lunes, 30 de diciembre de 2019

LECTURAS: ¿SOMOS MUCHOS? (I)


PAUL Y ANNE AHRLICH La explosión demográfica, Biblioteca Científica Salvat, Barcelona, 1993.


Afirman los historiadores que el Homo Sapiens-Sapiens, la especie a la que pertenecemos todos los seres humanos que poblamos la tierra en la actualidad apareció en África, probablemente en Tanzania, hace ya unos cuantos años (alrededor de 300.000, más o menos) y que desde allí se extendió por todo el mundo. Al principio eran hordas de entre 20 y 50 individuos que se fueron multiplicando, escindiéndose en otros grupos…. Y así se fue complicando la cosa hasta alcanzar la friolera de los 7.000 millones, chino arriba chino abajo, que en la actualidad poblamos el planeta.
La humanidad crece con arreglo a la ley de las progresiones geométricas que pueden empezar muy lentamente pero, llegado un momento, crecen a una velocidad impresionante (recuérdese la leyenda del tablero de ajedrez: un solo grano por el primer cuadro, que se va doblando a cada uno de ellos, arroja pronto una cantidad inconmensurable). A partir del hallazgo de la agricultura, hace unos diez mil años en números redondos, la humanidad se ha multiplicado algo más de 100 veces, duplicando su tamaño aproximadamente cada 1.500 años. Hacia 1650 se habían alcanzado los 500 millones de habitantes, a pesar de las terribles epidemias de la Edad Media. A partir de ese momento, el dominio del género humano sobre el planeta se hizo más evidente: el Nuevo Mundo había sido descubierto por unos europeos más numerosos y dotados de mejores técnicas agrícolas y guerreras que exterminaron en poco tiempo a las sociedades indígenas, igual que unos miles de años antes sus antepasados habían hecho desaparecer a los Neandertales. Hacia finales de la Edad Media desaparecieron los bosques europeos (la famosa ardilla que cruzaba la Península desde Tarifa a los Pirineos, de rama en rama, tuvo que hacerse pedestre), se descubrieron la turba y el carbón, apareció la máquina de vapor y el agua se aprovechó como fuente de energía, perfeccionando los artilugios que los árabes había expandido por el mundo: el escenario de la Revolución Industrial tenía las bambalinas encendidas.
Hacia el año 1800 la población mundial había llegado a los 1.000 millones de habitantes tras haberse doblado de nuevo en menos de doscientos años. Las mejores condiciones de vida, alimentación, sanidad, etc. produjeron un descenso en la mortalidad que condujo a un nuevo doblamiento de la humanidad en 1930, alcanzando los 2.000 millones de personas.
A partir de aquí se invirtió la tendencia y la tasa de natalidad comenzó a descender paulatinamente. Las parejas descubrieron que su progenie tenía más posibilidades de sobrevivir y ya no hacía falta tener muchos hijos para que quedaran los suficientes para alivio de la vejez. Otros factores también ayudaron: la aparición de los movimientos feministas, la incorporación de la mujer al trabajo, la eclosión de mejores métodos anticonceptivos, etc. A todo esto se sumó, a partir de los años 60 un espectacular descenso de la mortalidad en los países menos desarrollados de Asia, África y Latinoamérica, propiciado por la amplia difusión de los antibióticos y de los pesticidas sintéticos contra los mosquitos causantes de la malaria. El crecimiento demográfico alcanzó sus cotas más altas en esa época, con un promedio de un 2,1 anual. La humanidad crecía a toda velocidad.
En la actualidad, a pesar de que en algunos países las tasas de natalidad han descendido notablemente y de las recurrentes hambrunas, desastres, guerras, accidentes nucleares y otros disparates que la humanidad provoca y sufre, la tasa media de crecimiento se sitúa alrededor del 1,14%. Es decir, seguimos creciendo a buen ritmo.
Este breve vistazo sobre el desarrollo de la humanidad desde sus principios tiene cierto interés, considerando que se produce en un espacio limitado, que parecía infinito cuando el Hombre apareció sobre la tierra, pero que se va haciendo más pequeño a medida que el grupo humano crece, de la misma forma que el número los primeros granos de trigo en los cuadros del tablero de ajedrez apenas tenían importancia, pero mediado el tablero, las cantidades daban escalofríos (si no, hagan la prueba: 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, 1024, 2048, 4096, 8192, 16384, 32768 …sigan, sigan).
De cómo este crecimiento repercute en el impacto de nuestra especie sobre La Tierra y sus recursos, seguiremos reflexionando en próximas entregas.



lunes, 21 de octubre de 2019

VIAJE A NORMANDÍA




La Tinaja  2019
NORMANDÍA









Tranco 1
27.06.19
Albarracín 





Se refiere el autor del Quijote en su capítulo II de la primera parte a “uno de los [días] calurosos del mes de julio”, de donde podemos concluir que las extremas temperaturas que nos han afligido en este final de junio de 2019 y principio del siguiente mes no son algo que, aunque poco habitual, debiera parecernos novedoso ni extraordinario. Andan los entendidos meteorólogos a vueltas con la influencia humana en el evidente cambio climático y seguro que están en lo cierto, pero conviene recordar que este planeta, mucho antes de que nuestra especie lo poblara hasta hacerlo pequeño, había sufrido enormes cambios que nadie puede garantizar que no vuelvan a repetirse. Al fin y al cabo el tiempo geológico es tan diferente del nuestro que, con frecuencia, somos incapaces de entenderlo y mucho menos de predecirlo con exactitud. Parece que, cada vez más, el Hombre viva de espaldas a la naturaleza que le sustenta. Paradojas de la especie.
Casi nada de lo que sucede en este proceloso mundo es algo que no haya sucedido con anterioridad, de manera que la vida del Hombre no es más que una repetición de acontecimientos que se suceden unos a otros como los cangilones encadenados de una noria, repitiendo una y otra vez el mismo recorrido como si su paso en el mismo punto estuviera trazado de antemano por un destino ignoto y misterioso.
La Tinaja, abrumada por los calores que este año se le antojan un poco más rigurosos que los anteriores, emprende viaje hacia la sierra de Albarracín, donde ha oído decir que la altura atempera en algo la canícula. Y descubre que el hermoso y agreste paisaje de carrascas, abetos y pino negro no es bastante para lograr ese objetivo. No hay más que hacer de tripas corazón, evitar las horas centrales del día y concentrarse en la discreta belleza de los despoblados pueblecitos que jalonan el agreste paisaje, empezando por la ciudad de Albarracín.
Nos enteramos de que la villa es Monumento Nacional desde 1961 y que actualmente se encuentra propuesta por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Visitamos algunos de los numerosos monumentos que la ciudad alberga: la iglesia de Santa María, el palacio Episcopal y la casa señorial de los Monterde. Abrumados por tanto lugar emblemático en tan corto espacio, nos solazamos en la recoleta Plaza Mayor, lugar de insólita frescura gracias a la protección de sus soportales. Los antiguos, a los que con ignorante frecuencia solemos despreciar, estaban mucho más cerca de la naturaleza que nosotros, se adaptaban a ella con elástica facilidad y eran capaces de convertirla en aliada antes que en enemiga.
En la ladera del monte que domina la ciudad, hay una muralla en bastante buen estado que en tiempos debió cumplir una importante misión. En su punto más alto se encuentra la que llaman Torre del andador, que data del S.X. sobre el acantilado al borde del cual se yergue la ciudad, quedan las ruinas de un alcázar. Visitamos la catedral del Salvador, del S.XVI, con un campanario que según dice su historia, fue construido sobre los restos de un templo de arquitectura románica.
En algo se encuentra la ciudad emparentada con la nuestra, pues según parece su nombre deriva del árabe Ibn Racín (hijo de Racín), reyes de taifas desde la fitna hasta el Rey Lobo de Murcia. Predomina en los edificios un color rojizo característico llamado rodeno, lo que en nuestra zona se conoce como almagra, que da nombre a ciertas “Casas Colorás”.
Algunas casas de Albarracín, colgadas de altos farallones, recuerdan vagamente a las de Cuenca y su arquitectura, mezcla de piedra y mampostería compartimentada con madera, a las casas alsacianas que ya tenemos ganas de volver a visitar. El turismo, que todo lo fagocita y pervierte, ha cambiado el rostro de la ciudad, y en sus callejas estrechas por las que se filtra un airecillo fino y vivificante, tienen asiento toda suerte de tiendas de souvenirs y productos típicos más o menos mistificados. Al   visitante ocasional le produce cierto vértigo tanta tienda de recuerdos y productos locales a precios prohibitivos, a las que procura no avecindarse en demasía por temor a que el diablejo que dormita en su interior se prende de algún inútil objeto. 
La ciudad es cuna de varios ríos –Guadalaviar, Tajo, Júcar, Cabriel y Jiloca- nacidos de las nieves que en su época cubren la zona. A su larga historia, que comienza con los vestigios de un primer asentamiento, Lobetum, en la edad de hierro, hay que añadir sangrientos episodios ocurridos en la guerra civil, durante la cual fue ocupada sucesivamente por tropas de ambos bandos y sus calles se vieron ensangrentadas por terribles episodios.

Optamos por visitar pueblecitos cercanos –Terriente, Valdecuenca, Rubiales, El Vallecillo, Aloras-,  en los que el forastero es observado con cierto grado de extrañeza por los escasos habitantes que los pueblan, incrementados ahora por los emigrantes locales que retornan para las fiestas. Puede que coincidamos con alguno de los festejos propios de la estación entre los que destaca lo relacionado con el toro: suelta de vaquillas por el pueblo, enrejado para la ocasión, o festejo nocturno de lo mismo con el animal provisto de antorchas encendidas en los cuernos. Ponemos pies en polvorosa ante tamaña demostración de cultura a la hispana forma. Sobre temas de tal raigambre carpetovetónica, y vistos los bíceps de los mozos que las camisetas de tirantes dejan ver con cierto alarde, conviene hacer discreto mutis antes que mostrar cualquier atisbo de crítica.
A destacar, un pueblecito de 130 habitantes llamado Moscardón que alberga un restaurante -El Horno- donde puede comerse un magnifico ternasco sabiamente horneado y sazonado con miel, un curioso plato semejante a la escalibada al que llaman “fantasma del horno”, amén de otras curiosidades gastronómicas que el dueño ofrece en carta manuscrita diariamente.



Tranco 2. 
29.06.19
Valle de Ordesa-Bujaruelo




 
Asentada convenientemente La Tinaja en un estupendo campamento del valle de Ordesa, salimos por la mañana en dirección a Bujaruelo, que forma parte del valle del Broto, por una pista de tierra en muy buenas condiciones hasta que el paso, que sin duda conduce a Francia -estamos prácticamente en la frontera-, se muestra vedado a los automóviles particulares. Solo autobuses de paradas controladas o vehículos de mantenimiento autorizados.
Estos caminos de montaña parecen trufados de viejas historias de pastores, bandoleros y contrabandistas (quizás todo en uno), que han sido desde tiempos inmemoriales sus naturales transeúntes. Por estas rutas pasaron el comercio, el contrabando y los fugados al país vecino, disidentes del franquismo en aquellos años oscuros, que conviene no olvidar por si las absurdas repeticiones de la Historia.
Nos enteramos de que en tiempos fue enclave muy poblado, y que en él se levantó el Hospital de San Nicolás hacia 1150 por la Orden de los Hospitalarios. De aquellos tiempos queda un puente románico que atravesamos en nuestra excursión, y las ruinas de edificios, víctimas de las frecuentes contiendas con el país vecino.
Seguimos desde el último refugio al que se accede en autobús, el curso del Río Ara. Senderos compartidos con vacas, a juzgar por los abundantes restos de su paso que jalonan el camino. Un poco más arriba encontramos numerosos grupos de ellas que nos ven pasar con habituada indiferencia. Con cierto temor del paseante poco avezado a semejantes compañías, las vemos compartir sendero desfilando mansamente a pocos pasos de nosotros, con un enjambre de moscas revoloteando sobre cada una de ellas.
Están mezcladas la raza Charoláis con otra de color rojo, sin que la diferencia de clase parezca establecer entre ellas las distancias que existen entre los humanos. Posiblemente se hallen en un estadio de evolución más avanzado que el nuestro. Recentales de ambos sexos corretean entre las madres ocupadas en el pasto, ajenos al trágico fin que les espera cuando hayan alcanzado la edad suficiente.
El sol inclemente del medio día sorprende a los excursionistas imprudentes y contrasta con la visión de los lejanos neveros de las cumbres, donde resalta la blancura de la nieve que aún no se ha fundido. Esas son las nieves que alimentan los turbulentos ríos trucheros como el Ara. El calor de la montaña, al medio día es el mismo de todas partes y quizás el sol un poco más agresivo. Logramos mitigarlo con el agua fresca de sabor único que nos ofrecen los varios manantiales que encontramos. Conviene esperar a que el sol inicie su caída para dejar paso a la brisa del atardecer. Una buena opción es recostarse en algún ribazo sombreado procurando no desbaratar las florecillas que asemejan orquídeas diminutas, o las matas de fresas silvestres que comienzan a entrar en sazón y nos regalan con su sabor un poco ácido. El ruido de las aguas que discurren entre los guijarros redondeados, es música placentera que invita al relax cuando no a la cabezada reparadora.


Refugiarse a la hora de comer en algún restaurante de los varios campings que por la zona existen, puede ser un error de difícil reparación. A la abigarrada multitud cargada de mochilas que los ocupa, se suma la improvisación y la desgana de los profesionales en casi todos ellos. Resulta mejor opción recalar en alguno de los numerosos hoteles de Ordesa. Quizás el empeño resulte más oneroso, pero el resultado vale la pena.
Las noches, en el campamento que La Tinaja ha escogido, a la orilla del Ara de veloz corriente, son frescas hasta el edredón, y ese reposo por la noche compensa largamente al vengativo sol diurno. El amable anciano que regenta el camping nos pondera las virtudes rejuvenecedoras del agua de una fuentecilla que brota en las inmediaciones, pero a la vista del estado semicomatoso del que nos la encarece, no hacemos mucho caso.
Imprescindible la excursión al valle de Ordesa y Monte Perdido, que debe hacerse en autobús, ya que el acceso al parque está prohibido a los vehículos particulares, saludable medida que redundará en la conservación de los pocos espacios que aún no hemos destruido.
En realidad, el valle de Ordesa y Monte Perdido está formado por una amplia zona de valles más pequeños y picos de hasta 3.000 m. de altura que lindan al norte con al Monte Perdido, frontera con Francia y al sur la sierra Custodia-Acuta. La cuenca fluvial recorre el Valle de Ordesa por el que discurre el rio Arazas. Allí se abre una enorme grieta llamada “La Brecha de Rolando”, un paso natural entre Francia y España del que cuenta la leyenda que fue abierta por Rolando con un golpe de su espada Durandarte cuando protegía la retirada de Carlomagno, su tío y señor, en su frustrado intento de hacerse con Zaragoza. Un poco más abajo, se encuentra la Gruta Casteret, formada por columnas y cascadas de hielo.
De entre las varias rutas de dificultad variable escogemos la de la Cola del Caballo. Son nueve Km. de subida que transcurren entre bellísimos parajes sombreados por altos álamos envueltos entre sus colegas propios del bosque mediterráneo. El recorrido sigue el cauce del río, del que se aparta solamente en los tramos de imposible orografía. A pesar de la época, las aguas bajan abundantes y espumosas permitiendo al viajero relajarse en algún recodo accesible con un gélido pediluvio que lo reconforta. Trinan los pajarillos indiferentes al paso de los numerosos viandantes, mientras en lo alto de las cárcavas planea una pareja de águilas reales que salió de caza, nunca sabremos con qué éxito. A pesar de la afluencia de visitantes, la zona constituye un magnifico refugio para algunas especies amenazadas que aquí se sienten a salvo: el oso pardo del pirineo, el urogallo, el quebrantahuesos, el desmán de los pirineos, la perdiz nival y otros.
La bajada resulta mucho más gratificante.
La visión de las tres o cuatro cascadas que atronan con su ruido ensordecedor el paisaje, suponen un alto obligado en el camino que los excursionistas se apresuran a “inmortalizar” con sus celulares.
Cae la tarde y el centro de acogida se aparece como la tierra prometida, donde un grifo de gélida cerveza compensa al peregrino de los escasos inconvenientes de la excursión.

Tranco 3. 
2.07.19
Las Landas



La Tinaja continúa ruta hacia Francia, la “douce  France, cher país de mon enfance” que cantó Jacques Trenet, inspirándose en La chançon de Roland, leyenda tejida en los lugares que tan cerca hemos tenido días atrás:
Le comte Roland s’étendit dessous un pin.
Vers l’
Espagne, il a tourné son visage.
Bien des choses lui reviennent en mémoire,
Tant de terres que le baron conquit,
La douce 
France, les hommes de son lignage,
Charlemagne, son seigneur qui l’éleva.
Il ne peut s’empêcher de pleurer et de soupirer

Inevitable el recuerdo al relato de Flor de Leyendas de Alejandro Casona, en el que se hace referencia a la gesta de Roland en Roncesvalles. Cuando por fin Roldán se decide a tañer su olifante en petición de ayuda, ya es tarde. Los moros de Marsil lo cercan como perros rabiosos. Nadie puede oírlo y solo le queda, “sangrando por cien heridas”, “cruzar la espada dulcemente sobre su pecho y tenderse boca arriba bajo un pino, entre la hierba fresca”. “Roldán confiesa en voz alta sus culpas y, en descargo de ellas levanta hacia dios su guante derecho”. “Al alba, cuando Carlos llega, su cuerpo está rígido y frío”, cuenta Casona, Premio Nacional de Literatura, en su imprescindible librito editado en 1934.
Atravesamos los valles del Pirineo llenos de verdor, que imaginamos blancos en otras épocas a juzgar por los numerosos remontes ahora inactivos, como esqueletos metálicos abandonados a la intemperie.
Dejamos atrás Jaca, capital de los iacetanos que citaba Estrabón en el S.I. como pueblo que dominaba la zona comprendida desde las laderas del Pirineo hasta la llanura ocupada por los ilergetes de Lérida y Osca (Huesca).
En la ruta, Panticosa, cuna del panticuto, una de las variedades de la lengua aragonesa. Es lugar privilegiado para la práctica del esquí, tanto de descenso como de fondo. En verano es lugar adecuado para el excursionismo y la aventura montañera, con un estupendo balneario de donde parten los senderos que llevan al valle de Bearn en Francia, custodiados por los altos picos de Argualas, Peña Blanca y Peña Telera. Más adelante, la espectacular estación de esquí de Formigal, ahora en una parada llena de verdor a la espera de los blancos invernales.
Los ciento cincuenta caballos que tiran de La Tinaja se esfuerzan alegremente en los interminables repechos y bajan aliviados hacia el largo valle que nos adentra en Las Landas, ya en territorio francés, después de haber pasado la imperceptible frontera que separa los dos países.
El auriga recuerda otros tiempos en el que el paso de fronteras como esta requería farragosos trámites, incluidos el cambio de moneda, y se felicita por conocer y disfrutar estos.


Nos detenemos en el parque nacional de Gascuña-Las Landas, lugar preferido por las Grullas Cenicientas que escogen el país para su larga invernada, alimentándose de los restos abandonados en los enormes campos de maíz que riegan gigantescos pivots. El parque, desde Mont-de-Marsan, su capital, hasta Arcachon en el norte, ocupa una extensión de 315.000 Km2. de arenales y tierras planas cubiertas en gran parte de pinos para explotación maderera. Las carreteras que recorren el territorio en un entramado que se asemeja a una tela de araña, son rectas y suaves, con poca circulación, como si el tiempo se hubiera detenido o transcurriera a velocidad diferente a la que  estamos habituados. La extensa planicie recuerda al “plat país” que cantaba Jacques Brel refiriéndose al suyo natal, donde las únicas montañas eran espadañas de iglesias y catedrales que, como en Francia, son habituales en cada pueblo. Puede que el entorno fuera visitado en su tiempo por el también gascón de Bergerac, el hombre de nariz descomunal, espada certera y amores desdichados.
El auriga y su acompañante, una vez desuncidos los caballos, parten a su lomo en un breve recorrido por un circuito de pueblecitos vecinos: Luxey, Sore, Argelouse, Belhade, Moustey, Pissos y Trensac. Un alto en Pissos para degustar una estupenda cerveza de barril, les proporciona oportunidad para contemplar durante un rato las carreras de trotones en la tele del bar. Unos cuantos parroquianos que se nota asiduos hacen sus apuestas. Uno de ellos gana unos cientos de euros, el resto pierde, la banca, como es sabido, nunca. Cerca hay una exposición de artesanos locales en el fresco recinto de una iglesia que ya no lo es, se llama la exposición “manos comunitarias”. Los franceses siempre tan exquisitos. A los viajeros les parece muy encomiable esta promoción en un pueblecito que apenas cuenta con unos cientos de habitantes.
Cuando los excursionistas vuelven al campamento, hay gran animación. Un grupo de trabajadores del Este, acabada la faena, se han instalado en tiendas comunitarias. Por turnos -los aseos no son demasiado numerosos- lavan sus ropas y se adecentan ellos mismos. Los hay de todas las edades y tallas, mano de obra importada. El auriga, que se considera un excursionista de modestos recursos, reflexiona sobre la fábula del sabio que iba cogiendo las hierbas que otro arrojó. Se repite, una vez más, que en su modestia, puede considerarse privilegiado. Recuerda cuando él también fue trabajador en tierra ajena y se ve reflejado y colega de estos que viven experiencias que ya tenía olvidadas.
Después de una noche relativamente fresca, aunque no tanto como acostumbraba en las montañas que hemos dejado atrás, nos disponemos a visitar la estrella de la zona: “Le Quartier de Marqueze”, propiedad rural de 25 Ha., una granja comunal de principios del siglo XIX que el consistorio local ha procurado conservar, reconstruyéndola de forma fidedigna para mostrar la vida de una familia extensa hacia 1890. Han procurado reconstruir las viviendas con materiales y técnicas de la época, mantener los animales autóctonos y las labores de aquel momento, aunque evidentemente no con el mismo objeto ni estilo que tenían en origen. La visita, que puede durar hasta cuatro horas de paseo por la propiedad según nos dicen, tiene el encanto añadido de que el único acceso es un tren de época que se desplaza por vía única a través del hermoso paisaje de Las Landas durante la media hora que necesita para cubrir los escasos 10 Km. que separan el parque de  la única estación de salida, Sabres.
La visita invita a reflexionar sobre lo rápido que cambian los tiempos; en apenas cien años se ha pasado del arado de bueyes y del pastoreo sobre zancos a modernas explotaciones que gobiernan el riego mediante paneles electrónicos, potentes tractores que hacen en pocas horas las labores que antes requerían meses, y ganados estabulados que rinden diez veces más que las ovejas sueltas por la extensa planicie. Ha desaparecido la potente industria resinera, de donde se extraía la apreciada ‘pez’, usada para impermeabilizar las cubas de vino y los cascos de los barcos, entre otras muchas aplicaciones.
Nos enteramos de que una de las piezas de la casa albergaba durante el invierno al par de bueyes que constituían el soporte de la familia. De espaldas a la chimenea, el boyero los alimentaba con exquisitos bocados de heno fresco a fin de engordarlos. Una abertura en el muro, las estaulias, encerraba las cabezas de los bueyes como en una picota.
Ahora, Las Landas, en otro tiempo imagen de un desierto insalubre en el camino de Santiago, se han convertido en un enorme espacio dedicado a la industria maderera y al cultivo del maíz que alberga pocos habitantes en pueblecitos recoletos y muy dispersos. Lejos está ya el cruel comentario de François Aragó en 1829: “Ici vivent des êtres sauvages, des hommes abrutits, sans être pervers, des peuplades de bergers chaseurs qui naisent vivent et meurent, effrayés du tumulte des bourgs qui marquent la limite de leurs excursions”.
Nos llevamos un magnífico recuerdo de la zona, solo empañado por el problema ocular que nos aconteció, afortunadamente resuelto con la inestimable ayuda de la farmacopea local. Las secuelas desaparecieron paulatinamente durante los días siguientes sin dejar rastro.



Tranco 4. 
5.07.19
Burdeos


La Tinaja abandona, no sin cierto pesar, las soledades relativamente frescas del campamento que le ha dado cobijo durante los últimos días, vecino a Sabres. El imperativo del nómada es el movimiento constante como saben los amigos saharauis con los que tantos viajes hemos compartido. Persiguen las nubes que han de traerles el alimento para ellos y sus ganados, nosotros la curiosidad, el conocimiento, la aventura, el esparcimiento, la sorpresa, o todo junto. Quizás nuestro viaje responda al afán inconsciente heredado de los antepasados, que partiendo de la falla del Rif poblaron el mundo. Entonces les parecía infinito y ahora se nos ha quedado pequeño.


Un salto de apenas un centenar de Km. nos coloca en Burdeos, capital de la región de Nueva Aquitania. La ciudad era conocida como “La Belle Au Bois Dormant”, en referencia a su atraso secular. Hoy, ese apelativo resulta por completo inadecuado.
Acampamos a la orilla de un ameno estanque reposado y umbrío que se adapta de maravilla a nuestras discretas exigencias. La visita a la cercana ciudad, por el contrario, resulta poco agradable, entre el calor extremo y la multitud de viandantes que abarrotan las grandes arterias convertidas en peatonales, Ste-Catherine, Place Gambeta -donde más de 300 contrarrevolucionarios perdieron la cabeza durante los primeros días de la Revolución-, y Place de Tourny, con sus aledaños que constituyen el centro de la ciudad. La visión del escaparate de Cartier donde se exhiben relojes de precios astronómicos, acaba de desilusionarnos. Por si fuera poco, recibimos la noticia de la muerte de Arturo Fernández, en plena actividad a los 90 años. No era un actor cuya carrera siguieramos con excesivo interés, a no ser una serie de mediana calidad con Paco Rabal (que solo por eso merecía la pena), en la que Arturo se representaba a sí mismo, como siempre, pero parece meritoria una carrera como la suya y una muerte al pie del cañón, que es lo que muchos desearíamos para nosotros mismos. Procuramos sobrellevar el desencanto mojándonos los pies en la enorme extensión de fuente-lago que hay a la orilla del rio Garona que atraviesa la ciudad. Este año las aguas presentan un color terroso, producto seguramente de recientes tormentas. Es opinión generalizada que los viajes son fuente de sorpresas y una de ellas nos asalta al pasar por la Court Melbi, un edificio construido en 1707 que hoy alberga la Sala Regional de Cuentas. Delante de su fachada, la estatua en bronce a tamaño natural de un personaje que nos resulta familiar por el gesto adusto que han popularizado unos premios cinematográficos, el cabello alborotado, el sombrero de copa que guarda bajo el brazo, y el resto de vestimenta de la época. Reparamos en que el autor de la escultura fue Mariano Benlliure y que la estatua de bronce se fundió en Barcelona. Pertenecen a los misterios que la historia oculta las razones que llevaron al insigne pintor de Fuendetodos a exiliarse en Francia cuando ya tenía 78 años. Seguramente el temor a las represalias que Fernando VII –el rey felón- venia tomando contra los liberales. En la ciudad se reunió con su última pareja, Leocadia Zorrilla y con sus dos hijos, Guillermo y María Rosario. Su exilio se vio aliviado por su trabajo incansable y la compañía de sus amigos Manuel Silvela y Fernando González de Moratín. Dicen que murió de una caída por las escaleras, pero esta es una de las muchas leyendas que jalonan su vida, incluida el paradero de la cabeza, que no se encontró cuando sus restos fueron trasladados a Madrid en 1886.


Al auriga de La Tinaja, que no se considera chovinista en exceso, le resulta grato que algunos rasgos culturales de su país, -que no se prodigan en exceso-, hayan llegado hasta estas latitudes. Loor a don Francisco de Goya y Lucientes.
El paseo por la ciudad es muy agradable ya que, además del encanto de sus calles llenas de gente y los edificios que raramente superan las tres alturas, son numerosos los parques y lugares verdes, como el Jardín Public, el Jardín Botanique o la Explanade de Quinconces, donde hay una monumental fuente dedicada a los girondinos. 
Burdeos debe su nombre a la colonización romana, hacia el año 56 aC., luego fue inglesa cuando Leonor de Aquitania casó con Enrique II Plantagenet. Dicen que la fama de sus vinos claretes proviene desde aquellos tiempos en que el rey se aficionó a ellos y los popularizó entre sus vasallos. En cualquier caso, como todas las zonas de vegetación agradecida, la región ha sido siempre invitadora al asentamiento humano, desde que hace entre 20 y 30.000 años la habitaran los neandertales cuyos restos se han encontrado en la cueva Pair-non-Pair, cerca de Bourg-sur-Gironde, en el lado norte de la ciudad.
La larga historia de la villa desde esa época, tiene su punto álgido durante la Primera Guerra Mundial, cuando el gobierno francés, no sintiéndose seguro en París amenazado por los ejércitos alemanes, se retiró a Burdeos, lo que se repitió por una breve temporada en 1940, durante la Segunda Gran Guerra. Allí la marina italiana estableció una base de submarinos para dar replica a los U-Boot alemanes en la Batalla del Atlántico.
La zona es referencia mundial por sus vinos, por cuya conservación y esencia vela la Academia del Vino de Burdeos, fundada en 1948 y compuesta por cuarenta miembros entre los que se encuentran propietarios de viñedos, académicos, escritores, artista, etc. Tenemos ocasión de hacer una cata de tinto elaborado con Cabernet Sauvignon, Cabernet, Franc, Merlot, Petit Verdot y Malbec. Aún para paladares tan poco expertos como los nuestros, el resultado es excelente. Dejamos la del blanco, elaborado con Sauvignon Blanc, Semillón y Muscadelle para mejor ocasión.
Al auriga, por estos días, le ha caído un año más, según el cómputo temporal inventado por Julio Cesar en 46 aC. a partir de los establecidos por Rómulo primero y Numa Pompilio más tarde, y ajustado el 24 de febrero de 1582 por el papa Gregorio XIII., que por aquellos tiempos regía los destinos de la cristiandad y su percepción temporal. El auriga no parece notar grandes diferencias entre este y los días anteriores, pero no es ajeno a que, desde el punto de vista estadístico, se acerca peligrosamente a su fecha de caducidad.



Pasar por Burdeos y no ir a comer ostras a la cercana bahía de Arcachon, fuera delito imperdonable que de ninguna forma los ocupantes de La Tinaja tienen pensado cometer. De buena mañana aparejan la caballería y se tragan los 50 Km. de retenciones que los conducen hasta el pueblecito de Bíganos. Paseo relajado por los canales del puerto de Larros, a cuya orilla hay coquetas casetillas de madera con embarcaderos privados para veraneantes que aman la navegación y la pesca reposada de los canales. Luego comida relajada en uno de los chiringuitos que ofrecen por todo condumio ostras, caracoles de mar que llaman bigaroux, gambas, bulots, pâté de champagne con mantequilla para los disidentes del bivalvo, y vino del país a escoger, blanco o rosado. Los ocupantes de La Tinaja cumplen adecuadamente y vuelven notablemente reconfortados al campamento base para dar relajado final a un día memorable.
Nos despedimos de la zona no sin antes rendir visita al faro bicolor de Cap Ferret, situado en una estrecha franja de tierra poblada de pinos que se adentra en el mar. Es tradición entre los habitantes de la zona que el faro constituye, desde tiempos inmemoriales, lugar de parada de los Djins en sus largas travesías a lomos de las Grullas Plateadas.






TRANCO 5
07.07.19
Hacia Bretaña


Con la imagen de las mareas de Arcachon y el sabor de sus ostras en el paladar, los ocupantes de La Tinaja emprenden viaje hacia el norte, como siempre con destino aproximado, esta vez con los ojos puestos en Tours, a 350 Km. Normandía, según nos avisa la Loney Planet, se distingue por el camembert, la sidra y las vacas. Al primero le hacemos honores limitados porque nuestra nevera, en pruebas  anteriores, se resintió de forma aguda; del resto, esperamos futuras degustaciones para mejor juicio. La historia normanda es sobradamente conocida desde los vikingos y Enrique el Conquistador, cuando parte de Francia e Inglaterra eran una misma cosa. De otros viajes recordamos el castillo de Chinón, donde Enrique II Plantagenet y su esposa Leonor pasaron la navidad de 1183, recogida en la inolvidable película ”El  León en invierno”, basada en la obra de James Goldman. Es la segunda parte de “Beckett”, interpretada por los monstruosos Peter O’Toole (que sigue haciendo de Enrique en la segunda), Katherine Hepburn, y Richard Burton. Leonor, que fue sucesivamente reina de Francia y de Inglaterra, y su primogénito Richard, muerto prematuramente, reposan en la abadía de Fontevraud visitada en otras ocasiones. Allí se puede admirar el cuarto destinado a “moridero” donde eran recluidas las monjas en situación terminal, colocadas sobre un lecho de cenizas que les anticipara el estado en que iban a encontrarse a no tardar mucho. Les acompañaban algunas novicias para que fueran tomando nota de cómo iba a pintar el asunto.

Una estupenda autovía nos pone a 100 Km. de Tours, pero estos últimos los hacemos por autopista, bastante cara, por cierto. Nos quita el mal sabor de boca de los 19 € del peaje encontrar un camping estupendo en un pueblecito llamado Vouvray, a 9 Km. de Tours, la ciudad bañada por el Loira. Paseo relajante a la caída del sol, que ha sido inclemente, aunque no tanto como el de Murcia a juzgar por las noticias que de allí nos llegan; hablan de cuarenta y tantos grados. Fracasamos en el intento de tomarnos algo fresco en el único restaurante que encontramos operativo. O se come, o no hay nada que rascar. No estamos por la faena después de la opípara comida a base de aperitivos variados y tortellinis que hemos disfrutado en el campamento, merced a las habilidades culinarias de la repostera jefe. Nos levantamos y nos vamos, acompañados de las excusas del frustrado camarero. En Francia, las costumbres y los horarios pecan de cierta rigidez que se acopla difícilmente con nuestro carácter latino.
Otra mala noticia vía internet: Joao Gilberto. Hasta la Bossa Nova tiene final, programado o no.
Nos instalamos a las afueras de un pueblecito llamado Vouvray que recorremos pausadamente al atardecer. Nos sorprenden -y alegran- una serie de carteles colocados en lugares estratégicos bajo el título genérico de “Raconte-moi Vouvray”. En ellos se relata, en francés e inglés, la historia de los acontecimientos más significativos acaecidos en el pueblo, acompañados de fotografías de la época o dibujos y esquemas cuando los tiempos son más antiguos. Ese cariño por la historia y el amor a su tierra que se manifiesta en los cuidados jardines de todos los pueblos de Francia, es lo que echamos con frecuencia de menos en nuestro país.



Para el rincón de los hechos insólitos: nuestro vecino de campamento viaja en una caravana tipo americano, enorme, plateada, como de acero inoxidable. Es hombre membrudo y barbicano, muy sociable a pesar de que le dedicamos poca atención. Le acompañan dos gallinas, una roja y otra negra, que pasan el día recorriendo los alrededores ejerciendo su oficio, picotear minuciosamente. Hacen los honores a las pocas migajas que caen de nuestra mesa. Como diría Derzu Uzala, siempre hay “gente” que puede alimentarse de lo que otros desechan. Las gallinas se recogen a la caída del sol y el hombre las hace entrar en una jaula de tijera, circular, tipo yurta mongola. No llegamos a averiguar si viajan en el asiento vecino al del conductor ni si hacen adecuado uso del cinturón de seguridad.
Hacia Tours nos conduce un autobús -todos los que hemos tomado hasta ahora eran pilotados por mujeres- que nos deja al principio del kilométrico puente que sortea La Loire, llamado Wilson en honor al presidente Wilson de EEUU, para honrarlo después de la II Guerra Mundial en la que Tours fue una importante base militar. El puente fue muy castigado durante la guerra y estuvo a punto de derrumbarse por completo en 1978. Hoy por fortuna resiste nuestro garboso tránsito y nos deja en la larga avenida Rue Nationale, donde solo peatones y tranvías tienen acceso. Es norma extensible a casi todas las ciudades europeas, que los centros son peatonales y sin diferencias de nivel, algo que muy poco a poco se comienza a ver en algunas de las nuestras. En los pueblos, la cosa va para más largo. Se ve que nuestros políticos viajan poco, empecinados en sus disputas de corrala.
La catedral de Saint-Gatien, construida a lo largo de los siglos XIII a XVI es impresionante por fuera y por dentro, con unas vidrieras y rosetones asombrosos. Como obra de ingeniería es soberbia y los numerosos arbotantes que permiten la esbeltez de las torres de 70 m. de altura, son buena prueba de ello.
Tours es una ciudad cosmopolita y burguesa. Dicen que es otro Paris en miniatura y, a juzgar por los precios y las tiendas elegantes, puede que lo sea. Dicen también que en la ciudad se habla el francés más depurado de la República, detalle que no tenemos ocasión de comprobar. Lo cierto es que se trata de una ciudad muy agradable de pasear -Rue Nationale, Boulevard Beranger, Av. de Gramond-, donde se come pasablemente si se tiene la paciencia de buscar un restaurante “francés” entre la abundante oferta de comida “fast food” que parece complacer a los numerosos visitantes. A destacar los escargots al estilo de Borgoña con que se deleita nuestra repostera jefe.
Como otras muchas ciudades francesas de la zona en que nos adentramos, sufrió terrible castigo durante la Segunda Gran Guerra y los edificios actuales son reconstrucciones de la época, sobre todo alrededor de la Catedral de Saint-Gatien, la primitiva basílica de San Martin de Tours y la actual plaza Plumereau.
La ciudad, a la orilla del gran Loira tuvo gran importancia en época de los antiguos galos, cuyos habitantes eran llamados túronos, que acabaron dando nombre a la ciudad. Fue importante foco de la cristiandad desde el S.III, estableciéndose una sede episcopal precisamente por su primer obispo Sait-Gatien. La ciudad es recordada, además de por ser  centro de peregrinación en la Edad Media, por hallarse en el Camino de Santiago. Uno de sus habitantes de más fama: San Martin de Tours, que según cuenta la leyenda, estando al servicio del ejército romano, compartió su capa con un mendigo. Debió ser obra de gran mérito para que se le recuerde y venere tantos años después, o que la capa era elemento de valor extraordinario.
También contribuyó a la fama de la ciudad desde la antigüedad el escritor galo-romano Gregorio de Tours, autor de Historia de los Francos, hacia el año 575, y por haber sido con frecuencia residencia de los reyes de Francia y sus respectivas cortes. De esos tiempos quedan la larga serie de castillos que jalonan el Loira.
Buscando sitio donde calmar el apetito, damos con un restaurante situado en la planta baja de un edificio donde dicen que murió Leonardo da Vinci. Debe ser que vivió algún tiempo o simplemente que pasó por allí, porque lo que consta en su historia es que murió en el castillo de Clous-Luce, en 1519, lugar que le había cedido su último mecenas y protector, Francisco I en 1516.



En la Rue de la Scelerie nos encontramos un mural que glosa la estancia de Honore de Balzac en un pensionado de la ciudad entre los años 1804 y 1807, con las referencias que a la estancia hizo en su novela Le Lys en la vallée. Una vez más admiramos el respeto, la veneración y el buen gusto que los franceses muestran por su patrimonio histórico.
Contrastes: la tripulación decide tomar un refrigerio de cebada en uno de los barecillos que aguardan a los turistas bajo la sombra de imponentes castaños de indias, como los piratas de río aguardaban a los grandes barcos de paletas en los meandros del Misisipi. A nuestro lado, un hombre con aspecto de pakistaní repasa su rosario de 99 cuentas con los 99 nombres de Alá. Según las mías, ya lleva cinco vueltas. Debe ser hombre piadoso en extremo.


Tranco 6
9.07.2019
Rouen

Casi trescientos Km. nos separan de nuestro próximo destino, Rouen, la ciudad de los cien campanarios, a decir de Victor Hugo. Es la auténtica capital de Normandía, atravesada por el Sena y tres de sus pequeños afluentes: el Aubette, el Robec y el Cailly.
De camino pasamos por Chartres, la villa famosa desde época medieval por su catedral del S. XIII que guarda, entre otras muchas reliquias, el Ste-Voile, el velo que según crónicas de todo punto verídicas llevaba la virgen María en el momento de su único parto. La fe, además de mover montañas, es capaz de guardar telas sin deterioro aparente a través de los siglos.
A unos 2 Km. se encuentra otro punto más mundano, el palacio de Chantillí, cuyo invento es bien conocido. En sus establos, a imitación de lo que hiciera María Antonieta en Versalles, las damas cortesanas jugaban a ser vaqueras. En sus tardes de regodeo ocioso dieron con el postre que haría  famoso el lugar: la nata montada no pasteurizada, batida con azúcar glas y vainilla hasta conseguir la consistencia de una mouse. Si hay posibilidad, se sirve con frutas del bosque (de ese o de cualquier otro). Cuenta la tradición que en el año 1777 José II de Ausburgo visitó de riguroso incógnito el palacio, para degustar el exquisito manjar al que bautizaron como Crema de Chantillí. No consta que su majestad dejara información trascendente sobre la calidad de la merienda. 
Aterrizamos en el camping de un pueblecito tranquilo, Saint-Leger-de bois Denis, tan tranquilo que a las seis de la tarde no hay nada abierto, ni siquiera un bar donde cumplir con el Pastis del sol poniente. Por lo demás, el campamento, tranquilo y medio deshabitado, entre montañas de un verdor relajante, colma todas nuestras expectativas. La ducha de agua caliente a 1,60 € la tirada de 10 minutos. Optamos por no desprender la piel de su grasa natural.
A la ciudad de Rouen nos conduce un autobús, que serpentea por las estrechas calles de los pueblecitos que atravesamos con rara habilidad y velocidad que nos parece suicida. Una vez llegados paseamos por la Rue des Carmes, lugar peligroso donde los haya, pues las tiendas de moda, que abundan, poseen el mismo poder que los cantos de sirena de que habla Homero en su Odisea: son capaces de atraer al visitante de forma tan irresistible que este desaparece súbitamente en su interior, como abducido por fuerza sobrehumana, a veces durante horas. Cuando reaparece suele transportar una o varias bolsas de objetos de uso indeterminado y muy probablemente inútil.
La catedral, como todas, impresionante. De estilo gótico flamígero, constituyó fuente de inspiración para Claude Monet. Con una “torre linterna” que alcanza los 151 m. de altura coronada por una flecha de hierro fundido, la más alta de Francia. Tiene dos torres, la de Saint-Romain y la Tour de Beurre, edificada con el dinero obtenido por las bulas papales que autorizaban a comer mantequilla durante la cuaresma.
El Hombre necesita de grandes símbolos para acrecentar la importancia de los dioses que imagina, y las aras necesarias para ofrecerles sacrificios siempre insuficientes. Un dios modesto y terrenal, no va a ninguna parte. Como un papa en calzoncillos o con tirantes en los calcetines.
Monet dedicó una de sus varias “series” dedicadas al color, a la catedral de Rouen, pintándola desde diferentes ángulos y a distintas horas del día para captar los diferentes efectos de luz. La serie constaba de 28 pinturas que ofreció a varios de sus galeristas para que la competencia entre ellos hiciera subir el precio de las telas.
Imprescindibles muchas cosas en esta ciudad, el gran reloj de campanario gótico y esfera renacentista, uno de los mecanismos más antiguos de Europa; la iglesia de Santa Juana de Arco, en el mismo lugar que dicen de su martirio el 30 de mayo de 1431.  Para ser mujer y en aquellos tiempos, Juana demostró un valor desmedido o una insensatez supina. Lo cierto es que, al frente de los ejércitos franceses, durante la Guerra de los Cien Años, logró derrotar a los ingleses y que Carlos VII de Valois fuese coronado rey de Francia. Luego las cosas se torcieron, fue capturada por los borgoñones que la entregaron a los enemigos ingleses. Estos la condenaron por herejía (según ella oía voces celestiales que le indicaban como conducir la batalla de forma que los buenos ganaran a los malos y descreídos). El caso es que Juan de Bedford, a la sazón regente de Inglaterra durante la minoría de edad de su sobrino el futuro rey Enrique VI, la hizo quemar viva. La muerte, que todo lo iguala, hizo que ambos estén enterrados en la misma ciudad. Juana fue reivindicada posteriormente como ilustre católica y hoy goza de los favores divinos por toda la eternidad.



La santa ha dejado como recuerdo imperecedero sus lágrimas en forma de dulcecillos de chocolate que pueden encontrarse en las confiterías de toda la ciudad.
Visitamos el Parlamento de Normandía, el más importante edificio gótico civil de Francia, construido sobre las ruinas del barrio judío después de la expulsión de sus ocupantes en 1306, donde pueden apreciarse aún las huellas de los bombardeos aliados que la ciudad sufrió en 1944; el Aitre San-Maclou, cuyos orígenes se remontan a la Gran Peste negra de 1348 que se llevó por delante a los dos tercios de sus habitantes, un verdadero festival conmemorativo de la muerte. Ahora en severa restauración que no permite visitarlo por completo.



Hay muchas casas, sobre todo en los barrios más antiguos, con pintorescas fachadas de entramado de madera que según parece es bastante habitual en toda la franja norte de Francia, hasta Alsacia.
El Sena, que por la ciudad pasa henchido y navegable, la marca como nudo de comunicaciones y actividad comercial. La ciudad se establece en ambas riberas, unidas por varios puentes. Donde hay agua hay vida, y si es en tal cantidad, más. Una vez más, nos invade cierta desazón al recordar nuestra tierra, siempre ávida de ella.
Como colofón, una visita al museo de Bellas Artes, uno de los más importantes de Francia por sus fondos que cubren todas las épocas: Caravagio, Velázquez, Pousin, Rubens, Modigliani, Braque, Calder, y muchos otros. Fuera de París, no hay colección semejante de impresionistas, Monet, Pissarro, Renoir… Tenemos la suerte de dar con una itinerante, Braque, Miro, Calder, Nelson, de la época en que, a punto de iniciarse la II Guerra, se reunieron en el verano de 1937, en Varengeville, Calder y Miró con Nelson, que debía ser el millonetis, y que compró varias de sus obras. Todos, con Braque, volverían a encontrarse en el mismo taller normando de Calder durante el año 1939, y los principios del desastre bélico inspiraron al pintor catalán su famosa serie “Constelaciones”. Sin tener conocimiento de ello, Calder comienza en NY su propia serie de Constellations, una serie de esculturas móviles y colgantes, algunas de base estable, con madera, chapa y alambre. Ambas obras tuvieron ocasión de encontrarse cuando Miró llevó sus Constelaciones a NY. en 1944.



La dura jornada termina con una sosegada cena de campamento en la que intervienen, por orden de aparición, un pâté con pepinillos acompañado con sidra del país para auxilio de su deglución, un magret de oca cocinado en su grasa y acompañado de tabulé enriquecido con remolacha roja. Final de tabla de quesos con protagonismo de Comte y oveja curada, regado con un blanco frío Jurançon, que guardábamos desde los Pirineos.

Tranco 7. 
11.07.2019
Lille (Houplines)





Doscientos cincuenta Km. nos separan de nuestro próximo objetivo, Lille, ya en la Picardie, departamento del Somme, que en sus tiempos, junto con buena parte de Bélgica y los Países Bajos constituyó el principado feudal conocido como Flandes. Ya lo decía don Juan Tenorio que era algo correntón, además de mujeriego y frescales: “Do iré, ¡vive Dios! De amor y lides en pos, que vaya mejor que a Flandes”.
Aún mucha gente de la zona habla un extraño dialecto medio francés medio flamenco que data de aquellos tiempos en que los ejércitos españoles se esforzaban vanamente en conservar estos territorios para La Corona de España. Desde entonces, nuestra vacilante corona no ha hecho más que dar bandazos, hasta los últimos y más lamentables de escopetas fallidas, queridas de escaso glamour y presentadoras de televisión con aspecto de tísicas. El asunto de las colonizaciones, véase la historia, acaba siempre mal.
Las buenas carreteras y largos trozos de autovía transcurren entre campos de cultivo, cereal, pasto y maíz. Las grandes extensiones de terreno llano están separadas por bosques que evitan la monotonía del paisaje y lo embellecen. No se ven los grandes pívots de Las Landas, al parecer todo es secano, pero un secano húmedo a juzgar por el buen aspecto de las plantaciones. El trigo, ya en sazón, está todavía sin recolectar, no así el heno, que se amontona en grandes balas, redondas o cuadradas, envueltas en plástico que han de preservarlas hasta el invierno. Muchos prados con vacas paciendo, casi todas tipo Charoláis y algunas lecheras tipo suiza, de manchas negras o marrones.
Lille (La Isla), es francesa desde que en 1667 la capturara un ejército francés al mando de Luis XVI (se ignora si directamente o por delegación) y en años posteriores fue centro de la industria textil, lo que dio lugar a grandes diferencias de clases y a la generación de fuertes bolsas de pobreza que Víctor Hugo reflejó en “Los Miserables”. Hoy todo aquello ha pasado a la historia y la ciudad se advierte prospera.
La Tinaja se estaciona en un pueblecito cerca de la ciudad llamado Houplines donde a las nueve de la noche no se ve un alma por la calle, como si fuera una ciudad desierta. Por lo visto, los franceses rurales llevan vidas de gran retraimiento.
Nos han llegado noticias de que en Lens, a tiro de piedra para un tronco aguerrido como el nuestro, hay una especie de sucursal del Louvre que vale la pena visitar. Forma parte, según se anuncia a la entrada de la”política de descentralización de la cultura”, eso dicho en un país centralista donde los haya, merece un brindis. El museo, gratuito, tiene una muestrecilla de cada cosa, pero lo compensa con un edificio de diseño vanguardista y un montaje didáctico muy agradable. Hay algo de egipcio, mesopotámico, romano (una estatua estupenda de Marco Aurelio), una pintura del Greco y las consabidas vírgenes y cuadros piadosos que forman gran parte de nuestra cultura.



Ha valido la pena la visita.
Como diría un jugador de ajedrez, me veo obligado a “componer” el juicio sobre Houplines. Visto hoy, a la luz del día y en un recorrido más extenso, es un pueblo agradable, con muchas y modernas tiendas, florido y lleno de encanto. Lo de ayer puede que fuera un barrio extramuros. No es recomendable juzgar a la primera ojeada, me advierte mi Pepito Grillo.
Una excursión de casi 100 km. nos lleva hasta Dunkerque, de tan amargo recuerdo. Durante mayo y junio de 1940, las fuerzas alemanes cercaron a la Fuerza Expedicionaria Británica y las tropas francesas y belgas acorralándolas contra el mar. A la vista de que no podían hacer frente a los ejércitos alemanes, Churchill ordenó la evacuación por Dunkerque, bautizada como “Operación Dynamo”. Dedica el capítulo IV del libro II de su obra La Segunda Guerra Mundial, a ese acontecimiento: “Todos los que tenían una embarcación del tipo que fuera, a vapor o a vela, pusieron rumbo a Dunkerque”. La operación pudo rescatar a unos 350.000 hombres aun perdiendo gran parte del material pesado.



La ciudad, como todas las reconstruidas precipitadamente después de la guerra, tiene poco encanto. Un paseo por sus barrios produce la misma sensación anodina que cualquier suburbio de una gran ciudad, que en eso todas las del mundo se parecen un poco.
Visitamos un museo dedicado a la retirada de Dunkerque, equipado con profusión de armamento, vehículos y paneles explicativos sobre la “Operación Dynamo”, en la que según sus informaciones participaron entre 1176 y 1588 navíos de todas las tallas, británicos, belgas, franceses y holandeses, a menudo tripulados por personal civil. “Se aprovecharon los botes salvavidas de los trasatlánticos que había en los muelles de Londres, los remolcadores del Támesis, los veleros, las barcas de pesca, las gabarras, las barcazas y las embarcaciones de recreo, en resumen, todo lo que se pudiera usar en las playas”, dice Churchill.



Aun impresionados por una nueva visión de los desastres de la guerra que el pequeño museo ha puesto ante nuestro ojos, nos dirigimos a Calais, punto de paso donde los haya, del que dijo Churchill “en el constante trashumar del hombre, jamás ha habido un lugar por el que hayan pasado tantos viajeros y tan pocos se hayan detenido”. En efecto, como tantas otras de la zona de las que hemos visitado, tiene poco encanto y apenas algún punto que reseñar, como no sea el jardín Tudor, de modestas dimensiones, vecino a una iglesia del S.XII reconstruida con diversos pegotes en la que una placa nos avisa de que allí contrajeron matrimonio el 7 de abril de 1921 el capitán Charles De Gaulle e Yvonne Vendroux, conocida a partir de aquel momento como madame De Gaulle.
Una estatua de ambos realizada con escasa fortuna, situada en una esquina de la gran plaza central de la villa, la Place d’Armes, los representa en ese acto. Pocas cosas más reseñables de Calais, a no ser Los Burgueses de Calais, que la han hecho famosa en el mundo. De lo antiguo, solo supervivió a los bombardeos La Tour de Guet, o torre de vigilancia, vecina a la plaza, que alza su estructura de cúpula octogonal como único vestigio de aquellos tiempos.
Al día siguiente nos dirigimos a Lille para encontrarnos con los chicos, que han tomado el tren desde Bruselas a temprana hora. Lille, por lo menos el centro, que es todo cuanto podemos abarcar en una visita rápida, no da para mucho: la plaza del General De Gaulle y adyacentes. Alto para un café reposado en un sitio de prestigio, la antigua confitería Meert, que exhibe un escaparate de tartas individuales de exquisita presencia. Después, visita cultural al museo de Arte Moderno donde entre muchísimos santos y aterradoras escenas de crucifixión, encontramos una sala dedicada a los impresionistas, un poco de cada uno: Monet, Renoir, Chagall, Delacroix, incluso Goya. Unas reproducciones en pequeño formato y en bronce de Los burgueses de Calais cuyos originales tuvimos la suerte de admirar en el museo Rodin de París, cierran la exposición. La verdad es que ahora, con lo exacto de las reproducciones, lo mismo da admirar el original que la copia.
En el piso bajo hay una impresionante colección de maquetas de poblaciones cercanas hechas a escala con todos sus accidentes geográficos y lo que resulta muy interesante, la disposición de los muros defensivos en forma de estrella. Las fortificaciones en estrella son invento italiano de finales del S.XV como respuesta al intento de invasión de los franceses. Hasta ese momento, se había desarrollado la artillería de forma que fuera efectiva contra los altos muros de los castillos que se pretendía asediar. Para contrarrestar la eficacia de los cañones, se edificaron muros más bajos de mampostería y tierra que absorbían mejor el impacto de los proyectiles. El arquitecto Bauvan ideó simultáneamente un tipo de fortificación llamada “Traza italiana”, en forma de estrella que permitía el fuego cruzado sobre los atacantes. Este tipo de fortaleza defensiva se extendió por toda Europa y de sus asentamientos quedan diversas muestras entre las que se encuentra la ciudadela de Jaca. En el museo se exhiben maquetas en relieve de cinco ciudades de la época (Tournai, Maastrich, Avesnes, Calais, Aire-sur-La-Lys, Gravelines, Berges, Ypres, Lille y Namur), bellamente reproducidas hasta el menor detalle y en un estado de conservación admirable.



La visita a las maquetas de fortificaciones nos recuerda el libro del catalán Sanchez Piñol que narra las aventuras de Martín de Zubiría durante el asedio de Barcelona  en 1713 en el curso de la guerra de Sucesión Española. En el libro se hace repetida mención al ingeniero Sebastien Le Preste de Vauban, inventor de las fortificaciones en estrella, experto en diseñar fortalezas y en destruirlas.
Interesante también, una sala dedicada a originales códices antiguos presentes en vitrinas y digitalizados, que se pueden repasar como si se tuviera el original en la mano.
Pasamos por el patio de la antigua Bolsa, hoy convertido en un animado mercadillo de posters de actores antiguos (franceses) de los que reconocemos a Gabin, Fernandel, Funes, etc. Hay también una amplia exposición de cómics entre los que no podían faltar los de Tintín, dada su proximidad con su país de origen. Comemos pasablemente en un restaurante francés cuyo camarero se entiende en inglés con los muchachos. Sabiendo inglés, va uno a cualquier parte, pero la cerveza era bien rara, aunque ha caído como si fuera buena, incluso con repetición, ésta más aceptable.
Sorprende el número de mendigos y pedigüeños de semáforo que encontramos en Lille, algo muy poco habitual en el resto de ciudades que hemos visitado.
Acompañamos a los chicos a la estación, rumbo a Bruselas, después de un día placentero, y nos retiramos a los cuarteles de verano.
Nos espera un “resopon” de pan integral con foie, tomatillos Cherry, pepinillos, una ensalada de aguacate, y alguna exquisitez más que la repostera jefe improvisa con su característica habilidad.
De camino hacia Dieppe al día siguiente, dejamos atrás el pueblo de St. Omer, que tiene para los santomeranos ciertas implicaciones más de leyenda o imaginación que históricas. Refería el Padre Abilio -un franciscano que dedicó su vida a hacer el bien entre los indigentes de un perdido pueblo nicaragüense llamado Puerto Sandino en la provincia de Nagarote-, que el St. Omer francés tenía algo que ver con el origen del patronímico Santomera. Sea cierto o no, St. Omer es un hermoso pueblo de unos 16.000 habitantes, con la fundamental diferencia de que se encuentra a la orilla de un gran río, el Aa, por el que discurren barcos de considerable tamaño y transportes de todo tipo.
Tiene también -y quizás en esto ya se parece más a Santomera- una espléndida iglesia de estilo gótico y un impresionante órgano barroco que se remontan al siglo XVIII. Está rodeado de canales pantanosos que se recorren en barcas de fondo plano. Están poblados de fauna diversa, entre la que merecen especial atención sus varias clases de murciélagos que mantienen a raya las numerosas colonias de mosquitos, como estamos intentando hacer en Santomera con la colonia de murciélagos habitantes de la Cueva de la Yesera, en la sierra de Orihuela.
Presume, además St. Omer, de una marca de cerveza que lleva su nombre, cuya calidad pueden certificar los tripulantes de La Tinaja donde sea menester. 
                                                                                                                                                                    Tranco 8
16.07.2019
Dieppe



En nuestro recorrido por la costa bretona, la próxima singladura nos lleva a Dieppe, a través de extensiones de cereal y maíz alternadas de vez en cuando con macizos de grandes bosques. Las carreteras secundarias son estupendas y poco transitadas. La limitación a 70 o a 90 Km/h., lejos de ser un inconveniente, permite recrearnos en el hermoso y cambiante paisaje. Ya tendremos tiempo de mayores aceleraciones cuando volvamos a nuestro mundo habitual. Pasamos por Camembert, deteniéndonos brevemente para comprar uno de sus famosos quesos. Últimamente lo hemos sustituido por el Brie, menos agresivo en nevera. Camembert y Brie son primos hermanos unidos por el lazo sanguíneo de las bacterias penicillium candida y penicillium camembert, de donde vendría el nombre del primero. Al parecer, allá por el S. XI, ciertos monjes de abadía del Pais d’Auge, aficionados, como todos los de su condición al buen comercio y bebercio (recuérdense las famosas cervezas de abadía), comenzaron a experimentar con los quesos de textura blanda. Cuando las turbas revolucionarias de 1790 amenazaron hacer escabechina eclesiástica, el abad de Brie, antes de poner pies en polvorosa, confió el secreto de la elaboración del queso que hacían los monjes a una señora llamada Marie Herel, en cuya casa se había refugiado. Esta lo modificó hasta convertirlo en el que hoy día conocemos como Camembert. Sea cierta o no la leyenda, y más o menos misterioso el secreto, lo que sí consta es que el Camembert recibió el sello real de aprobación de Napoleón III en la Exposición Universal de 1855. Desde entonces sus diversas presentaciones están en la mesa de la mayoría de los franceses. Los entendidos dicen que debe ir inexcusablemente alojado en caja de madera, debe tener un 45% de materia grasa, y su textura al dedo ha de ser blanda sin resultar pastosa. El aroma ligeramente afrutado, sin rastros de amoniaco, que delataría su condición de viejo o pasado. Aroma puro con toque de setas, cremoso y con “retrogusto” de hierba fresca. Vamos, que para comerse un buen Camembert, hay que hacer un cursillo…y aprobarlo.
La Dirección General de Destinos y Asentamientos localiza un estupendo campamento en un pueblecito llamado Marigny, a pocos Km. de Dieppe. El lago de aguas quietas a cuyo borde asentamos La Tinaja, recuerda aquellas líneas de “”Flor de Leyendas” de Alejandro Casona en el relato El anillo de Sakuntala que cito de memoria: “Sus lagos son de agua azul siempre inmóvil, el arroz silvestre crece espontáneamente y el lugar es sagrado para el cazador de afiladas flechas que debe entrar desarmado y sumiso en el silencioso recinto”. El ambiente es tan bucólico que dos o tres patos (patas, para ser exactos), abandonan cada mañana el río que nos circunda para venir a solicitar algunas mollas de pan con las que las obsequiamos.
Aligerados del peso de La Tinaja, nuestros bravos corceles, ya caída la tarde, nos conducen hasta la vecina Dieppe, ciudad marítima de la Costa de Alabastro, situada en el departamento del Sena Marítimo, en la bocana del rio Arques, que desemboca en el Canal de la Mancha. Posee uno de los puertos de más tráfico de la costa normanda, del que cuatro veces al día salen los ferrys hacia Gran Bretaña en una travesía que dura cuatro horas. Con la marea baja, el puerto nos parece más bien desaliñado y triste, aunque con el encanto que siempre presta la mar. En el malecón que circunda el puerto de pescadores se apiñan los turistas, muchos de ellos ingleses, atiborrándose de “fruits de mer” como le llaman al pescado y marisco. Los franceses, siempre tan delicados. Lo que en España sería un panadero corriente, aquí pasa a ser “un artisan boulanger”. Para ponernos a juego, nos tomamos unos moules con frites acompañados de un pichet de blanco. Los mejillones, plato corriente en toda Bretaña y habituales en Bélgica, son pequeños y muy gustosos, se sirven de diversas formas y adobos acompañados siempre de patatas fritas. Resulta un plato suficiente y sobre todo, muy entretenido.



Después de un descanso placentero en este lugar privilegiado y fresco, salimos hacia la bahía del Somme, recorriendo los pueblecitos de la costa. El fenómeno de las mareas, para nosotros tan desconocido, es allí protagonista. Las distancias entre la pleamar y la bajamar son enormes, sobre todo en la localidad de Le Crotoy, en la costa norte. Allí encontramos los vestigios de un antiguo castillo con una placa en su muro exterior que nos recuerda que fue edificado por los condes de Ponthieu en 1150, desmantelado en 1674 y reconstruido posteriormente. En él estuvo prisionera Juana de Arco desde el 21 de noviembre hasta el 20 de diciembre de 1430. Liberada por los ingleses, le hicieron atravesar a pie la planicie para acabar en  Rouen donde le esperaba su trágico final.
El sitio es reserva natural de una flora y fauna excepcionales, lugar de paso de muchas especies de aves migratorias hacia Europa y asiento de numerosos rebaños de ovejas que se desperdigan por la enorme planicie cubierta de apetitoso pasto.



Hacemos un alto en Fécamp, para procurarnos en origen una botella de Benedictine. Fécamp, patria de Guy de Maupassant, era un pueblo de pescadores sin mayor relieve hasta que en el S.VI unas cuantas gotas de la sangre de Cristo llegaron por milagroso conducto a la ciudad convirtiéndola en centro de peregrinación. Las leyendas más imaginativas dicen que la sangre milagrosa venía sobre una rama de higuera que arrastró el mar hasta sus playas. Quien decidió que era la sangre de Cristo es otra cuestión en la que no conviene entrar. Ricardo Corazón de León (hijo de Enrique II Plantagenet del que hemos hablado más arriba) hizo construir una abadía que con el tiempo vino a parar a manos de los benedictinos. Uno de ellos, el abad Dom Bernardo Vincelli, dio con la fórmula del licor, cuya comercialización dura hasta nuestros días. Su composición, a base de veintisiete clases diferentes de hierbas y algunas especies, es secreto celosamente guardado por los actuales dueños de la destilería.
Seguimos hasta la bahía del Somme, ligada para siempre a la batalla que se dio en la zona en julio de 1916 en que las tropas francesas, británicas y de la Commonwealth se enfrentaron a las alemanas a lo largo de un frente de 34 Km. Muchos miles de soldados de ambos bandos murieron en la acción, y la estupidez de aquella matanza (y del resto de la guerra) se recuerda hoy mediante la señalización de la “Ligne de Front” que marcan numerosos rótulos. En muchos pueblos de los que hemos visitado, los pequeños cementerios que se agrupan alrededor de las iglesias, guardan los restos de más de 750.000 soldados de la Commonwealth que, como manda su tradición, fueron enterrados cerca del lugar donde cayeron. Allí reposan, sin mayores antagonismos, con los miembros de otra nacionalidad y otra religión.
Al otro lado del estuario se encuentra una nutrida colonia de focas monje sesteando al sol. Por lo visto es especie de mucha trashumancia, pues las hemos visto también en la zona de la Güera, al sur de Marruecos, en la frontera con Mauritania, y en la parte final del Cabo de Gata.
Siguiendo la tradición de la zona, mediamos la jornada con una ración de moules y sus frites, regados con su pichet de medio con colofón de “Ile flotant”, postre especialmente apreciado por nuestra repostera jefe. Mientras estamos comiendo, un muchacho que reparte propaganda nos entrega un pasquín anunciando una representación local de “Los Miserables” de Víctor Hugo. Una frase de la propaganda viene entrecomillada: “La liberte comencé ou l’ignorance finit”. Conviene recordarla.
Partimos de mañana con intención de visitar la ciudad y el puerto de Le Havre, pero nos sale al paso un pueblecito costero, San Valery en Caux, cuya especial idiosincrasia hace que nos detengamos, a pesar de que no encontramos rastro suyo en la guía que de ordinario nos acompaña. Según parece la fama del pueblo se debe a que Enrique IV se detuvo en él unos días alojándose en la casa que hoy se conserva como centro turístico.
Con este rey Borbón (1553-1610), los franceses tuvieron más suerte que otros. Se le conoció como Henri le Grand o Le bon roi Henri. Fue copríncipe de Andorra y considerado como el mejor monarca que ha gobernado el país.



Una lengua de agua se adentra en tierra y alrededor de ella se ha construido un puerto de bajura con enormes bastiones pétreos, una obra colosal que data del siglo XVIII. Las mujeres de los pescadores venden, en unos chiringuitos situados al borde de los muros de contención, el pescado y marisco (los “fruits de mer”) que sus maridos han traído de madrugada. Se pesca especialmente el bogavante, cangrejos, centollas y buey de mar, en nansas cebadas con sardina, amén de los lenguados, el cazón, la raya, y otra gran variedad de peces y crustáceos de arrastre. La Dirección General de Abastos y Manutenciones considera oportuno proveerse de tan atractivos productos, y adquirimos -a precio verdaderamente discreto-, un kilo de bulots, un buey de mar y un lenguado de notables proporciones. Después de tomarnos un Pastis relajante en una terraza llamada Sparrow sobre el puerto, decidimos volver al campamento para dar cuenta de las vituallas adquiridas, antes de que el tiempo, inexorable enemigo de todo lo mundano, pueda hacer estrago en ellas. Un frío Jurançon les proporciona adecuada compañía.
Decididos a continuar nuestra exploración de la costa bretona, que tantas y tan dolorosas connotaciones tiene con un pasado reciente que afectó a toda Europa, incluso a los que, como los españoles, estaban entretenidos en matarse unos a otros. Animamos a nuestro valiente tronco de caballos a emprender el camino de El Havre, puerto de suma importancia de la costa bretona y lugar destacado durante los oscuros tiempos que en todo este viaje venimos recordando. Si el viajero espera encontrar en El Havre un puerto al uso, tipo Marsella, con su encanto de abigarrados paseantes, barcos atracados, callejuelas llenas de misterio, y hasta apaches y mujeres provocativas en cada esquina, llevaráse la más amarga de las decepciones. La zona marítima es completamente aséptica, llena de barcos enormes y algún crucero despistado que ha hecho equivocada escala. La devastadora guerra que arrasó la ciudad ha tenido como consecuencia que los alrededores del puerto, al igual que en tantas otras ciudades de la zona, se reconstruyeran en una época en que las posibilidades eran pocas y los ingenios arquitectónicos escasos. La gran zona que rodea el puerto está constituida por grandes bloques de apartamentos con calles de trazado geométrico, todos iguales, que se asemejan a lo que en nuestro argot murciano podríamos llamar “casas baratas” y, con menos monstruosidad, a los bloques de apartamentos de la zona oriental de Berlín. A un barcelonés puede que le trajera a la memoria el barrio de Belvitge. La única ventaja es que aquí -menos mal-, la altura está limitada a tres plantas.




Una iglesia, o catedral, que yergue su espantosa espadaña de hormigón incrustado de diminutas cristaleras, constituye el adefesio central de la villa. Es obra de posguerra, como la mayor parte de la ciudad, perpetrada por el arquitecto belga Auguste Perret que con esta obra “barroca estalinista” seguro que intentó dejar clara la animadversión que belgas y franceses (como buenos vecinos) han mantenido siempre de forma solapada.
Por dentro es todavía más fea, a pesar –o quizás por eso- de los juegos de luces que propician los pequeños cristales insertos en la masa de cemento sin revocar. Los asientos están dispuestos como las butacas de un cine de pueblo, y un entierro con el que coincidimos, resulta el espectáculo más triste de los que puedan presenciarse en un día de sol marino como el que nos acompaña. Por suerte, un estrepitoso monumento compuesto de contenedores hermosamente coloreados, le hace alegre contraste a la iglesia. A pesar de todo, la ciudad está declarada Patrimonio Mundial por la Unesco. Enigmas humanos.



Nos quitamos el mal sabor visitando el museo de arte moderno, André Malraux, considerado uno de los mejores de Normandía, situado en un amplio espacio de dos pisos frente a la bocana del puerto. Responde al moderno concepto de museos diáfanos, sin demasiada obra que abrume al visitante que, si es neófito como en nuestro caso, después de un par de horas de visita tiene los ojos llenos de niebla y la cabeza hecha un bombo, colmatada ya de ideas e imágenes.




Parte importante del museo está destinada a una exposición temporal de Raoul Dufi, nacido en Le Havre en 1877 que dedicó muchos de sus cuadros a los paisajes y las gentes de su villa natal. Pertenece a la época realista-fovista-impresionista y su obra se considera de un nivel parecido a los Degas, Pizarro, Monet, Cezan y Eugene Boudine -también natural de El Havre-, con los que comparte espacio. Hay una sala de relleno con autores del S.XIX en los que no podían faltar cristos colgantes, martirios y vírgenes dolorosas de corazón apuñalado. A destacar un S. Sebastián de José Ribera asaeteado y doliente.
  

Tranco 9
20.07.2019
Caen
 



Recorremos los 150 Km. que nos separan de Caen bajo un cielo de los llamados de “nubes y claros”. Nos tocan las “nubes” que nos descargan una horrísona tormenta, aguacero y niebla incluidos, que impide ver más allá de las narices, justo cuando estamos atravesando el enorme puente de Normandía que permite cruzar el estuario del Sena a pie enjuto. El puente tiene más de 2 Km. y une la ciudad de El Havre con Homfleur, en la orilla izquierda. En 1995 cuando se terminó, era el puente atirantado con mayor vano del mundo. Después, como las ciencias avanzan que es una barbaridad, ese record ha sido superado por varios otros. A pesar de las inclemencias, que en algún momento ponen a La Tinaja en un compromiso, salimos del aguacero indemnes, quizás debido al trisagio que le oí a mi abuela:
Santa Bárbara bendita
En el cielo estás escrita
Con papel y agua bendita.
Santo, Santo, Santo inmortal
Líbranos, Señor, de todo mal,

recitado con todo el fervor que puede esperarse de unos descreídos. Al parecer surte efecto. Lamentamos no haber podido apreciar en toda su belleza el estuario del rio Sena. 
Los alrededores  de Caen son pródigos en campings, pero están muy demandados. La zona atrae a numerosos turistas que, como nosotros, vienen a visitar estos lugares, escenario de la más grande batalla de la II Gran Guerra, la que marcó el final definitivo del disparate que había comenzado en 1914, o por lo menos, el principio del final. “Cuando se apagaron las luces en Europa, en agosto de 1914”, dirá George Steiner en La idea de Europa.
Entramos en la región de Calvados que abarca desde Honfleur en este hasta Isigny-sur-Mer en el oeste. Tiene fama por sus ricos pastos, de los que se derivan afamados productos alimenticios y un brandy con sabor a manzana del que nos proveemos en una granja al paso. Entramos en plena zona del desembarco.
Caen, fundada en al S.XI por Guillermo el Conquistador puede decirse que no es una ciudad con demasiada fortuna: fue saqueada, incendiada por las tropas inglesas en 1346 y devastada hasta sus cimientos. En 1944, durante el Desembarco en Normandía, volvió a ser bombardeada ferozmente destruyéndose el 80% de los edificios. De la ciudad antigua solo quedan las murallas que rodean el castillo y las dos abadías: la de los hombres (Abbaye aux Hommes), sede actual del Ayuntamiento con su iglesia de San Esteban donde está enterrado Guillermo el Conquistador, y la abadía de las Damas (Abbaye aux Dames) con la iglesia de la Trinidad, donde reposan los restos de Matilde de Flandes, esposa de Guillermo.
Hoy Caen debe su prosperidad al incesante tráfico de personas y mercancías que la cruzan para embarcar en los frecuentes ferrys rumbo a Gran Bretaña, algo parecido a lo que sucede con las varias ciudades costeras que acabamos de visitar.
Aterrizamos en Balleux, pueblo en cuya costa, un pueblecito de pescadores llamado Arromanches-les-Bains, se situó una de las cabezas de puente del desembarco aliado. Mar adentro aún pueden apreciarse los vestigios de uno de los puertos artificiales que los aliados construyeron para el acceso de tropas y materiales. Grandes estructuras de hormigón remolcadas desde Inglaterra para hundirlas formando un puerto artificial que permitiera el desembarco de miles de hombres y material pesado. Desde ellas se tendían largos puentes articulados que permitían llegar a tierra firme a hombres, vehículos y carros de combate. Dicen que con la marea baja, puede llegarse caminando hasta los grandes bloques hundidos. Durante los tres meses posteriores al día D, esas estructuras facilitaron la descarga de 2,5 millones de hombres, 4 millones de toneladas de equipo y 500.000 vehículos de todas clases. Las cifras son tan aterradoras (y esto solamente en una zona de la guerra) que una vez más, sumen a uno en la perplejidad.
En las calles de Arromanches-les-Bains, a las que conduce un largo bulevar llamado Winston Churchill, se oye hablar inglés más que francés, y en cada farola y poste hay fotografías de soldados aliados caídos en la contienda con sus nombres, apellidos y grado. Hay otras playas como ésta donde se dieron construcciones semejantes para el desembarco que el tiempo y los accidentes meteorológicos han librado de restos. En una de ellas, Omaha, los cubos de hormigón fueron destruidos por una tormenta y desaparecieron sin dejar rastro. Hay también varios cementerios de soldados de los ejércitos del desembarco que cayeron y según la costumbre de la Commonwealth fueron enterrados in situ. Los soldados alemanes, que también eran hijos de dios, aunque fuera un dios menor, tienen su cementerio en las cercanías de Bayeux. Un cuidado y extenso territorio en el que se han respetado los cráteres producidos por los bombardeos, hoy cubiertos de césped, como si la generosa naturaleza hubiera querido cubrir con su manto de piadoso verdor los disparates humanos.



A 12 km. De Arromanches se encuentra la playa de Juno, cuya invasión le tocó a las tropas canadienses. El general De Gaulle pisó allí tierra poco después del desembarco, a continuación lo hizo Winston Churchill y días más tarde el rey Jorge VI. Una cruz de Lorena señala el lugar de tan egregias visitas.
Bayeux fue muy poco castigada por los bombardeos de la guerra y su preciosa catedral gótica, Notre Dame, permaneció indemne, así como sus numerosas casas normandas con entramado de madera, pero su pieza más destacada y lo que le ha proporcionado más fama a la ciudad es el tapiz que se conserva en el Musee de la Tapisserie de la ciudad. Tiene 70 m. de longitud y, al parecer fue un encargo del obispo Odo de Bayeux, hermano de Guillermo I el Conquistador, el que lo hizo elaborar para la inauguración de la catedral en el año 1077. Además de sus dimensiones, el tapiz es impresionante por su exactitud en la representación de los detalles que muestran la conquista normanda y la batalla de Hastings. Hasta el cometa Halley que pasó por la zona en el año 1066 está representado.
Visita ineludible, el museo Memorial, situado a las afueras de Caen. Está la visita organizada de forma cronológica, empezando por la Primera Guerra Mundial de 1914, y la conferencia de Versalles, cuando se inició el disparate que daría lugar a la segunda. En el tratado de Versalles de 1919, “los cuatro grandes” vencedores (Lloyd George, Vittorio Emmanuele Orlando, Georges B. Clemenceau y Thomas W. Wilson), impusieron a Alemania la devolución de Alsacia-Lorena a Francia y una indemnización de 33.000 millones de dólares. La terrible deuda, no acabaría de satisfacerse por completo hasta el 3 de octubre de 2010.
A medida que el tiempo pasa, los acontecimientos se agrupan para los estudiosos de la historia y es muy posible que, dentro de unos años ambas guerras aparezcan como un único conflicto extendido en el tiempo. Algo parecido a lo que nos pasa con la guerra de los treinta años, o la de los cien. 
Ahora que tan en candelero esta lo de la memoria histórica, estos lugares invitan a reflexionar sobre la conveniencia de no olvidar los disparates pasados, sobre todo los que nos tocan más de cerca, en los que todos, sin excepción tuvieron parte de culpa. No parece sano echar tierra sobre la historia dependiendo de qué partido gobierne nuestros destinos. No creo en modo alguno que respetar la historia, sea abrir viejas ni nuevas heridas, es sencillamente, querer ignorar la realidad. Por un momento pienso en una persona de nacionalidad alemana visitando este museo, evidentemente anglófilo-americano. No llego a imaginarme que sentimientos podrían embargarla, pero dudo que su intención fuera eliminarlo.
Lo cierto es que la visita, impactante -como no-, invita a la reflexión y al desánimo considerando la cantidad de disparates que el hombre es capaz de hacer, malbaratando las estupendas cualidades de que lo ha dotado la naturaleza. Uno se plantea si, como en la canción “Le deserteur” compuesta por Boris Vian con música de Harold Berg, que con tanto acierto cantaba Serge Reggiani, los soldados llamados a filas para esa o cualquier otra guerra (de uno y otro bando), dirigieran una respetuosa pero firme carta al señor presidente de cada nación anunciándole su intención de desertar. Invitándolo a que dirimiera sus diferencias con el representante del país en litigio de forma personal y única, en un combate con fundas de almohada rellenas de plumón de ave. Fuera cual fuera el resultado de la contienda, ambos pueblos podrían celebrarlo de consuno con una merendola de chocolate con picatostes. Y luego, que los estadistas y escribanos se entretuvieran en redactar los términos de una paz honrosa, y en distribuir las ingentes cantidades de dinero ahorrado en la inútil guerra para bien de los ciudadanos de uno y otro país. Eso sí que sería una buena forma de gobernar. 
Un pastis y una cerveza St. Omer al tibio sol de la mañana, sobre el parapeto que circunda la bahía, nos ayuda a sobrellevar la situación. Acabamos con unos mules y sus frites aligerados con medio pichet de blanco en una de las braseries que nos salen al paso.
Para colmatar la visita a la zona, al día siguiente emprendemos viaje hacia la parte occidental. Decidimos dejar de lado Cherburgo, ya que el tiempo bonancible hace poco probable que necesitemos sus paraguas. Nos llegamos hasta Coutances y dedicamos un rato a visitar su extraordinaria catedral gótica del S.XIII, de la que es tradición que Víctor Hugo la consideraba la más bella de Francia después de la de Chartres. Sus razones tendría el hombre. Después, un relajado paseo por el Jardín des Plantes, del S.XIX, en el que se combinan varios estilos paisajísticos y árboles de todas clases, un laberinto vegetal tan del gusto de los nobles dieciochescos, y un enorme y viejísimo Cedro del Líbano.
Nos encaminamos a las playas cercanas, St. Malo-de-la-Lande, Agon-Coutainville y Montmartin-sur-mer. Todas poseen características parecidas: las enormes mareas hacen que presenten aspectos diferentes según la fase en que se encuentren las aguas. Es imposible establecer puertos en ellas, de manera que los pescadores y propietarios de barcos de recreo, se ven obligados a llevarlos remolcados por tractores adaptados al uso hasta la playa y a recogerlos de la misma forma una vez acabada la faena.
Después nos dedicamos a la visita de las playas del desembarco, a las que los aliados pusieron nombre: Omaha, Utha, Gold, Juno y Sword.



En la vecindad de todas ellas hay pequeños museos dedicados a la memoria de aquellos acontecimientos y en la de Omaha, donde tuvieron lugar los momentos más difíciles del desembarco, hay una escultura de hermosas piezas metálicas debida al artista Anilore Banon, colocada en 2004 para conmemorar el 60 aniversario del desembarco.
Cuenta Winston Churchill en su libro que la “Operación Overlord” fue la mayor movilización militar de la historia: el 6 de junio de 1944 más de 6.000 embarcaciones militares de todo tipo, entraron en tropel  en territorio francés. La imposibilidad de tomar ninguno de los puertos del canal de la Mancha, que los alemanes defendían con uñas y dientes, hizo que se tuviera que recurrir a semejante despliegue de ingeniería como fue la construcción de esos puertos improvisados. En los 76 días de lucha, los aliados sufrieron 210.000 bajas (37.000 muertos). Se cree que los alemanes perdieron 200.000 hombres y otros 200.000 fueron hechos prisioneros. Cada detalle que se rememora de aquel disparate parece más estremecedor que los anteriores.
Uno se pregunta –con cierta desesperanza- si el recuerdo de aquellos hechos, aún tan recientes, será suficiente para que no vuelvan a repetirse.

Tranco 10
23.07.2019
Poitiers


Trescientos ochenta Km. nos separan nuestro próximo destino, Poitiers. Abandonamos el departamento de La Mancha y alrededores en el que tan agradables y reflexivos días hemos pasado.
Los 150 animosos corceles que tiran de La Tinaja emprenden el camino con su alegría habitual, pero el ánimo va decayendo a medida que la temperatura aumenta. Hacia el mediodía, en una parada inevitable, el sol nos golpea de forma que ya teníamos olvidada. Cae sobre nuestro cogote con la misma ferocidad que la guillotina cayó en su día sobre el cuello de los sentenciados por la Revolución. Hay 42 grados a la sombra. Lo de Murcia a pesar de su fama, es una broma.




Dejamos atrás Le Mont Sant Michel, una abadía benedictina que sin tener nada que ver con ella, siempre nos ha recordado a la que Umberto Eco describe en El Nombre De la Rosa. Es un promontorio rocoso sometido al albur de las mareas que pueden dejarlo aislado o hacerlo practicable según funcione el complicado mecanismo de las atracciones lunares. Sus orígenes están envueltos en leyendas celtas, lo cierto es que tras una visión del arcángel San Miguel, el obispo Aubert de Abranches, en el año 708, construyó la primera capilla en lo alto del promontorio. Y no es de extrañar la acción del arcángel San Gabriel, se trata de un personaje tan ubicuo que también fue capaz de dictarle el Corán a Mahoma o anunciar los nacimientos de San Juan Bautista y de Jesús de Nazaret con suficiente antelación.
Un par de siglos más tarde, Ricardo I, duque de Normandía entregó el edificio a los benedictinos, y hasta ahora. Tras un periodo de secularización durante los años de la Revolución, la abadía fue devuelta a sus primitivos dueños. Ahora es patrimonio Mundial de la Unesco. La visita es impresionante, aunque la afluencia de turistas la hace más presurosa de lo apetecible. De ella dijo Guy de Maupassant -fino observador además de escritor prolífico y recomendable- “la abadía escarpada, al fondo, lejos de la tierra, como una morada fantástica, alucinante, como un palacio de ensueño, increíblemente extraña y bella”. No se me ocurre nada mejor, ni siquiera igual. Visita imprescindible.
Al auriga se le hace especialmente curioso el torno movido, al parecer por los novicios que se colocan en su interior como los hámsters en sus ruedecillas. El enorme torno es necesario para subir por una rampa casi vertical, materiales y provisiones. Optamos por seguir viaje, a la vista de que los dos pueblos cercanos, Beauvoir o Pontorson están colmatados de autobuses.
Tenemos un largo día para explorar Poitiers, que a primera vista no parece reservarnos cosa interesante si no es su historia que tiene que ver algo con la nuestra, y por ser la cuna del filósofo Michael Foucault. Fundada por los pictos, fue la capital del Poitou, feudo de los condes de Poitiers. Los romanos la habían acondicionado en época imperial, construyendo termas y acueductos, que es lo que solían hacer allá donde llegaban. Su monumento más antiguo es el dolmen de la Pierre Levée, en la carretera que conduce a Bourges. Como su nombre indica, se trata de una piedra plana de 7 metros de longitud por 5 de altura y un metro de espesor sostenida por tres pilares a 2 metros de altura, que data del neolítico.
En el año 732, en alguna parte de este territorio cuyo emplazamiento exacto nunca llegó a conocerse, Carlos Martel, padre del que luego sería el rey Pipino el breve, y abuelo de Carlomagno, les dio la vuelta a los ejércitos de Abderrahamen, gobernador de Córdoba, poniendo así fin al fulgurante avance musulmán que había comenzado en 711 cuando cruzaron el estrecho. Algunos historiadores dicen que los moros (que así se llamaron, sin ninguna connotación peyorativa, los habitantes de las provincias romanas Mauritania Cesarensis y Mauritania Tingitana), desanimados por el frío de esas regiones, del que eran poco amigos, perdieron todo interés por la conquista de la Galia.
Durante la guerra de los cien años, en la ciudad, que era sede del Parlamento real, se llevó a cabo el interrogatorio de Juana de Arco en 1429 antes de que le fuera otorgado el beneplácito para dirigir el ejército real. Luego el asunto acabó ardiendo. Para compensar la barbarie, en 1431 se creó en una universidad que cuenta con gran afluencia de estudiantes hasta nuestros días.
Nos refugiamos en la catedral de St. Pierre, construida entre los años 1162 y 1271, admiramos sus vitrales del S. XII que ilustran la crucifixión, la enormidad de sus alturas góticas y la belleza de su órgano. Apreciamos en lo que vale lo que esa venerable institución puede hacer por el humilde peregrino que se acoge a ella huyendo de los calores. El fresco del interior es muy reconfortante.
Lo más interesante de la ciudad consiste en pasear por sus animadas calles peatonales, visitando inexcusablemente el Bulevar des Cordeliers, edificado sobre unas ruinas romanas. Su excelente climatización hace muy agradable la visita, pero comprobamos con estupor que en su interior se da el mismo fenómeno chocante que en Burdeos: la extraña característica de tiendas y almacenes para abducir al turista incauto haciéndolo desaparecer en su interior como Jonás desapareció en el vientre de la ballena. Por fortuna, al igual que el profeta, el fenómeno remite pasado un tiempo prudencial.
Pasamos por la iglesia de Sta. Radegunda -nombre que, inexplicablemente no se prodiga en nuestros días-, esposa de Clotario I, rey de los francos y fundadora, en el siglo VI, del primer monasterio femenino de la zona: la Abadía de la Santa Cruz. Para que digan que lo del feminismo es cosa moderna.
Volvemos a encontrarnos con Leonor de Aquitania, a cuyo mecenazgo se deben las varias iglesias románicas de la localidad, así como una gran muralla que rodeaba el primitivo promontorio asiento originario de la ciudad, de la que solo quedan las ruinas. No podía faltar la estatua de Juana de Arco en el antejardin del palacio de los condes de Poitu. Nos dicen que lo más interesante de la zona es la visita al parque llamado Futurscope, un conjunto temático futurista con atracciones vertiginosas y espectáculos de láser y fuegos artificiales. Aseguran que para una visita se requieren al menos cinco horas, y dos días si se quiere profundizar en el tema. Nos prometemos visitarlo cuando el futuro que anuncia se nos antoje más próximo.


Tranco 11
25.07.2019
Arcachon


 
La Dirección General de Orientaciones y Emplazamientos considera oportuna una breve estancia en el Basin de Arcachon, zona de inmejorables recuerdos.
Se trata de una amplia bahía en uno de cuyos extremos se encuentra la ciudad de Arcachon, constituida comuna por decreto imperial de Napoleón III en mayo de 1857. Hasta entonces solo era un modesto asentamiento de pescadores. La moda de las estaciones balnearias entre la burguesía acomodada del S. XIX le fue confiriendo cierto renombre y popularidad.



En el otro extremo, divisamos el faro rojo y blanco de Cap Ferret, en la estrecha lengua de arena que cierra la bahía. Nos marchamos con el desasosiego de no haber podido divisar ninguno de los Djins que, según cuentan los pescadores, son visibles de vez en cuando a lomo de las grullas grises que eligen la zona para hacer una parada en su migración anual.
Aterrizamos en Gujan-Mestras, un pueblo que se extiende a lo largo de la costa salpicada de pequeños puertos dedicados al cultivo de la ostra. Cerca de la ciudad damos con un magnífico campamento vecino a las interminables playas que la marea abandona unas cuantas horas cada día.
Según dicen los entendidos, allí se crían las mejores ostras del mundo, y nuestra repostera jefe, que es persona concienzuda, se aplica a comprobarlo en un chiringuito frente al mar, acompañándolas de unos bulots bañados en alioli, una fuentecilla de bigaroux, y media docena de langostinos que les hacen de comparsa. Los objetores de tales bivalvos se contentan con un paté de campaña de excelente textura adobado con mantequilla, y los pocos bigaroux que han quedado indemnes.
El cielo, que no siempre se muestra clemente con los viajeros, nos regala esa noche con una lluvia pertinaz y mansa que ya desearíamos para nuestra castigada tierra.
El resultado de las votaciones y la estupidez de los parlamentarios de izquierda que seguimos por la red, enturbian lo placentero del día con final acuoso y nos hacen reflexionar, una vez más, sobre la inoperancia de nuestros políticos.
Nos espera, a la vuelta en el campamento, un exquisito melón, de los que en nuestra juventud lejana llamábamos “de año”. Comprobamos, por la pegatina que lleva inclusa, que es de Torrepacheco. Milagros de la globalización.


Tranco 12
26.07.2019
Oloron-Ste-Marie



A la vista de que la situación lluviosa no parece remitir en las próximas horas, consideramos pertinente dar un nuevo salto hacia el sur dejando para mejor ocasión una detenida visita alrededor de la bahía y quizás alguna otra degustación de sus sabrosas ostras.
La Tinaja, remolcada por su airoso tronco, nos lleva hasta la vecindad de un pueblecito llamado San Olorón, a unos 50 km. de la frontera española. Aún sin saber si tiene alguna relación con Patrick Süskind, se nos antoja lugar de cierto relieve y merecedor de un alto en el camino.
Efectivamente, es un pueblo de dilatada historia, atravesado por un río de caudal mediano (a los que venimos de una tierra agostada por la sed cualquier caudal de agua nos parece una bendición), que configura la estética de la ciudad. Unos molinos, se supone harineros, interrumpen su caudal en un esfuerzo ya baldío, pues parecen abandonados hace tiempo. El centro, poblado de edificios señoriales presenta cierto aire de decadencia, pero los barrios periféricos están llenos de vida hasta horas que en otros sitios hemos apreciado intempestivas. 


En ningún pueblecito, por pequeño que sea, falta la iglesia o, como en este caso, la catedral. Dato curioso en un país que, por constitución se declara laico. La de St. Olorón exhibe su altivo campanario gótico sobre base románica. Su construcción se inició en 1102 cuando el vizconde de Bearn, Gaston IV volvió de las cruzadas. De esa primera época solo queda la portada. Después se le fueron añadiendo más edificaciones. Fue sede episcopal de la antigua diócesis de Olorón hasta que se suprimieron las cuestiones eclesiásticas en 1802.
El paseo por la ciudad, a la luz del atardecer templado, resulta altamente relajante, perfecto para una dulce despedida del país que con tanta politesse nos ha acogido durante este último mes.

Tranco 13
27.07.19
Albarracín-Teruel




Un último salto nos lleva hasta las proximidades de Albarracín en un día desapacible, frío para la temporada en que nos encontramos. Nos recibe en el abigarrado campamento el  airecillo fino de la sierra y un menudo goteo sin más consecuencias que levantar de la tierra el olor a ozono.
La proximidad de Teruel y la duda de que realmente pueda existir nos invitan a comprobarlo.
Y existe. Es una ciudad para pasear…siempre que se disponga de buenas piernas. Los desniveles son tan acusados que el consistorio, con buen criterio ha instalado un ascensor que salva en segundos el enorme salto que hay de una a otra parte de la villa. 
Visitamos los aljibes de la plaza mayor y nos enteramos de que, como casi todo en la Teruel mudéjar, es obra de la Edad Media -siglos doce a catorce-, en previsión de los asedios de la moraima que por entonces eran frecuentes. Están restaurados con gusto y son obra digna de visitar. Con ellos, dicen las explicaciones, la ciudad podía resistir asedios de hasta tres meses. Un cántaro de agua diario para cada una de las 3.500 familias que la habitaban. Con la construcción del acueducto -obra también digna de reseñar-, en el siglo XVI, los aljibes perdieron importancia hasta ser rescatados en época reciente para la visita documentada.
La azulejaría mudéjar de exteriores está presente por doquier: Torres de San Pedro, El Salvador y San Martín, iglesia de Santa María, etc. Lo mudéjar aparece por todos sitios y en un estado de conservación excelente. El paseo por la ciudad, con ocasional parada de jamón y vino de la tierra, resulta extremadamente placentero. 


En el museo de Teruel coincidimos con una exposición de fotografías de Sasha Asensio. Exhibe retratos de personajes extremos de Skid Row, en el centro de Los Angeles y del Raval barcelonés, el llamado Barrio Chino. “Una mezcla de dolor y alegría (poca alegría), de color y acidez”. Para la desdicha, por lo visto, no existen las distancias. Las fotografías, por lo que tienen de  crudas y naturales resultan impactantes pero no son sino una muestra de la realidad que convive con nosotros y a la que difícilmente le dedicamos una mirada por lo desagradable que resulta. Vivimos en burbujas confortables de las que resulta arriesgado salir.
A un par de Km. de la ciudad, encontramos un hostal (El asador de Albarracín), de menú sugerente y completo donde damos adecuado fin a una magnífica visita. Podemos aseverar que no solo Teruel existe, sino que es una ciudad muy apetecible de visitar.

Nuestro viaje se acerca al final. Como todo lo que comienza, este también termina, dejando el sabor dulce de las buenas experiencias y el recuerdo de tantas horas compartidas en amoroso consuno. El auriga se resiste a las comparaciones que inevitablemente le asaltan cuando visita un país que se le antoja más moderno, de gentes más educadas, con mejores recursos y mejor administrados que el suyo. Reprime la lágrima que se le aparece en el rabillo del ojo, al contemplar con tristeza la falta de categoría de los gestores que padece en su tierra, y se anima como siempre a seguir luchando, en la escasa medida de sus posibilidades, por mejorar esas circunstancias.
En el capítulo de reflexiones, no puede ignorar el espacio destinado a felicitarse por la suerte de haber dado -sin más mérito que su buena fortuna- con un equipo capaz de llevar a cabo esta, como tantas otras exitosas empresas. El auriga se considera hombre afortunado.
La “cursa” termina para dar paso a una nueva temporada de calores satomeranos. Archivados quedan, a la espera de  nuevas singladuras, los “Crímenes en el Paraíso” y el “Teniente Colombo” que nos han entretenido las noches de campamento por obra de la generosidad de nuestro amigo Vicente Blas.
La Tinaja, que tan buenos servicios nos ha prestado, vuelve a sus cuarteles de invierno a la espera de albergarnos en su generoso y cálido vientre  en próximas aventuras.