con demasiada fortuna: fue
saqueada, incendiada por las tropas inglesas en 1346 y devastada hasta sus
cimientos. En 1944, durante el Desembarco en Normandía, volvió a ser
bombardeada ferozmente destruyéndose el 80% de los edificios. De la ciudad
antigua solo quedan las murallas que rodean el castillo y las dos abadías: la
de los hombres (Abbaye aux Hommes),
sede actual del Ayuntamiento con su iglesia de San Esteban donde está enterrado
Guillermo el Conquistador, y la abadía de las Damas (Abbaye aux Dames) con la iglesia de la Trinidad, donde reposan los
restos de Matilde de Flandes, esposa de Guillermo.
Hoy Caen debe su prosperidad al incesante
tráfico de personas y mercancías que la cruzan para embarcar en los frecuentes ferrys rumbo a Gran Bretaña, algo
parecido a lo que sucede con las varias ciudades costeras que acabamos de
visitar.
Aterrizamos en Balleux, pueblo en cuya costa,
un pueblecito de pescadores llamado Arromanches-les-Bains, se situó una de las
cabezas de puente del desembarco aliado. Mar adentro aún pueden apreciarse
los vestigios de uno de los puertos artificiales que los aliados construyeron
para el acceso de tropas y materiales. Grandes estructuras de hormigón
remolcadas desde Inglaterra para hundirlas formando un puerto artificial que
permitiera el desembarco de miles de hombres y material pesado. Desde ellas se
tendían largos puentes articulados que permitían llegar a tierra firme a hombres,
vehículos y carros de combate. Dicen que con la marea baja, puede llegarse
caminando hasta los grandes bloques hundidos. Durante los tres meses
posteriores al día D, esas estructuras facilitaron la descarga de 2,5 millones
de hombres, 4 millones de toneladas de equipo y 500.000 vehículos de todas
clases. Las cifras son tan aterradoras (y esto solamente en una zona de la
guerra) que una vez más, sumen a uno en la perplejidad.
En las calles de Arromanches-les-Bains, a las
que conduce un largo bulevar llamado Winston Churchill, se oye hablar inglés
más que francés, y en cada farola y poste hay fotografías de soldados aliados
caídos en la contienda con sus nombres, apellidos y grado. Hay
otras playas como ésta donde se dieron construcciones semejantes para el
desembarco que el tiempo y los accidentes meteorológicos han librado de restos.
En una de ellas, Omaha, los cubos de hormigón fueron destruidos por una
tormenta y desaparecieron sin dejar rastro. Hay también varios cementerios de
soldados de los ejércitos del desembarco que cayeron y según la costumbre de la
Commonwealth fueron enterrados in situ.
Los soldados alemanes, que también eran hijos de dios, aunque fuera un dios
menor, tienen su cementerio en las cercanías de Bayeux. Un cuidado y extenso
territorio en el que se han respetado los cráteres producidos por los
bombardeos, hoy cubiertos de césped, como si la generosa naturaleza hubiera
querido cubrir con su manto de piadoso verdor los disparates humanos.
A 12 km. De Arromanches se encuentra la playa
de Juno, cuya invasión le tocó a las tropas canadienses. El general De Gaulle
pisó allí tierra poco después del desembarco, a continuación lo hizo Winston
Churchill y días más tarde el rey Jorge VI. Una cruz de Lorena señala el lugar
de tan egregias visitas.
Bayeux fue muy poco castigada por los
bombardeos de la guerra y su preciosa catedral gótica, Notre Dame, permaneció
indemne, así como sus numerosas casas normandas con entramado de madera, pero
su pieza más destacada y lo que le ha proporcionado más fama a la ciudad es el
tapiz que se conserva en el Musee de la Tapisserie de la ciudad. Tiene 70 m. de
longitud y, al parecer fue un encargo del obispo Odo de Bayeux, hermano de
Guillermo I el Conquistador, el que lo hizo elaborar para la inauguración de la
catedral en el año 1077. Además de sus dimensiones, el tapiz es impresionante
por su exactitud en la representación de los detalles que muestran la conquista
normanda y la batalla de Hastings. Hasta el cometa Halley que pasó por la zona
en el año 1066 está representado.
Visita ineludible, el museo Memorial, situado a
las afueras de Caen. Está la visita organizada de forma cronológica, empezando
por la Primera Guerra Mundial de 1914, y la conferencia de Versalles, cuando se
inició el disparate que daría lugar a la segunda. En el tratado de Versalles de
1919, “los cuatro grandes” vencedores (Lloyd George, Vittorio Emmanuele Orlando,
Georges B. Clemenceau y Thomas W. Wilson), impusieron a Alemania la devolución
de Alsacia-Lorena a Francia y una indemnización de 33.000 millones de
dólares. La terrible deuda, no acabaría de satisfacerse por completo hasta
el 3 de octubre de 2010.
A medida que el tiempo pasa, los
acontecimientos se agrupan para los estudiosos de la historia y es muy posible
que, dentro de unos años ambas guerras aparezcan como un único conflicto
extendido en el tiempo. Algo parecido a lo que nos pasa con la guerra de los treinta
años, o la de los cien.
Ahora que tan en candelero esta lo de la
memoria histórica, estos lugares invitan a reflexionar sobre la conveniencia de
no olvidar los disparates pasados, sobre todo los que nos tocan más de cerca, en
los que todos, sin excepción tuvieron parte de culpa. No parece sano echar
tierra sobre la historia dependiendo de qué partido gobierne nuestros destinos.
No creo en modo alguno que respetar la historia, sea abrir viejas ni nuevas
heridas, es sencillamente, querer ignorar la realidad. Por un momento pienso en
una persona de nacionalidad alemana visitando este museo, evidentemente anglófilo-americano.
No llego a imaginarme que sentimientos podrían embargarla, pero dudo que su
intención fuera eliminarlo.
Lo cierto es que la visita, impactante -como
no-, invita a la reflexión y al desánimo considerando la cantidad de disparates
que el hombre es capaz de hacer, malbaratando las estupendas cualidades de que
lo ha dotado la naturaleza. Uno se plantea si, como en la canción “Le
deserteur” compuesta por Boris Vian con música de Harold Berg, que con tanto
acierto cantaba Serge Reggiani, los soldados llamados a filas para esa o
cualquier otra guerra (de uno y otro bando), dirigieran una respetuosa pero
firme carta al señor presidente de cada nación anunciándole su intención de
desertar. Invitándolo a que dirimiera sus diferencias con el representante del
país en litigio de forma personal y única, en un combate con fundas de almohada
rellenas de plumón de ave. Fuera cual fuera el resultado de la contienda, ambos
pueblos podrían celebrarlo de consuno con una merendola de chocolate con
picatostes. Y luego, que los estadistas y escribanos se entretuvieran en
redactar los términos de una paz honrosa, y en distribuir las ingentes
cantidades de dinero ahorrado en la inútil guerra para bien de los ciudadanos
de uno y otro país. Eso sí que sería una buena forma de gobernar.
Un pastis y una cerveza St. Omer al tibio sol de la mañana, sobre el parapeto que circunda
la bahía, nos ayuda a sobrellevar la situación. Acabamos con unos mules y sus frites aligerados con medio pichet
de blanco en una de las braseries que nos salen al paso.
Para colmatar la visita a la zona, al día
siguiente emprendemos viaje hacia la parte occidental. Decidimos dejar de lado
Cherburgo, ya que el tiempo bonancible hace poco probable que necesitemos sus
paraguas. Nos llegamos hasta Coutances y dedicamos un rato a visitar su
extraordinaria catedral gótica del S.XIII, de la que es tradición que Víctor
Hugo la consideraba la más bella de Francia después de la de Chartres. Sus
razones tendría el hombre. Después, un relajado paseo por el Jardín des Plantes,
del S.XIX, en el que se combinan varios estilos paisajísticos y árboles de
todas clases, un laberinto vegetal tan del gusto de los nobles dieciochescos, y
un enorme y viejísimo Cedro del Líbano.
Nos encaminamos a las playas cercanas, St.
Malo-de-la-Lande, Agon-Coutainville y Montmartin-sur-mer. Todas poseen
características parecidas: las enormes mareas hacen que presenten aspectos diferentes
según la fase en que se encuentren las aguas. Es imposible establecer puertos
en ellas, de manera que los pescadores y propietarios de barcos de recreo, se
ven obligados a llevarlos remolcados por tractores adaptados al uso hasta la
playa y a recogerlos de la misma forma una vez acabada la faena.
Después nos dedicamos a la visita de las playas
del desembarco, a las que los aliados pusieron nombre: Omaha, Utha, Gold, Juno
y Sword.
En la vecindad de todas ellas hay pequeños
museos dedicados a la memoria de aquellos acontecimientos y en la de Omaha,
donde tuvieron lugar los momentos más difíciles del desembarco, hay una
escultura de hermosas piezas metálicas debida al artista Anilore Banon,
colocada en 2004 para conmemorar el 60 aniversario del desembarco.
Cuenta Winston Churchill en su libro que la
“Operación Overlord” fue la mayor movilización militar de la historia: el 6 de
junio de 1944 más de 6.000 embarcaciones militares de todo tipo, entraron en
tropel en territorio francés. La
imposibilidad de tomar ninguno de los puertos del canal de la Mancha, que los
alemanes defendían con uñas y dientes, hizo que se tuviera que recurrir a
semejante despliegue de ingeniería como fue la construcción de esos puertos
improvisados. En los 76 días de lucha, los aliados sufrieron 210.000 bajas
(37.000 muertos). Se cree que los alemanes perdieron 200.000 hombres y otros
200.000 fueron hechos prisioneros. Cada detalle que se rememora de aquel
disparate parece más estremecedor que los anteriores.
Uno se pregunta –con cierta desesperanza- si el
recuerdo de aquellos hechos, aún tan recientes, será suficiente para que no
vuelvan a repetirse.
Tranco 10
23.07.2019
Poitiers
Trescientos ochenta Km. nos separan nuestro
próximo destino, Poitiers. Abandonamos el departamento de La Mancha y
alrededores en el que tan agradables y reflexivos días hemos pasado.
Los 150 animosos corceles que tiran de La
Tinaja emprenden el camino con su alegría habitual, pero el ánimo va decayendo
a medida que la temperatura aumenta. Hacia el mediodía, en una parada
inevitable, el sol nos golpea de forma que ya teníamos olvidada. Cae sobre
nuestro cogote con la misma ferocidad que la guillotina cayó en su día sobre el
cuello de los sentenciados por la Revolución. Hay 42 grados a la sombra.
Lo de Murcia a pesar de su fama, es una broma.
Dejamos atrás Le Mont Sant Michel, una abadía
benedictina que sin tener nada que ver con ella, siempre nos ha recordado a la
que Umberto Eco describe en El Nombre De
la Rosa. Es un promontorio rocoso sometido al albur de las mareas que
pueden dejarlo aislado o hacerlo practicable según funcione el complicado
mecanismo de las atracciones lunares. Sus orígenes están envueltos en leyendas
celtas, lo cierto es que tras una visión del arcángel San Miguel, el obispo
Aubert de Abranches, en el año 708, construyó la primera capilla en lo alto del
promontorio. Y no es de extrañar la acción del arcángel San Gabriel, se trata
de un personaje tan ubicuo que también fue capaz de dictarle el Corán a Mahoma
o anunciar los nacimientos de San Juan Bautista y de Jesús de Nazaret con
suficiente antelación.
Un par de siglos más tarde, Ricardo I, duque de
Normandía entregó el edificio a los benedictinos, y hasta ahora. Tras un
periodo de secularización durante los años de la Revolución, la abadía fue
devuelta a sus primitivos dueños. Ahora es patrimonio Mundial de la Unesco. La
visita es impresionante, aunque la afluencia de turistas la hace más presurosa
de lo apetecible. De ella dijo Guy de Maupassant -fino observador además de
escritor prolífico y recomendable- “la abadía escarpada, al fondo, lejos de la
tierra, como una morada fantástica, alucinante, como un palacio de ensueño,
increíblemente extraña y bella”. No se me ocurre nada mejor, ni siquiera igual.
Visita imprescindible.
Al auriga se le hace especialmente curioso el
torno movido, al parecer por los novicios que se colocan en su interior como
los hámsters en sus ruedecillas. El enorme torno es necesario para subir por
una rampa casi vertical, materiales y provisiones. Optamos por seguir viaje, a
la vista de que los dos pueblos cercanos, Beauvoir o Pontorson están colmatados
de autobuses.
Tenemos un largo día para explorar Poitiers,
que a primera vista no parece reservarnos cosa interesante si no es su historia
que tiene que ver algo con la nuestra, y por ser la cuna del filósofo Michael
Foucault. Fundada por los pictos, fue la capital del Poitou, feudo de los
condes de Poitiers. Los romanos la habían acondicionado en época imperial,
construyendo termas y acueductos, que es lo que solían hacer allá donde
llegaban. Su monumento más antiguo es el dolmen de la Pierre Levée, en la
carretera que conduce a Bourges. Como su nombre indica, se trata de una piedra
plana de 7 metros de longitud por 5 de altura y un metro de espesor sostenida
por tres pilares a 2 metros de altura, que data del neolítico.
En el año 732, en alguna parte de este
territorio cuyo emplazamiento exacto nunca llegó a conocerse, Carlos Martel,
padre del que luego sería el rey Pipino el breve, y abuelo de Carlomagno, les
dio la vuelta a los ejércitos de Abderrahamen, gobernador de Córdoba, poniendo
así fin al fulgurante avance musulmán que había comenzado en 711 cuando
cruzaron el estrecho. Algunos historiadores dicen que los moros (que así se
llamaron, sin ninguna connotación peyorativa, los habitantes de las provincias
romanas Mauritania Cesarensis y Mauritania Tingitana), desanimados por el frío
de esas regiones, del que eran poco amigos, perdieron todo interés por la
conquista de la Galia.
Durante la guerra de los cien años, en la
ciudad, que era sede del Parlamento real, se llevó a cabo el interrogatorio de
Juana de Arco en 1429 antes de que le fuera otorgado el beneplácito para
dirigir el ejército real. Luego el asunto acabó ardiendo. Para compensar la
barbarie, en 1431 se creó en una universidad que cuenta con gran afluencia de
estudiantes hasta nuestros días.
Nos refugiamos en la catedral de St. Pierre,
construida entre los años 1162 y 1271, admiramos sus vitrales del S. XII que
ilustran la crucifixión, la enormidad de sus alturas góticas y la belleza de su
órgano. Apreciamos en lo que vale lo que esa venerable institución puede hacer
por el humilde peregrino que se acoge a ella huyendo de los calores. El fresco
del interior es muy reconfortante.
Lo más interesante de la ciudad consiste en
pasear por sus animadas calles peatonales, visitando inexcusablemente el Bulevar
des Cordeliers, edificado sobre unas ruinas romanas. Su excelente climatización
hace muy agradable la visita, pero comprobamos con estupor que en su interior
se da el mismo fenómeno chocante que en Burdeos: la extraña característica de
tiendas y almacenes para abducir al turista incauto haciéndolo desaparecer en
su interior como Jonás desapareció en el vientre de la ballena. Por fortuna, al
igual que el profeta, el fenómeno remite pasado un tiempo prudencial.
Pasamos por la iglesia de Sta. Radegunda
-nombre que, inexplicablemente no se prodiga en nuestros días-, esposa de
Clotario I, rey de los francos y fundadora, en el siglo VI, del primer
monasterio femenino de la zona: la Abadía de la Santa Cruz. Para que digan que
lo del feminismo es cosa moderna.
Volvemos a encontrarnos con Leonor de
Aquitania, a cuyo mecenazgo se deben las varias iglesias románicas de la
localidad, así como una gran muralla que rodeaba el primitivo promontorio
asiento originario de la ciudad, de la que solo quedan las ruinas. No podía
faltar la estatua de Juana de Arco en el antejardin del palacio de los condes
de Poitu. Nos dicen que lo más interesante de la zona es la visita al parque
llamado Futurscope, un conjunto temático futurista con atracciones vertiginosas
y espectáculos de láser y fuegos artificiales. Aseguran que para una visita se
requieren al menos cinco horas, y dos días si se quiere profundizar en el tema.
Nos prometemos visitarlo cuando el futuro que anuncia se nos antoje más próximo.
Tranco 11
25.07.2019
Arcachon
La
Dirección General de Orientaciones y Emplazamientos considera oportuna una
breve estancia en el Basin de Arcachon, zona de inmejorables recuerdos.
Se trata
de una amplia bahía en uno de cuyos extremos se encuentra la ciudad de
Arcachon, constituida comuna por decreto imperial de Napoleón III en mayo de
1857. Hasta entonces solo era un modesto asentamiento de pescadores. La moda de
las estaciones balnearias entre la burguesía acomodada del S. XIX le fue
confiriendo cierto renombre y popularidad.
En el
otro extremo, divisamos el faro rojo y blanco de Cap Ferret, en la estrecha
lengua de arena que cierra la bahía. Nos marchamos con el desasosiego de no
haber podido divisar ninguno de los Djins que, según cuentan los pescadores,
son visibles de vez en cuando a lomo de las grullas grises que eligen la zona
para hacer una parada en su migración anual.
Aterrizamos
en Gujan-Mestras, un pueblo que se extiende a lo largo de la costa salpicada de
pequeños puertos dedicados al cultivo de la ostra. Cerca de la ciudad damos con
un magnífico campamento vecino a las interminables playas que la marea abandona
unas cuantas horas cada día.
Según
dicen los entendidos, allí se crían las mejores ostras del mundo, y nuestra
repostera jefe, que es persona concienzuda, se aplica a comprobarlo en un
chiringuito frente al mar, acompañándolas de unos bulots bañados en alioli, una
fuentecilla de bigaroux, y media docena de langostinos que les hacen de
comparsa. Los objetores de tales bivalvos se contentan con un paté de
campaña de excelente textura adobado con mantequilla, y los pocos bigaroux que
han quedado indemnes.
El
cielo, que no siempre se muestra clemente con los viajeros, nos regala esa
noche con una lluvia pertinaz y mansa que ya desearíamos para nuestra castigada
tierra.
El
resultado de las votaciones y la estupidez de los parlamentarios de izquierda
que seguimos por la red, enturbian lo placentero del día con final acuoso y nos
hacen reflexionar, una vez más, sobre la inoperancia de nuestros políticos.
Nos
espera, a la vuelta en el campamento, un exquisito melón, de los que en nuestra
juventud lejana llamábamos “de año”. Comprobamos, por la pegatina que
lleva inclusa, que es de Torrepacheco. Milagros de la globalización.
Tranco 12
26.07.2019
Oloron-Ste-Marie
A la vista de que la situación lluviosa no
parece remitir en las próximas horas, consideramos pertinente dar un nuevo
salto hacia el sur dejando para mejor ocasión una detenida visita alrededor de
la bahía y quizás alguna otra degustación de sus sabrosas ostras.
La Tinaja, remolcada por su airoso tronco, nos
lleva hasta la vecindad de un pueblecito llamado San Olorón, a unos 50 km. de
la frontera española. Aún sin saber si tiene alguna relación con Patrick
Süskind, se nos antoja lugar de cierto relieve y merecedor de un alto en el
camino.
Efectivamente, es un pueblo de dilatada
historia, atravesado por un río de caudal mediano (a los que venimos de una
tierra agostada por la sed cualquier caudal de agua nos parece una bendición),
que configura la estética de la ciudad. Unos molinos, se supone harineros,
interrumpen su caudal en un esfuerzo ya baldío, pues parecen abandonados hace
tiempo. El centro, poblado de edificios señoriales presenta cierto aire de
decadencia, pero los barrios periféricos están llenos de vida hasta horas que
en otros sitios hemos apreciado intempestivas.
En ningún pueblecito, por pequeño que sea,
falta la iglesia o, como en este caso, la catedral. Dato curioso en un país
que, por constitución se declara laico. La de St. Olorón exhibe su altivo
campanario gótico sobre base románica. Su construcción se inició en 1102 cuando
el vizconde de Bearn, Gaston IV volvió de las cruzadas. De esa primera época
solo queda la portada. Después se le fueron añadiendo más edificaciones. Fue
sede episcopal de la antigua diócesis de Olorón hasta que se suprimieron las
cuestiones eclesiásticas en 1802.
El paseo por la ciudad, a la luz del atardecer
templado, resulta altamente relajante, perfecto para una dulce despedida del
país que con tanta politesse nos ha
acogido durante este último mes.
Tranco 13
27.07.19
Albarracín-Teruel
Un último salto nos lleva hasta las
proximidades de Albarracín en un día desapacible, frío para la temporada en que
nos encontramos. Nos recibe en el abigarrado campamento el airecillo fino de la sierra y un menudo goteo
sin más consecuencias que levantar de la tierra el olor a ozono.
La proximidad de Teruel y la duda de que
realmente pueda existir nos invitan a comprobarlo.
Y existe. Es una ciudad para pasear…siempre que
se disponga de buenas piernas. Los desniveles son tan acusados que el
consistorio, con buen criterio ha instalado un ascensor que salva en segundos
el enorme salto que hay de una a otra parte de la villa.
Visitamos los aljibes de la plaza mayor y nos
enteramos de que, como casi todo en la Teruel mudéjar, es obra de la Edad Media
-siglos doce a catorce-, en previsión de los asedios de la moraima que por
entonces eran frecuentes. Están restaurados con gusto y son obra digna de
visitar. Con ellos, dicen las explicaciones, la ciudad podía resistir asedios
de hasta tres meses. Un cántaro de agua diario para cada una de las 3.500
familias que la habitaban. Con la construcción del acueducto -obra también
digna de reseñar-, en el siglo XVI, los aljibes perdieron importancia hasta ser
rescatados en época reciente para la visita documentada.
La azulejaría mudéjar de exteriores está
presente por doquier: Torres de San Pedro, El Salvador y San Martín, iglesia de
Santa María, etc. Lo mudéjar aparece por todos sitios y en un estado de
conservación excelente. El paseo por la ciudad, con ocasional parada de jamón y
vino de la tierra, resulta extremadamente placentero.
En el museo de Teruel coincidimos con una
exposición de fotografías de Sasha Asensio. Exhibe retratos de personajes
extremos de Skid Row, en el centro de Los Angeles y del Raval barcelonés, el
llamado Barrio Chino. “Una mezcla de dolor y alegría (poca alegría), de color y
acidez”. Para la desdicha, por lo visto, no existen las distancias. Las
fotografías, por lo que tienen de crudas
y naturales resultan impactantes pero no son sino una muestra de la realidad
que convive con nosotros y a la que difícilmente le dedicamos una mirada por lo
desagradable que resulta. Vivimos en burbujas confortables de las que resulta
arriesgado salir.
A un par de Km. de la ciudad, encontramos un
hostal (El asador de Albarracín), de menú sugerente y completo donde damos
adecuado fin a una magnífica visita. Podemos aseverar que no solo Teruel
existe, sino que es una ciudad muy apetecible de visitar.
Nuestro viaje se acerca al final. Como todo lo
que comienza, este también termina, dejando el sabor dulce de las buenas
experiencias y el recuerdo de tantas horas compartidas en amoroso consuno. El
auriga se resiste a las comparaciones que inevitablemente le asaltan cuando
visita un país que se le antoja más moderno, de gentes más educadas, con
mejores recursos y mejor administrados que el suyo. Reprime la lágrima que se
le aparece en el rabillo del ojo, al contemplar con tristeza la falta de
categoría de los gestores que padece en su tierra, y se anima como siempre a
seguir luchando, en la escasa medida de sus posibilidades, por mejorar esas
circunstancias.
En el capítulo de reflexiones, no puede ignorar
el espacio destinado a felicitarse por la suerte de haber dado -sin más mérito
que su buena fortuna- con un equipo capaz de llevar a cabo esta, como tantas
otras exitosas empresas. El auriga se considera hombre afortunado.
La “cursa” termina para dar paso a una
nueva temporada de calores satomeranos. Archivados quedan, a la espera de nuevas singladuras, los “Crímenes en el
Paraíso” y el “Teniente Colombo” que nos han entretenido las noches de campamento
por obra de la generosidad de nuestro amigo Vicente Blas.
La Tinaja, que tan buenos servicios nos ha
prestado, vuelve a sus cuarteles de invierno a la espera de albergarnos en su
generoso y cálido vientre en próximas
aventuras.